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Adiós desde el Golden Gate

Por la mañana vuelven las despedidas. Remoloneamos un poco en el hostal, mientras decimos adiós a nuestros fugaces compañeros catalanes, que siguen su camino. Nosotros hoy visitamos el barrio hippy de Haight-Ashbury, nos comemos una crepe de nutella y nos metemos en las tiendas de discos viejos, ropa vintage, sombrererías y herbolarios. Ahora dormimos en Mission Street, en el corazón del barrio hispano, y tenemos tiempo de visitar el distrito gay, donde los homosexuales más reivindicativos toman el sol, totalmente desnudos, al principio de la calle Castro. Comemos en esta alegre avenida adornada con sus múltiples banderas del arco-iris mientras a nuestro lado pasan blancos, negros, jóvenes y viejos enseñando sus atributos.

Hoy hemos puesto a la ciudad a nuestros pies subiendo a las colinas de Twin Peaks; hemos hecho un picnic en el Golden Gate Park y nos hemos reconciliado con los sin techo. No me dan miedo. Quizás me inquietan más al mediodía, en la fila de beneficencia, cuando están nerviosos aguardando la comida y al pasar por el lado te gritan improperios. Los he visto peleándose en medio de la calle, caminar renqueando mientras hablan en voz alta con sus demonios; pidiendo las patatas fritas de un plato en la calle Castro, y durmiendo tranquilos en su parcelita del árbol. Por la noche, estos homeless que vagan de calle en calle empujando su carrito y recogiendo cartones se acurrucan en sus mantas y comparten sus pitillos; escuchan música negra en radiocassettes de otra época y se cuentan los surcos que tienen las suelas de sus zapatos. Todo vale cuando el tiempo es infinito en las calles de San Francisco. No me dan miedo, solo que trato de pasar sin mirarlos para que no me griten “un dólar, un dólar, un pitillo, fuego”, ni me persigan unos metros sus manos extendidas, ni les irrite mi rostro compungido o mi mirada de pena.

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El último día en San Francisco nos sabe a nostalgia y a tristeza. El sonido de un mensaje nos despierta; un texto breve, unas cortas palabras y la mañana ya está sentenciada. Nos dicen que Júlia, nuestra Júlia, ha tenido un accidente en la carretera y que ahora está en un hospital, insconsciente, mientras toda la familia espera. La pregunta queda en el aire; hay palabras que no se pronuncian, ni dudas que se plantean. Nos sentimos culpables por estar tan lejos. Aunque llamamos, no pueden darnos muchos datos, así que tenemos que seguir en la incertidumbre, y tratar de no pensar, pero de repente tenemos ganas de estar en casa, abrazar a los nuestros y decirles, al menos, que estamos con ellos.

Caminamos por la ciudad sin creérnoslo; volvemos al puerto, pero ya no nos divierten ni los souvenirs de plástico, ni los puestos de pescado que llevan los chinos, ni el gentío, ni el viento frío de esta bahía. De tanto en tanto nos sobreviene el nombre o la imagen de Júlia, y pensamos en ella tan callada, tan sola, tan dormida… Quién la estará acompañando en su sueño blanco del coma; a quién verá con los ojos ciegos del cerebro; qué sentirá cuando una mano amada la toca, qué escuchará en la frecuencia modulada de la otra dimensión…

Miramos otra vez los barcos. Otra vuelta a los puestos de marisco, y nos vamos. En otra esquina me asalta su recuerdo de nuevo. Parece que la veo. Júlia haciéndose fotos conmigo, tras el espectáculo de Rafael Amargo; Júlia yéndome a visitar con sus amigas al Museo de la Ciencia de Terrassa; Júlia cruzándose conmigo en una calle de Pobla; Júlia y yo, encontrándonos sin querer en los puestecillos alternativos del Día de la Tierra en Barcelona; Júlia invitándome a chatear hasta la una de la mañana; Júlia dando vueltas en mi boda con su vestido azul… Júlia, la sonrisa y la mirada tímida, la espontaneidad y la inocencia. Diociocho años que están dormidos y que ahora mecen los irritantes bips de las máquinas…

Júlia, jo ja no puc dir-te res més. Des d’aquí, dient-li adéu al Golden Gate, només puc dir-te una cosa: desperta, bonica, desperta…

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Luces y sombras de San Francisco

Recuerdo la entrada a San Francisco. Estábamos expectantes, deseosos de aparcar durante varios días nuestra vida nómada en la carretera. Pronunciabas “San Francisco” y pensabas, automáticamente, en el cine, en civilización y modernidad, en el pensamiento alternativo y en las calles empinadas. Estaba comenzando la mañana, así que nos permitimos el lujo de gastar un par de horas en el Starbucks, comiendo bagels y bebiendo tchai tea latte hasta que el cuerpo nos dijo basta.

