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¿Hablan los chilenos de la dictadura de Pinochet?

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No puedo dormir con el jetlag, menuda novedad. Estoy dando vueltas en la cama en mi primera noche en Chile y sólo pienso a través de imágenes inconexas. Se me aparece un Pablo Neruda enamorado; repaso mentalmente algunas escenas de La casa de los espíritus; pienso en los chilenos que han sido ya capaces de pasar página. He visto a un Chile recuperado, aunque las víctimas no olviden; un Chile valiente que es capaz de hablar de la dictadura de Pinochet con extranjeros; un Chile que ha sido capaz de llamar las cosas por su nombre y que se siente orgulloso de poder gritarle al mundo: esto es lo que hemos vivido, señores.

Lo primero que vimos de Chile fueron los dientes nevados de los Andes. Desde el avión, los picos impresionantes de la cordillera desfilaron ante nuestros ojos cansados durante minutos. Lagos helados y agujas afiladas se sucedían como un océano encrespado o el lecho de un faquir. Mi madre, antes de salir, se había quejado de que tuviera que sobrevolar las montañas: “mira lo que les pasó a aquellos pobres jugadores de rugby que se estrellaron allí”, me dijo. Resulta muy confortante acordarse de ello a diez mil metros de altura mientras te abrochas el cinturón, porque la voz de la azafata te avisa de que las turbulencias en los Andes pueden especialmente movidas.

Finalmente, tomamos tierra en el aeropuerto Arturo Merino Benítez de Santiago, con apenas 5ºC de temperatura y cuando la mañana aún bostezaba. Sólo queríamos dormir. Fuimos directos a nuestra habitación alquilada, y así pasamos por el centro histórico y la conocida Plaza de Armas, protagonista de varios episodios violentos. Como en Lima, la plaza originariamente se diseñó como un damero alrededor del cual se fueron ubicando los comercios. Por allí se encuentra el Palacio de la Moneda -otro hito en la historia negra de Chile por el golpe de Estado de Pinochet y la muerte de Salvador Allende– y las calles aledañas, donde se reúnen los enamorados del ajedrez a echar unas partidas.

Siento rabia porque estoy perdiendo el tiempo aquí, dando vueltas en la cama, y no puedo ni vivir ni descansar. Nos hemos ido a la cama cuando los chilenos han acabado su jornada laboral y comienzan a invadir el metro, el cine, los bares. Nosotros, no. Nosotros debemos dormir un poco. Pero aquí hay demasiado silencio, sólo escucho una suave respiración que no sé si gime o sueña, y a través de la fina cortina de mis párpados cerrados adivino que el día está naciendo, quizás unos primeros rayos estén ya encendiendo el espectacular skyline natural de Santiago.

Camino a casa nos topamos con un chileno aficionado a la poesía. Estuvimos un rato hablando de la dictadura chilena y la española. Fue quien nos ayudó a encontrar la parada de metro, y cuando supo de dónde veníamos no se pudo contener: “¿Son de España? ¡Baltasar Garzón..!”, exclamó con orgullo. Es la primera vez que no nos gritan: ¡¡Barça!!

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Cuzco: tras los pasos del Inca Garcilaso

Tantos años escribiendo sobre el Inca Garcilaso en El Día de Córdoba y un buen día me encuentro en la ciudad en la que nació. Cuzco, la que fue capital del imperio incaico, está marcada por el paso de este célebre personaje. Su nombre aparece en las crónicas, en libros históricos, en las lápidas de los monumentos, en los cuentos y leyendas de los guías turísticos. Hijo de un capitán español y una princesa inca, este mestizo ilustre al que apodan el “príncipe de los escritores del Nuevo Mundo” tenía buenos ingredientes literarios: la sangre de los incas por sus venas, mezclada con la de su tío abuelo Garcilaso de la Vega; la historia de amor -y separación- de sus progenitores, la buena posición militar de su padre, la época que le tocó vivir y la curiosa relación que estableció entre dos ciudades tan dispares y alejadas cuando, a los 19 años, dejó su Perú natal para establecerse en Montilla (Córdoba) en casa de su tío. Fruto de ese legado, en la Casa del Inca, su morada española, ondean todavía las banderas de Perú y de los pueblos indígenas.

Cuzco es encantadora para recorrerla caminando, perdiéndose por sus calles de grandes adoquines. Es una ciudad colorida, en la que puedes tropezarte con músicos peruanos, campesinos que van acompañados por sus llamas, jóvenes de mirada inquietante que te ofrecen droga cuando cae la noche, mendigos que se acercan a la Plaza de Armas buscando en el turista su única salida a la pobreza y su callada soledad, niños que no van a la escuela para pedirte dinero o golosinas, abuelas arrugadas que parecen frágiles muñequitas, edificios señoriales, iglesias, palacios encajados en asombrosos muros de piedra…

Cuzco huele a mate, a tierra y a piedra fría, y los colores del arco iris se adivinan en las ropas, las banderas y los puestecillos callejeros. Sabe a cuy y a hornos encendidos, y suena a flauta andina. En los días que pasamos con ella tuvimos ocasión de ver danzas folklóricas, visitar la Catedral -con su Cristo de los Temblores- y buscar figuras imposibles en las paredes de asombrosos bloques de piedra unidos de manera prodigiosa. Vuelven a aparecer las leyendas de los incas y las hipótesis de extraterrestres.

En las cercanías de Cuzco, aún quedaba sorprendernos por la misteriosa arquitectura de otras construcciones: Tambomachay, templo dedicado al agua; Puca Pucara, albergue colectivo que ofrecía posada y alimentos a los viajeros; Q’enqo, templo dedicado al puma, que representa la vida presente, y Sacsayhuamán. El joven Inca Garcilaso, que se había criado devorando libros y soñando con las armas y los caballos, no fue ajeno a la belleza de estos conjuntos. En Sacsayhuamán jugaba de pequeño, explorando sus laberintos con la ayuda de un ovillo de hilo, que dejaba atado a la puerta y luego seguía, cual Teseo en el laberinto del Minotauro. Muchos años después, Garcilaso ha sido el que mejor ha descrito esta fortaleza que fue, según sus palabras, «casa del Sol, de armas de guerra, como lo era el templo de oración y sacrificios”.

Cuzco

Cuzco

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