Archivo mensual: julio 2016

Terremoto de conciencias. Recordando el terror

Foto: EFE

Foto: EFE

 

Se acaban de cumplir 80 años del golpe de Estado que triunfó parcialmente en España y que vino seguido de la guerra civil. En algunos municipios se celebran conferencias y exposiciones temáticas, en otros me temo que pasará desapercibido.

He tenido tiempo de pensar estos días en ello, mientras repasábamos las noticias de actualidad y comprobábamos cómo el terror siempre vuelve -el atentado de Niza, los atentados y fallido golpe de Estado en Turquía-, y ya no sabemos ni cómo actuar. Poner una bandera francesa en el Facebook me parece insuficiente. Y está bien que los políticos condenen la barbarie, pero… ¿no habrá que hacer algo más?

Hay que compartir información. Y a veces no será políticamente correcta. Podemos empezar por preguntarnos qué hay detrás del presunto golpe de Estado turco. Por qué hay tantos jueces detenidos. Por qué hay gente que condena muy fácilmente ese suceso y no lo que pasó en España.

Foto: RTVE

Foto: RTVE

 

Nos está ganando la partida el terror. A mí también.

En el aeropuerto de Estambul, cuando veníamos hacia Japón, hubo un suceso que me hizo darme cuenta de que los terroristas ya habían logrado sembrar el miedo, la desconfianza, el radicalismo… Estábamos sentados esperando embarcar, cuando de repente un hombre con la cara descompuesta se puso a gritar en medio de la sala:

Whose bag is this? Whose bag is this? WHOSE bag is this!!??– El último grito sonó a súplica. Hacía un par de días que ese mismo aeropuerto había sufrido un atentado por parte de los radicales islamistas.

En efecto, había una mochila abandonada en medio del aeropuerto. Nadie respondió a su pregunta, y se hizo un silencio de hielo, seguido por una estampida de personas que se alejaron discretamente del lugar.

Foto: CNN

Foto: CNN

 

Estoy releyendo a Amin Maalouf y sus Identidades asesinas, porque me parece que viene muy a cuento para entender qué está pasando en estos tiempos convulsos. Hay una frase que me parece interesante para reflexionar:

Suele concederse demasiado valor a la influencia de las religiones sobre los pueblos y su historia, y demasiado poco a la influencia de los pueblos y su historia sobre las religiones”.

Desde luego, no está justificando la barbarie que se pueda hacer en nombre de Alá; lo que nos está diciendo es que pensemos qué hay detrás del fanatismo. A veces hay guerras injustas, apropiación de los recursos naturales del territorio, venta de armas, muerte de civiles… Por eso, combatamos el fanatismo religioso, sí, y dejemos de justificar más guerras; concedámosle más recursos económicos a la educación y, en general, no dejemos que haya gente que no tenga nada que perder. Porque esos son los más peligrosos.

El servicio de Shinkansen fue temporalmente suspendido por el terremoto en Tokio.

El servicio de Shinkansen fue temporalmente suspendido por el terremoto en Tokio.

 

Estos días en Tokio también hemos experimentado un terremoto. Ha sido leve y ha durado unos segundos, un temblor que he sentido en las plantas de los pies, mientras nuestro pequeño bungalow prefabricado se movía. Le dije a Marc:

-¡Es un terremoto!

-No es un terremoto, será un tren.

Yo sabía que era un terremoto, porque el latigazo me venía de abajo, del mismo infierno…

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Entre manga y anime: ¿Quién se acuerda de Candy Candy?

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Debía ser yo muy pequeña cuando me sentaba los domingos por la tarde delante del televisor a esperar ansiosa el capítulo del día de la dulce Candy Candy. Este manga me tuvo en vilo durante mucho tiempo, a pesar de la dificultad de seguir la serie: además de la famosa frase de mi madre: “Estos dibujitos son para mayores”, se añadía el hecho de que si no estoy equivocada no se tradujo completamente al español, con lo que me figuro que un buen día se acabaría la serie dejándome totalmente noqueada por desconocer el desenlace de tamaña historia.

