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Luces y sombras de San Francisco

Recuerdo la entrada a San Francisco. Estábamos expectantes, deseosos de aparcar durante varios días nuestra vida nómada en la carretera. Pronunciabas “San Francisco” y pensabas, automáticamente, en el cine, en civilización y modernidad, en el pensamiento alternativo y en las calles empinadas. Estaba comenzando la mañana, así que nos permitimos el lujo de gastar un par de horas en el Starbucks, comiendo bagels y bebiendo tchai tea latte hasta que el cuerpo nos dijo basta.

Muchas lecturas me habían acompañado hasta entonces por el camino. Varias revistas Altair y un par de guías de viaje, además de todo panfleto que iba recogiendo en las paradas; pero, sobre todo, el libro Amèrica, Amèrica, de Xavier Moret, periodista y colaborador de El Periódico de Catalunya. Me sorprendió gratamente hallar este título en la estantería de guías de Estados Unidos, pero más aún comprobar que hizo una ruta muy parecida a la que nosotros queríamos hacer, así que desde el principio se convirtió en mi libro de cabecera y, cuando nuestros pies pisaron San Francisco, tenía dos objetivos claros: seguir sus pasos hacia la vieja librería City Lights y hacia el barrio Haight-Ashbury, donde nació el movimiento hippy y la contracultura.

Vamos de excursión a ver la librería de los años 50, santuario bohemio de la generación beat, frecuentada por el Jack Kerouac de On the road (en castellano En el camino y en catalán A la carretera), una novela que relata su continuo viaje cruzando Estados Unidos de costa este a la oeste y viceversa. El viaje por el viaje, la aventura y la libertad del individuo por encima de todas las cosas, aderezado todo con buenas dosis de drogas, jazz, alcohol y mujeres. Me hace gracia el juego cómplice que siempre se crea con la literatura, cómo dentro de un relato cabe otro, y dentro otro, y otro. Como ocurre en El Quijote, o en Las mil y una noches, o en este blog, que habla de Amèrica, Amèrica, que a su vez habla de On the road, y así podría ser hasta el infinito…

En esta visita nostálgica ya no estamos solos. Hemos conseguido engatusar a Roger, un bombero compañero de Marc con el que hemos coincidido temporalmente en San Francisco, y a las amigas con las que viaja: Berta y May. Juntos nos hemos perdido en las tres plantas de estanterías de libros, curioseando entre las secciones de ciencia ficción, misterio o esoterismo, mientras cruje el piso de madera a nuestros pies y los carteles en la pared te dicen que te sientas libre de coger un libro y sentarte un rato a leerlo. Puro espíritu hippy…

Los cinco hemos recorrido el embarcadero, donde nos hemos embobado un rato con el espectáculo espontáneo que nos dan las focas; hemos puesto a prueba los gemelos con las subidas imposibles de San Francisco, hemos bajado, sin proponérnoslo, por la famosa Lombard Street, con sus curvas de vértigo, hemos descubierto la Chinatown más hermosa, con sus farolillos rojos, sus mejores restaurantes y sus calles en lo alto de la colina; a la derecha, una hermosa vista de uno de los puentes de San Francisco; a la izquierda, el famoso tranvía que se acerca rebosado de turistas. Yo ya no le puedo pedir más a este día…

***

Esa noche no pude dormir por culpa de los ronquidos de nuestro compañero de habitación. San Francisco no es cara, es carísima, así que volvemos a compartir las cuatro paredes de nuestro cuarto con desconocidos; en este caso, dos australianos. Uno de ellos, Jol, ha salido con nuestro grupo a cenar. A él también le ha despertado la respiración entrecortada y angustiosa de su paisano, así que me observa, curioso, cuando a las cuatro y pico de la mañana ve que me levanto, decidida a despertarlo. “Excuse me…”, le susurro al dormido en el oído. Nada, ni caso. Levanto la voz. “Excuse me!!!!”, pruebo otra vez. Tampoco. Ya me estoy desesperando, así que le cojo el brazo y lo zarandeo. “Soooorrrryyyy, Excuuuuuseee meeee!!!!!!!!”. Nunca había visto a nadie dormir así. Durante los siguientes 45 minutos, la escena se torna grotescamente ridícula; yo estoy empujando al australiano hasta casi tirarlo de la cama, mientras Marc se une a mí saltando sobre la litera, haciendo botar al pobre desdichado, que ronca como un descosido pero duerme como un muerto, y todo bajo la atenta mirada de Jol, que desde la otra litera nos mira calladamente sin querer participar en este escándalo, en este fracaso con mayúsculas que nos hace regresar a nuestras camas, cabizbajos, esperando ya el despuntar del alba. Aún no nos hemos tapado cuando oímos que el maldito gruñe de forma diferente, se da la vuelta y, por fin, se calla. Tras la cortina, veo la amenaza de los primeros rayos de sol; cuando me tocan, siento que me convierto en un vampiro y que muero desintegrada.

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