Muchas lecturas me habían acompañado hasta entonces por el camino. Varias revistas Altair y un par de guías de viaje, además de todo panfleto que iba recogiendo en las paradas; pero, sobre todo, el libro Amèrica, Amèrica, de Xavier Moret, periodista y colaborador de El Periódico de Catalunya. Me sorprendió gratamente hallar este título en la estantería de guías de Estados Unidos, pero más aún comprobar que hizo una ruta muy parecida a la que nosotros queríamos hacer, así que desde el principio se convirtió en mi libro de cabecera y, cuando nuestros pies pisaron San Francisco, tenía dos objetivos claros: seguir sus pasos hacia la vieja librería City Lights y hacia el barrio Haight-Ashbury, donde nació el movimiento hippy y la contracultura.

Vamos de excursión a ver la librería de los años 50, santuario bohemio de la generación beat, frecuentada por el Jack Kerouac de On the road (en castellano En el camino y en catalán A la carretera), una novela que relata su continuo viaje cruzando Estados Unidos de costa este a la oeste y viceversa. El viaje por el viaje, la aventura y la libertad del individuo por encima de todas las cosas, aderezado todo con buenas dosis de drogas, jazz, alcohol y mujeres. Me hace gracia el juego cómplice que siempre se crea con la literatura, cómo dentro de un relato cabe otro, y dentro otro, y otro. Como ocurre en El Quijote, o en Las mil y una noches, o en este blog, que habla de Amèrica, Amèrica, que a su vez habla de On the road, y así podría ser hasta el infinito…

En esta visita nostálgica ya no estamos solos. Hemos conseguido engatusar a Roger, un bombero compañero de Marc con el que hemos coincidido temporalmente en San Francisco, y a las amigas con las que viaja: Berta y May. Juntos nos hemos perdido en las tres plantas de estanterías de libros, curioseando entre las secciones de ciencia ficción, misterio o esoterismo, mientras cruje el piso de madera a nuestros pies y los carteles en la pared te dicen que te sientas libre de coger un libro y sentarte un rato a leerlo. Puro espíritu hippy…

Los cinco hemos recorrido el embarcadero, donde nos hemos embobado un rato con el espectáculo espontáneo que nos dan las focas; hemos puesto a prueba los gemelos con las subidas imposibles de San Francisco, hemos bajado, sin proponérnoslo, por la famosa Lombard Street, con sus curvas de vértigo, hemos descubierto la Chinatown más hermosa, con sus farolillos rojos, sus mejores restaurantes y sus calles en lo alto de la colina; a la derecha, una hermosa vista de uno de los puentes de San Francisco; a la izquierda, el famoso tranvía que se acerca rebosado de turistas. Yo ya no le puedo pedir más a este día…

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Esa noche no pude dormir por culpa de los ronquidos de nuestro compañero de habitación. San Francisco no es cara, es carísima, así que volvemos a compartir las cuatro paredes de nuestro cuarto con desconocidos; en este caso, dos australianos. Uno de ellos, Jol, ha salido con nuestro grupo a cenar. A él también le ha despertado la respiración entrecortada y angustiosa de su paisano, así que me observa, curioso, cuando a las cuatro y pico de la mañana ve que me levanto, decidida a despertarlo. “Excuse me…”, le susurro al dormido en el oído. Nada, ni caso. Levanto la voz. “Excuse me!!!!”, pruebo otra vez. Tampoco. Ya me estoy desesperando, así que le cojo el brazo y lo zarandeo. “Soooorrrryyyy, Excuuuuuseee meeee!!!!!!!!”. Nunca había visto a nadie dormir así. Durante los siguientes 45 minutos, la escena se torna grotescamente ridícula; yo estoy empujando al australiano hasta casi tirarlo de la cama, mientras Marc se une a mí saltando sobre la litera, haciendo botar al pobre desdichado, que ronca como un descosido pero duerme como un muerto, y todo bajo la atenta mirada de Jol, que desde la otra litera nos mira calladamente sin querer participar en este escándalo, en este fracaso con mayúsculas que nos hace regresar a nuestras camas, cabizbajos, esperando ya el despuntar del alba. Aún no nos hemos tapado cuando oímos que el maldito gruñe de forma diferente, se da la vuelta y, por fin, se calla. Tras la cortina, veo la amenaza de los primeros rayos de sol; cuando me tocan, siento que me convierto en un vampiro y que muero desintegrada.

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