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Me ha venido a la mente la imagen de esta especie de Cenicienta japonesa mientras paseábamos por Akihabara, de regreso a Tokio. Es el barrio en el que se concentran más frikies por metro cuadrado de todo Japón.

En la Electric Town de Tokio vale la pena dar un paseo en domingo, cuando las autoridades cierran el tráfico a los coches de las principales avenidas y Akihabara se convierte en una impresionante calle peatonal asaltada por turistas, japoneses en busca de sus personajes favoritos de videojuegos convertidos en figuritas, fetichistas que curiosean en las sex shops y locos del anime y el manga, que tienen un arduo trabajo para recorrer todas y cada una de las plantas de los altos edificios dedicados a este tema: juegos, máscaras, disfraces y verdaderas esculturas en miniatura que fácilmente pueden costar mil euros.

Foto: wikipedia

Japón es el universo de lo raro, lo peculiar, lo extravagante… Bien puedes darte un paseo por Shibuya, donde está el famoso cruce Scramble Kousaten, el más abarrotado del mundo en el que pueden cruzar mil personas con cada cambio de semáforo, o bien ir a Harajuku, el barrio de las tribus urbanas, en el que te cruzas con muchachitas vestidas de personajes de anime, disfrazadas de princesitas rosas,  de doncellas, ataviadas como lolitas, góticas, visual kei, cosplay… los estilos son interminables.

Hemos visto todo tipo de Pokemons, Son Gokus, Totoros, Shin-Chans… pero ya no queda nada de Candy. Supongo que se ve muy vintage, cuando ahora la moda son experiencias más fuertes… Pero la verdad, tampoco era fácil para un niño aquella serie de la joven huérfana a la que maltratan, que sufre la pérdida del amor de su vida, que vive las penurias como enfermera durante la Primera Guerra Mundial…

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No entendí hasta mucho más tarde por qué a mi madre no le gustaba, si me lo pasaba tan bien llorando con Candy en su universo rosa lleno de azúcar y sinsabor a partes iguales. Hasta aprendíamos japonés: “SUTAIRU nanté… ki ni shinai wa”

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La vida loca en Osaka

noche-osakaLa vida nocturna en las grandes ciudades de Japón no es tranquila. Por la noche las avenidas se encienden y se convierten en un universo de luces de neón, pantallas de led y carteles luminosos. El japonés silencioso y sofisticado se transforma, se desinhibe y sale a beber con los amigos, a veces hasta el punto de perder el sentido del tiempo -él, que por la mañana ha sido tan meticuloso e impecable en su trabajo- y entonces descubre que ha perdido el último tren y deberá dormir en una cápsula.

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A la salida de los grandes edificios de oficinas, por la tarde, se concentran decenas de ejecutivos vestidos iguales: pantalón de traje negro, camisa blanca y paraguas transparente. Un ejército de clones que espera pacientemente a que el semáforo cambie a verde, y que en cuanto caen las primeras gotas abren sus paraguas y se reparten entre las distintas bocas de metro.

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Los que no tienen que llegar aún a casa se van a las izakayas o tabernas. Nuestra primera noche en Osaka no podía pasar sin probar unas tapas japonesas, así que dimos unas cuantas vueltas y nos metimos en la más cutre que vimos.

Son pequeñas, atendidas por un solo camarero; unos taburetes en la barra y una carta que normalmente no está traducida al inglés. Éramos los únicos extranjeros en aquel tugurio peculiar. Al entrar saludamos, parecían sorprendidos.

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El camarero nos alcanzó una carta en la que sólo entendíamos los precios, porque eran lo único legible. Como había algunas fotografías señalamos una tapa de setas con mantequilla y otra de sashimi de aguacate. Nuestro hombre asintió con la cabeza y continuó con el pedido de los comensales de al lado. Habían pedido yakitori, unas brochetas de pollo. El camarero les daba la vuelta sobre la parrilla parsimoniosamente, en ángulos de 15 grados, y mirándolas fijamente durante minutos.

