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La Moldavia rural: Orheiul Vechi

“¡Balti, Balti!”… “¡Floresti, Floresti!”… “¡Saharna!”

Los conductores de los autobuses de la estación Gara de Nord gritan sus destinos. Parecía fácil, pero finalmente, tras dar vueltas como pollo sin cabeza entre las furgonetas durante un par de horas (nos habían dicho que salía a las 9.00, pero no, ahora nos dicen que a las 11.00) nos subimos a un minibus sin aire acondicionado ni ventanas -solo dos pequeños tragaluces en el techo- que nos llevará a Trebujeni (Orheiul Vechi), un delicioso paisaje a orillas del río Raut con una historia milenaria, en el que se pueden ver vestigios de la civilización dacia (3.000 años a.C), los restos de la ciudad Sehr al-Cedid, construida por los mongoles en el siglo XIV;  el complejo de Orhei viejo -construido por los moldavos en el siglo XV- y huellas de las tribus que lo habitaron durante el Paleolítico y el Neolítico en las cuevas de sus montañas.

Me siento al lado de Mihail, un señor que dice ser rumano -en Moldavia son mayoría- y que no para de preguntarme de dónde vengo, si viajo sola, si tengo hotel… Como no habla inglés, intentamos comunicarnos con frases sueltas en francés, gestos y garabatos que me escribe en el cuaderno que le enseño.

Pero la barrera del idioma es grande, y el hombre, desesperado, acaba gritando a todo el autobús: “¡¿Alguien de aquí sabe inglés?! ¡¡Turistas de Europa, están buscando un hotel!!” Yo pego un respingo en mi silla. Si queríamos pasar desapercibidos, esto es lo menos recomendable. Siento que todas las miradas se dirigen a mí, pero nadie se mueve. Nadie sabe inglés, ni una palabra. Mihail se vuelve otra vez hacia mí, y me hace señas para que nos bajemos en su parada.

Cuando el autobús nos deja en una calle polvorienta de Trebujeni, Mihail echa a andar cargado con un macuto de ropa en una mano y una bolsa de verduras en la otra. Pregunta a todas las personas que se cruza en su camino: “¿Pensiune?”. La gente niega con la cabeza. ¿Seráposible que en el lugar más turístico de Moldavia no haya donde dormir?

Marc le enseña una agropensión que sale en google maps. No hace falta que nos acompañe, pero el hombre está como emocionado. Le dice a todos los que se encuentra: “¡turistas de Europa!” Se refiere obviamente a Europa occidental, porque aquí el turismo que más conocen es el de los países vecinos: ucranianos, rumanos y rusos.

Llegamos a la pensión y Mihail se pone a negociar con la propietaria. A nosotros eso nos incomoda, porque no entendemos nada de lo que están diciendo. Finalmente, le digo a la mujer que me escriba en un papel el precio por noche y por persona: “40 euros”. Le decimos que no enseguida. Pagar 80 euros en un país donde el sueldo medio son 170 euros nos parece una estafa. Echamos a andar y Mihail nos sigue. A él también le ha parecido caro. Le habla a la mujer duramente, y solo entendemos: “¡turismo de Europa!”, casi como en un suspiro.

Finalmente nos alojamos en La Nuci, una tranquila agropensión rodeada de vides. Nos descalzamos para entrar en la estancia, nos duchamos y en un abrir y cerrar de ojos nos vemos en la terraza con una copa de vino en la mano. Estamos solos en el alojamiento, y podremos ver cómo se pone el sol en el valle después de haber visitado el monasterio en lo alto de la colina, haciendo de atalaya sobre los campos de girasoles y las cuevas prehistóricas donde ahora se refugian los pastores.

Todo eso lo haremos… Pero no ahora. Miramos a Mihail, que ha decidido acompañarnos en el almuerzo, pero con quien no tenemos conversación. Él lo sabe, y por eso, cada cinco minutos para de masticar y se ríe él solo, diciendo: “Casa Verde… ¡¡80 euros!!”, y mueve la cabeza en señal de desaprobación.

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El cementerio judío más grande de Europa. Una triste historia de Chisinau

No había visto nunca un lugar declarado monumento nacional que estuviera en un estado tan lastimero. Al cementerio de Chisinau, la capital de Moldavia, hemos llegado al final de una calurosa mañana de caminata y fatigas. Situado en las afueras de la ciudad, como no entendemos los autobuses y no tenemos ni guías ni mapas, hemos echado a andar en línea recta, cruzando avenidas, parques y aceras hundidas. Marc ha ido por todo el camino echándome agua por la cabeza, en los brazos y en los muslos para que no me desmayara. Es algo a lo que ya estamos habituados…

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Después de recorrer media docena de kilómetros como quien cruza un desierto, sin viento ni sombra, de pronto nos hemos topado con una cancela con la estrella de David. Hemos llegado.

