Tras un breve paso por la capital de Nuevo México, Santa Fe, entramos con el coche en Albuquerque con la certeza de que se había acabado la aventura. Marc me suelta en el porche del hostal Route 66, el mismo en el que nos habíamos quedado la otra vez, y vuelve a arrancar para devolver el vehículo que ha sido cómplice de tantas cosas en las últimas tres semanas, mientras yo pensaba en el Humbert Humbert y en la Lolita que Nabokov describía en su obra, cruzando Estados Unidos por carretera, de motel en motel, en una constante huida de todo, menos de sí mismos.
Tom, el propietario del hostal, nos ha reconocido, y sonríe mientras acabo de descargar la maleta, la mochila y la amasadora profesional. Con su sonrisa, su cabello blanco y sus ojos azules me siento como en casa, y mientras espero que nos acaben de arreglar la habitación, me quedo a tomar el fresco en el porche, hablando con un huésped que viaja con un perrillo negro, que me cuenta que ha estado en Madrid y en Barcelona. Hablamos de Santa Fe, con sus casitas de adobe y sus boutiques montadas para turistas, y le digo que prefiero Albuquerque, aunque en principio parezca que no tiene encanto.
Mientras acomodo las cosas en la habitación número 5, pienso que es este hostal el que me hace estar tan cómoda. No tenemos baño privado ni commodities, pero este suelo que se queja bajo mis pies y este techo siliconado tienen un encanto especial. Abro la enorme ventana turquesa que da a la vieja conocida carretera 66, y me entretengo viendo a los hispanos pasar. Van en vehículos clásicos, rancheras llamativas y harleys ruidosas. Caigo en la cuenta de que es festivo, como la última vez, así que me voy haciendo la idea de que no podré comprar los souvenirs que había dejado para el último día. Y entonces… ¿qué hacer en Albuquerque?
Me acuerdo de que cuando estaba en el El Día de Córdoba dimos la noticia de que un escritor cordobés, Vicente Luis Mora, había sido nombrado director del Instituto Cervantes de Albuquerque, en Estados Unidos. Meses después, Alfredo y yo le preguntábamos en persona en una de sus escapadas a Córdoba que qué tal le iba por esos lares. Hasta ahora no he comprendido el alcance de su experiencia. Me imagino a Vicente viviendo un año entero en estas calles, preguntando por la biblioteca pública o tomándose una copa en The Library, y entiendo que el chaval que conocimos en Chicago se sorprendiera de que eligiéramos esta ciudad como destino. Entonces, no sé por qué, me entra una melancolía inmensa, y me acuerdo de los compañeros del diario, de las guerras de bolas de papel y las discusiones políticas, y añoro las canciones de Shakira que bailaba en el Latino, la compañía que me hacían los libros de la editorial Berenice, los juegos de mesa interminables de los domingos en el hostal Alcázar y los fines de semana que regresaba a Sevilla, a contestar las preguntas de la familia y besar a las amigas.
***
Nos hemos llevado toda la tarde y parte de la mañana en la habitación, esperando una tormenta que se anuncia con el olor a lluvia, pero que no acaba de descargar. Ya que son las siete y pico y se ha ido el calor, salimos a decirle adiós a Albuquerque. Como no hay nada que hacer, decidimos dar una vuelta por la animada Main Street. Es la zona de marcha; aquí la gente se distrae paseando con el coche: pasan con sus vehículos tuneados, con las ruedas gigantes o diminutas, el capó levantado, las llantas brillantes o las chapas decoradas con grafitos. Sus ocupantes van con los brazos por fuera de las ventanillas, y cuando llegan a tu altura se te quedan mirando fijamente, como si te fueran a decir algo, sacando un poco la cabeza por encima del cristal bajado, como si estuvieran marcando territorio en el Bronx.
Nos distraemos con el tío que baila solo en la acera desde hace una hora y media, con la camisa rota y los pies descalzos; miramos cómo los seguratas piden el carnet a las mujeres de cincuenta años para ver si son mayores de edad; vemos a las camareras vestidas de falsas colegialas coqueteando con los clientes; las chicas que conducen pintándose los labios; la policía que patrulla y los negros que rapean en las aceras.
Nosotros estamos pensando en el viaje de mañana -24 horas- en el tren, y en el avión a casa. Sin darnos cuenta estamos haciendo como los albuquerqueños: vamos a una punta de la calle y, cuando llegamos, nos damos la vuelta hasta la otra. Paseamos por Main Street arriba y abajo, sin pasión, pero tampoco con desgana. Vamos desgranando las horas. Ya nos conocemos las esquinas, y por eso los porteros nos saludan.