Esto ha sido una de las cosas que más nos han sorprendido de Japón: cómo ponen el corazón y sus cinco sentidos en cada cosa que hacen, aunque sea el trabajo más nimio. Lo hacen como si fuera el hecho más importante del mundo y de eso dependiera la salvación de la humanidad. Da igual que sea una brocheta o se esté moviendo una banderita roja en medio de la carretera para dirigir el tráfico. Nunca parece que lo hagan de mala gana. Nunca parecen cansados, o fastidiados, o aburridos. Y siempre tienen una inclinación de cabeza para el ciclista o el peatón.

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Salimos de la izakaya y aún tenemos tiempo de curiosear otras vidas a través de los cristales. En otro bar, el ambiente es de algarabía: un grupo de amigos ríe escandalosamente; brindan y cuentan cosas graciosas. Sus risas nos acompañan muchos metros hasta que llegamos al cruce. Un taxi se para en el paso de peatones. Dos japoneses bien vestidos se bajan haciendo eses mientras el taxista se afana por sacar su bici del maletero. A nuestra izquierda, una pareja de novios bromea y tontea, y él acaba subiéndola a caballito porque ella ya no puede dar un paso.

Nos vamos alejando de la zona de marcha. Ahora estamos en una calle tranquila, con muchas mujeres elegantes que nos miran descaradamente. Tardamos en darnos cuenta de que son prostitutas, porque visten con elegancia, aunque sus zapatos de tacón son exageradamente altos. Una de ellas susurra: “¡Hello, papi!” a un hombre que pasa a nuestro lado. A nosotros no nos dicen nada, sólo nos miran con curiosidad.

Las prostitutas japonesas son bellas. Si vas al barrio rojo de Tobita te las encuentras sentadas tras los escaparates, sentadas en sus rodillas sobre un cojín. Tiernas y delicadas, iluminadas por una luz sugerente y a veces acompañadas por flores o peluches. Pálidas y perfectas tratando de seducir.

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Japón fuera de ruta: en bici por las islas de la Shimanami-Kaido

onomichi-mapaSienta bien, cuando estás en el ecuador de tu viaje, escaparte de las rutas marcadas y hacer algo diferente. Algo como coger una bici y pedalear durante horas, sintiendo la libertad y el paisaje; mirando más despacio, deteniéndote. Contemplando con otros ojos, porque mirar con ojos de ciclista implica sentirte más pequeño y vulnerable, y apreciar las pequeñas cosas que normalmente tenemos al alcance de nuestra mano: una botella de agua, un poco de comida, un gorro que te tape el sol…

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La ruta completa, para los campeones, son 70 kilómetros. Nosotros hemos hecho justo la mitad y hemos recorrido tres islas, pero con más tiempo o mejor formación física -que no la mía de miseria- se atraviesan seis islas y un total de siete puentes, cada uno diferente del anterior, con vistas espectaculares del Mar Interior japonés. Hay gente que se lo toma con calma y pernocta a medio camino, monta su tienda de campaña y la planta en un camping designado para ciclistas, ¿no suena maravilloso?

onomichi3Pero aún hay más. Esta ruta se diseñó pensando en quienes quisieran recorrerla en bicicleta, así que el camino es una delicia, sólo hay que seguir, como en El Mago de Oz, el camino de baldosas amarillas, que en este caso es una línea azul que zigzaguea, a veces tuerce a la izquierda o la derecha y casi siempre se pierde en el horizonte.

En Onomichi, el punto de salida, hay incluso un hotel para ciclistas, en el que dicen que se puede meter la bici en la habitación. Hay aseos para los viajeros sobre ruedas -marcados con el símbolo de la bici- y un ferry, por ejemplo a mitad de camino, en el que te llevan a ti y a tu vehículo a la mainland.

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Hemos comentado que esta ruta nos parecía una señal de lo avanzada que está una sociedad. La prodigiosa ingeniería de los puentes, pero también el cuidado al ciclista; el carril bici que discurre separado de la autopista, recorriendo pueblos pesqueros, campos de cítricos, barrios residenciales, huertas, escuelas, templos…

La subida a los puentes es muy fatigosa, no en vanos estos prodigios humanos se encuentran a casi cien metros de altura. Pero cuando lo consigues sientes cierta euforia íntima, una descarga de adrenalina que te da ánimos para seguir a buscar el siguiente puente, y así seguirías hasta Imabari, a la que llegarías tras haber atravesado el Kurushima Kaikyo, uno de los puentes en suspensión más largos del mundo.