Unos dicen que el cementerio judío más grande de Europa está en Praga; otros que en Polonia; otros que en Chisinau. Depende de cómo se mire: por el número de tumbas, por superficie ocupada o dependiendo de si aún está en uso o no. Lo cierto es que el de Chisinau es uno de los mayores cementerios judíos de Europa y a la vez uno de los más olvidados.

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Recorrerlo es regresar a la historia más oscura del ser humano. Porque entre sus 23.430 tumbas yacen las víctimas de una de las masacres más famosas acaecidas contra los judíos: el Pogromo de Kishinev -la antigua Chisinau-.

Aquel 8 de abril de 1903, hace ya 114 años, los habitantes de la ciudad se levantaron con los ojos nublados por el odio. Los periódicos antisemitas decían que los judíos habían matado a un cristiano, y que su sangre se había usado en un ritual de índole religiosa. Era mentira, pero nadie se molestó en contrastarlo. Se organizaron bandas de diez a 20 personas y se asaltaron las casas judías: las hordas enfurecidas mataron a 49 personas, hirieron a 592, violaron a las mujeres y destrozaron a los bebés, golpeaban con sus armas mientras los judíos se defendían con las manos o herramientas de jardín. Después de tres días de violencia, 2.000 personas se habían quedado sin hogar.

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Este cementerio parece ser un mudo testigo salvaje de aquellos hechos. Los árboles han crecido escondiendo las tumbas, las raíces cierran las sendas y te hacen tropezar, las flores secas gritan de olvido… Es fácil perderse entre las lápidas de piedra y las rejas oxidadas, porque ya no hay caminos. Vamos visitando las tumbas de una en una, como si fuéramos Hayyim Rahman Bialik, el poeta nacional del pueblo judío, que entrevistó a los supervivientes para documentar sus historias.

A Bialik se le habría roto el corazón si hubiese sabido que ese esfuerzo fue un poco para nada, porque la humanidad no aprende de los errores. Solo unas décadas después de estos hechos, aún quedaba por llegar la II Guerra Mundial. El terror de los judíos no había hecho más que comenzar.

 

 

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Moldavia: el país más pobre de Europa

“¿Por qué habéis venido a Moldavia?”, nos pregunta una familia que nos aloja una noche. Marc y yo nos encogemos de hombros, nos miramos y tardamos unos segundos en contestar. Nos resultó difícil explicar en italiano que nos daba un poco igual el destino. Buscábamos algo económico, interesante y fuera de las rutas turísticas habituales. La manera en que lo elegimos no tuvo mucha ciencia: le preguntamos a Google varias cosas: “¿cuál es el país más pobre de Europa?”, “¿cuál es el país menos visitado de Europa?”. Moldavia siempre salía en esta lista, la mayoría de veces en primer lugar.

Transitar por una ciudad en la que no te cruzas con ningún turista es una experiencia que creías ya olvidada y desterrada de tus deseos, tan resignados como estamos a visitar monumentos esperando con paciencia nuestro turno para hacernos una foto, mirando cómo las parejitas se hace su selfie para demostrarse que son felices. Es cierto: ya no aspiramos a fotografiar un enclave que no esté rodeado y conquistado por masas de gente que siguen, como rebaños, paraguas de colores alzados sobre decenas de cabecitas.

Pero caminar por Chisinau, la capital de Moldavia, es diferente. Sientes que eres el único turista, aunque no sea cierto. Casi que te da cosa sacar la cámara para no estropear uno de los pocos lugares que quedan en Europa libres del turismo de masas. Y así, como quien no quiere la cosa, pasas por delante del Parlamento, de la sede del gobierno de Moldavia, de la estatua de Stefan cel Mare (Esteban III de Moldavia), del Teatro Nacional, de la Ópera, el Arco del Triunfo, de la playa urbana del lago Valea Morilor o por el Theodor Tiron Convent, una de las innumerables iglesias ortodoxas que te encuentras en este país, donde conviven varias lenguas, etnias y religiones.

Moldavia, aunque sea una gran desconocida, permite hacer rutas temáticas: hay quien colecciona monasterios -hay 1.200 iglesias en el país, 81 de las cuales están incluidas en la lista de monumentos protegidos por el Estado-. Otros eligen las rutas vitivinícolas, porque es país de buenos vinos. También pueden perseguirse algunos de sus 10.000 monumentos arqueológicos, o simplemente disfrutar de su gastronomía.

La asignatura pendiente que tiene Moldavia es sacudirse el yugo de Rusia. En 1991 dejó de formar parte de la URSS, junto con otros 14 estados. Pero el brazo de Putin es largo, y a día de hoy, Moldavia no se siente del todo libre. Hace malabarismos para acercarse a Europa sin que Rusia le suelte la mano. Su economía está basada en la agricultura, y Rusia es su principal importador. Así que… ¿cómo desairarlo? En 2005 hubo negociaciones intensas entre Moldavia y la UE, y a Rusia, como si fuera un amante despechado, eso le pareció muy mal: prohibió la importación del vino moldavo.