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En estas islas están acostumbrados a los ciclistas y te saludan amablemente al pasar. Una inclinación de cabeza y a veces una leve sonrisa. Sólo los niños se sorprenden. Por eso me divierto cuando paso junto a ellos y les suelto “¡konnichiwa!”.

Pasamos rápido con las bicis, pero aún alcanzo a ver cómo se nos quedan mirando y se ríen, tapándose sus boquitas con las manos y balanceando sus piernas mientras esperan el bus.

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Hiroshima o el recuerdo de la estupidez humana

hiroshima3Eran las 8.15 de la mañana cuando estalló la bomba atómica en Hiroshima. Los relojes quedaron congelados en la hora fatídica, así como cientos de miles de vidas humanas: niños que iban a la escuela y que después, en medio de su agonía, se preocupaban de que les hubieran puesto falta en el colegio; jóvenes que se dirigían a su puesto de trabajo; amas de casa que cayeron desmayadas en el suelo de la cocina; oficinistas que quedaron calcinados sentados ante la mesa de su oficina -así encontró una mujer a su marido, una estatua cenicienta y silenciosa-; niños que montaban en su triciclo por el jardín y el padre, sin saber qué hacer con el niño muerto, lo enterró en el jardín con triciclo y todo; bebés que murieron en los brazos de sus madres…

No haría falta visitar el Hiroshima Memorial Museum para tener claro que el lanzamiento de la bomba atómica fue una estupidez. O un acto criminal, según denuncian algunos. O una cobardía, porque parece ser que la decisión que tomó Estados Unidos se debió al miedo de que entrara en juego la URSS.

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No es que Japón no hubiera cometido atrocidades -dicen que maltrató cruelmente a los prisioneros americanos-, pero hay expertos internacionales que claman que la detonación de las bombas de Hiroshima y Nagasaki no habría sido necesario, porque Japón iba a rendirse de todas maneras.

Los humanos somos una raza estúpida que vive de puro milagro. Miramos a corto plazo, buscamos el éxito o la derrota del adversario, nos gusta sentirnos superiores. Es verdad que hay sociedades que tienen más sentimiento de grupo, más disciplina y visión de futuro. Incluso cierta preocupación por aspectos que a la mayoría de la gente le parecen tan vanos como el legado que dejamos una vez que hemos vivido nuestra vida y nos morimos.

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En las catástrofes provocadas por la mano del hombre siempre se ven lo mejor y lo peor de las personas. Los que no han medido las consecuencias o han pensado que es un mal menor -como dijo el presidente Truman tras la detonación de la bomba atómica, que era la manera de acortar la guerra y evitar la muerte de miles de soldados estadounidenses- y los que arriesgan su vida por los demás, los que colaboran en la reconstrucción, los que han ayudado a algún herido o a devolver a las familias sus muertos.

Definitivamente, no hay que ir al Museo de Hiroshima para saber que fue un periodo horrible de nuestra historia. Yo no estaba segura de ir, porque cuando estás de vacaciones te apetece divertirte, no escuchar las calamidades de las víctimas ni la pena crónica de los supervivientes. Pero como dije en el post sobre la historia de Berik, a veces hay que hacer un esfuerzo para no mirar hacia otro lado. La única esperanza que queda es que sea la opinión pública la que frene a los gobiernos.

Me quedo con esta frase de Noam Chomsky:

“Si algunas especies extraterrestres fueran recopilando la historia del homo sapiens, ellos podrían dividir el calendario: AAN (antes de las armas nucleares) y EAN (la era de las armas nucleares). Esta última era, por supuesto, se abrió el 6 de agosto de 1945, el primer día de la cuenta regresiva para lo que puede ser el final poco glorioso de esta extraña especie, que alcanzó la inteligencia suficiente para descubrir los medios eficaces para destruirse a sí misma”.

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Miyajima, la isla donde está prohibido morir

miyajimaAunque parezca mentira, aún hay lugares en el mundo en que está prohibido morirse. Uno de esos lugares es la isla de Miyajima, que con su torii bermellón surgiendo del agua, es una de las estampas más famosas de Japón. Esta isla sagrada recibe también el nombre de “Itsukushima” e incluso el de “la isla de los dioses y los hombres”.

¿Por qué construir un santuario flotante en medio del mar? Dicen que el santuario se consagró a la diosa guardiana del agua. Por eso el torii, construido con madera de alcanforero, de casi 17 metros de altura y pilares que se sostienen sobre la arena por su propio peso, está literalmente en el mar, a 200 metros del santuario. Cuando la marea sube, el mar lo engulle y aparece flotando; cuando está baja, es posible llegar hasta su base, pisando la arena que huele a salitre, a algas y cangrejos marinos.

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Es habitual esperar la puesta de sol en la isla, mientras te rodean los ciervos salvajes que bajan de los bosques a ver si pueden robarte alimento -también están considerados sagrados- y la gente va marchando, poco a poco, a coger el ferry de vuelta.

Los últimos en dejar la isla son los que bajan a la playa a hacer fotos del torii y lanzar monedas al mar. Es entonces cuando se encienden las luces de tierra firme, y un foco ilumina de lejos la famosa puerta roja, haciendo la atmósfera más irreal.

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No hay que morirse aquí, aunque se tenga la tentación. La isla ya se consideraba un terreno sagrado en el remoto siglo VI, cuando la religión incipiente mostraría la existencia de un lugar sagrado con poco más que un árbol o una piedra, como habría sido en el sintoísmo más básico y desnudo, el primigenio.

Como lugar sagrado que es, la isla debe mantener su pureza, por lo que desde el año 1978 no se permiten ni muertes ni nacimientos. Las mujeres embarazadas que tienen ya un nivel avanzado de gestación deben abandonar la isla; también los ancianos y los que estén muy enfermos.

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La única batalla que se vivió en Itsukushima fue la batalla de Miyajima de 1555, que dejó la isla sembrada de cadáveres. El comandante que resultó vencedor ordenó inmediatamente retirar los cuerpos y llevarlos al continente; todo un ejército se esmeró en limpiar toda la sangre derramada, retirar el suelo manchado e incluso frotar los edificios. Hicieron como que no pasó. Pero lo cierto es que la isla ha sufrido la ira de la naturaleza y diversos desastres naturales han obligado a reconstruir el santuario de Itsukushima muchas veces. Quizás el recurso de la limpieza compulsiva tras la batalla no acabó de convencer a los dioses…

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El artista de origami del templo Fushimi Inari-Taisha

fushimi-inari5De todo lo que nos ha pasado hoy, me quedo con la visita al templo Fushimi inari-Taisha, uno de los lugares más especiales de Japón. Está en las afueras de Kioto, sobre una colina, y para recorrerlo hay que poner a prueba las piernas, puesto que el recorrido son varios kilómetros de un camino empinado bajo el túnel que dibujan los miles de torii rojos que van delimitando el camino. Cada una de estas columnas de madera de color bermellón han sido donadas por un hombre de negocios de Japón, o por una familia, para pedir buena fortuna a los dioses.

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Normalmente está atestado de turistas, pero la suerte nos sonríe, y hoy ha empezado a llover cuando estábamos subiendo las escalinatas. Si no te desanimas por este pequeño inconveniente y continúas el ascenso, los dioses te recompensan, y así me ha parecido cuando he llegado a la cima y nos hemos sentado para ver las vistas de Kioto y recobrar un poco el aliento…

Entonces ha aparecido un anciano, aún no sabemos de dónde, y se me ha acercado sonriendo. Ha sacado de su bolsillo un papel verde muy bonito, y me ha dicho despacio: “ori-ga-mi”. Y yo, que no podía creérmelo, he repetido, como un bebé: “o-ri-gaa-mi”. Le asentía con la cabeza, como queriéndole decir: “sí, sí, sé lo que es”. El hombre ha sonreído nuevamente y se ha arrodillado delante de mí, como un caballero antiguo que jura protección a su señor. Durante los siguientes minutos ha doblado el papel una y mil veces, por la mitad, por los cuartos, por las esquinas… Pero nunca sin cortarlo ni pegarlo, ya que eso está fuera de toda técnica del origami.

origami

Al final me ha dicho que tire de los dos extremos, y entonces… voilà! Ha aparecido una hermosa grulla verde, perfecta. Le he dicho “arigato”, “arigato”… y se la he enseñado a Marc, que discretamente me estaba haciendo fotos.

Corriendo he buscado en mi guía la traducción de una frase que me interesaba pronunciar: “¿cómo se llama usted?”. Quería dejar constancia aquí su nombre, por regalarnos su tiempo y su arte. Pero cuando la encontré el hombre ya no estaba. Nos asomamos al sendero 1, al sendero 2 y al sendero 3, y la única explicación es que hubiese retrocedido por el mismo camino hacia el inicio. Desandamos el camino, pero ya no lo vimos.

kioto

Nos suelen pasar cosas como estas. Cosas maravillosas y un poco misteriosas, si se quiere. Cuando hemos llegado al apartamento me he sentado en el tatami en el que dormimos y he buscado información sobre el arte del origami. Entonces descubro que cuando alguien te regala una grulla de papel quiere decir que te desea salud, bienestar, felicidad y prosperidad. Te la pueden regalar en cualquier momento, pero especialmente cuando te casas, cuando tienes un bebé o cuando estás enfermo y te desean que te pongas bueno. Se la puedes regalar a alguien que quieres o es importante para ti, dicen.

Esto me ha emocionado. Me ha parecido muy bonito que tan buenos deseos provengan de un desconocido sin que se espere nada a cambio. He reflexionado sobre esto cuando ya hemos vuelto a Kioto, mientras desplegaba mi grulla y la contemplaba sobre la mesa, y nos tomábamos un té mientras afuera llovía sobre el río Kamogawa.

Para ti esta foto de la grulla, Conxita, para que tengas una pronta recuperación.

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Kioto. Rezando con los fieles de la secta

templo-kiotoA Kioto hemos venido haciendo penitencia, en un autobús nocturno que salió de Tokio a las diez y que ha llegado a las seis de la mañana. No hemos dormido apenas nada.

Cuando el autobús ha frenado se han encendido las luces, y así hemos sabido que parábamos en una ciudad importante. Por la hora que es, sabemos que es Kioto, así que bajamos, más dormidos que despiertos, y vamos enfilando la calle en busca de la casa de un japonés que nos aloja. El cansancio es mayor porque sabemos que no podremos entrar hasta las cuatro de la tarde. ¿Qué hacer en Kioto cuando no tienes fuerzas ni para dar un paso?

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Sin comerlo ni beberlo hemos pasado por delante de la majestuosa puerta del Higashi hongan-ji, una de las mayores puertas de templos de Kioto, y mira que hay templos en esta ciudad. La curiosidad ha podido más que el cansancio, y decidimos entrar, animados por una visión muy diferente de las que estamos acostumbrados: un templo desierto, sin turistas; un japonés que riega las gravillas del suelo con una manguera, pacientemente y con pasmosa tranquilidad. Una escalinata de madera negra y, al final, una enorme sala -la segunda estancia de madera más grande de Japón- donde se está celebrando un culto. ¡Una especie de misa a las seis y media de la mañana!

Me he empezado a quitar los zapatos y Marc me mira, sorprendido.

-¿Qué haces?

-Voy a rezar…

Pone cara de no comprender, y cuando creo que se va a reír de mí, veo que se descalza y me sigue. Subimos los escalones despacio mientras la tarima cruje a nuestro paso. Es lo que llaman “suelo de ruiseñor”, lo tienen los templos y los castillos, y sirve para alertar de la llegada de intrusos. Eso somos nosotros, pero a estas alturas qué más me da, tengo un jet-lag de mil demonios, no duermo desde hace dos días y me alimento de sushi de supermercado. Me duele la cabeza pero dentro de poco el sol nos castigará y será peor todavía, así que necesito hacer algo relajado y descansar, descansar…

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Alcanzamos el último escalón y vemos una docena de personas arrodilladas en la estancia, sentadas sobre sus talones sobre un suelo de tatami, la espalda erguida mirando hacia la imagen del fundador de esta rama del budismo, Shinran. En ese momento no lo sé, pero es una secta que se llama Budismo de la Tierra Pura. Me arrodillo como ellos y me dejo llevar por los cánticos repetitivos y ceremoniosos.

Podría dormir. Sí, muy fácilmente, pero sería desconsiderado, así que pienso en la cuerda de cabellos humanos que hay expuesta en una vitrina afuera; una de las cincuenta cuerdas que sirvieron para transportar las vigas para la reconstrucción de este templo, que fue destruido por un incendio. Un grupo de devotas se cortó el pelo y tejió cuerdas más fuertes que las habituales. Estas no se rompían por el peso.

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Ahora susurran un mantra una y otra vez, mientras todos mantienen los ojos cerrados. A mí cerrar los ojos no me cuesta trabajo, y pienso en dragones y en budas y en incienso, y en que todo me da vueltas. Por último pienso en una palabra, la he reconocido en medio de toda la retahíla japonesa, y sin querer me descubro repitiendo: ommmmmmmmmmmmm

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Japón. La paz en el jardín de un sogún

JA-PÓN. Pronuncio en voz alta la palabra y me viene a la mente el gong que hacen las campanas en los templos sintoístas.

El viajero de Occidente, a pesar de su escepticismo, adquiere en esta tierra exquisita cierto nivel de espiritualidad, se siente cerca del Paraíso pero con tintes exóticos; un paraíso en el que los jardines te envuelven con el olor a hierba recién cortada y el verde aparece, intermitente, a los ojos. Un paraíso en el que el canto de los pájaros te acompaña en tu deambular -ellos escondidos en las copas de los árboles, tú recorriendo las veredas acotadas que la suprema corrección nipona prohíbe traspasar-.

Hama-rikyu Onshi-teien

Lo mejor de hoy ha sido descansar en Hama-rikyu Onshi-teien, con vestigios de lo que un día fue el jardín de un palacio sogunal. Ahora los patos zambullen sus cabezas en el lago, y todo parece un decorado de lo que sería el Paraíso en una mente oriental, con sus casitas de té alzándose coquetas en medio de la frondosa vegetación, sus pinos de 300 años y hortensias orgullosas.

Aquí hemos cambiado el trasiego del mercado de pescado de Tsukiji -la mayor lonja de pescado del mundo- por la quietud del parque; la imagen de los cangrejos-rey sin dueño, mirándonos desde sus cajones de vidrio, por el verde, limpio y ordenado silencio.

Casi te sobresaltas cada vez que los cuervos -magníficos ejemplares de medio metro que graznan, desafiantes, mientras dan saltitos en la hierba- bajan de los árboles centenarios.

rio-sumida-tokioHemos querido detener un poco el tiempo mientras el aire erizaba la piel del río Sumida-gawa. Tres viejecitas japonesas se relajaban en el banco de al lado: una hacía estiramientos con los brazos; otra luchaba contra las hormigas; la última estaba asomada al río y miraba hacia el horizonte con una serena sonrisa en los labios.

Era la más bella. Sumamente delgada, blanca y frágil, sus pequeños ojos se alargaban dibujando una raya menuda en el mármol de su cara. Estaba descalza, y su falda blanca dejaba ver sus huesudas piernas hasta la altura de las rodillas. Miré en la dirección que ella miraba, pero yo nada vi.

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Me fascinaron sus suaves movimientos, el modo en el que se frotaba las plantas de los pies con el suelo o se asomaba al agua, agarrándose a la baranda con ambas manos, con sus labios pintados de rojo sin dejar de sonreír. Como una niña que jugaba…

calle-tokioFinalmente, cuando regresó con sus compañeras se sentó con las rodillas flexionadas, los pies apoyados sobre el banco de madera. Las rayas de sus ojos se hicieron casi imperceptibles. Se durmió.

Entonces pensé que buena parte de la esencia de Japón se podía resumir en esa anciana que buscaba en ese parque su paz y su descanso, y que un barquito en la lejanía la hacía feliz. (Sí. En efecto. Finalmente, lo descubrí).

 

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