La vida cotidiana de Moldavia se encuentra en los mercados. Uno de ellos está junto a la estación de autobuses de Chisinau. Hasta allí fuimos para curiosear entre percheros de camisetas de saldo, comida, juguetes y otras curiosidades. Marc y yo nos separamos. Él se quedó viendo objetos de metal en la zona de los ferreteros, mientras yo buscaba un sombrero para sobrevivir al que dicen que está siendo el verano más caluroso de la historia de Moldavia.

Aquel mercado era como un zoco pero en suelo europeo: callejuelas por las que mi mochila quedaba atascada; sombrajos entre puesto y puesto que no dejaban ver ningún edificio para orientarte, olor a fruta, calor, cansancio. El tiempo pasaba y a mí todos los puestos me parecían ya iguales. Me empecé a poner nerviosa. Cuando pasé por quinta vez al lado de la babushka que vendía moras y frambuesas en la esquina, supe que me había perdido. No lo supe por mí, sino que lo vi en su cara: me miraba con una media sonrisa, entre compasiva y maternal.

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El Arna, el vapor que hundieron las sirenas

Ya casi nadie cree en las sirenas. Pero al menos mi sobrina Alba, sí. Hace unos días, espoleada su imaginación por el nombre de la playa a la que íbamos cada día a bañarnos y a ver pececillos, oí que preguntaba a la hora de la siesta: “tito Marc, ¿dónde están las sirenas?”. Su tío, racional como él solo, le dice que no se puede, que como mucho se pueden ver las muñecas como la que tiene en la mano -una barbie con cola de sirena-, o las de dibujos animados. Alba pone cara de cansancio, como si la estuviéramos tomando por tonta o nos hubiera explicado lo mismo cien veces, y le suelta: “que no, tito… Esas no… ¡¡Yo digo las de verdad!!”

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Los últimos que creyeron en estos seres fantásticos fueron los marineros que surcaban el mar del Cabo de Gata, concretamente a la altura del Arrecife de las Sirenas, puesto que creían escuchar sus cánticos, aunque en realidad eran los sonidos emitidos por las focas monje que habitaban en estas costas como uno de los últimos reductos de la Península Ibérica, hasta que finalmente la mano del hombre las hizo desaparecer totalmente en los años 60.

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Sean las sirenas, las corrientes atlánticas, la costa agreste o los vientos, lo que sí es cierto y que muchos no saben es que una grandísima cantidad de barcos se hundían en esta zona de España. Este Arrecife de las Sirenas, y sobre todo la Laja, el peñón que sobresale enfrente del Faro de las Sirenas como un colmillo negro lleno de espuma y de rabia, es el responsable del hundimiento del Arna, entre otros.

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Eran las cinco y media de la tarde del 16 de febrero de 1928 -curiosamente solo unos meses antes del crimen del Cortijo del Fraile– cuando el vapor checo chocó contra la Laja. Iba de Argelia hacia el Reino Unido, cargado de hierro en sus bodegas y con sus 33 tripulantes. A esa hora, toda la tripulación se encontraba en sus camarotes. De pronto, la colisión se produce y las escenas de pánico se multiplican, sobre todo tras la evaluación de los daños. La bodega 2 se inunda. El barco estaba perdido.

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El Arna, llamado así por Arnoštka Zdenkovič, la hija del armador, fue hundiéndose poco a poco, hora tras hora, en una muerte lenta e inexorable en este litoral de las sirenas. Finalmente se rindió, bajó 40 metros al fondo del mar y quedó escorado a babor.

El Vapor”, como lo llaman los lugareños, es ya un barco fantasma que descansa desde hace casi 90 años a una milla del faro. Dicen que tardó varios días en dejar de verse sobre las aguas. Las sirenas, las que imagina Alba, lo hundieron esta vez con un abrazo largo y prolongado. Los marineros no las vieron; cuando huyeron en los botes ninguno de ellos volvió ya la vista atrás.

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El crimen de sangre del Cortijo del Fraile. Historias de Cabo de Gata

Los cuatro disparos sonaron como cañonazos en aquel cruce de caminos de polvo y nada. Nada fue, tampoco, lo que pudo amortiguar el estruendo en aquella tierra yerma que acogió la sangre caliente de Francisco Montes. A su lado, Paquita ‘la coja’ miraba con estupor su herida, la sangre que se mezclaba con sangre. Al amor de su vida lo vio morir. Allí, con la mueca de dolor congelada en los labios, mientras ella le gritaba primero y le susurraba después, presa de los nervios.

Años después, una cruz solitaria sería la única huella del suceso, la prueba palpable de aquel crimen cometido a la vera del Cortijo del Fraile, en las inmediaciones de Los Alcornocales y Rodalquilar. En este lugar, hoy día declarado Bien de Interés Cultural, había crecido Paquita enamorándose de su primo cada día. Loca de amor, como si fuera un personaje de Gabriel García Márquez; con la inocencia de quien no ha conocido otra cosa y la pasión y el orgullo propios de las almas del desierto.

Paquita era la hija pequeña del encargado del cortijo. Cuando sus padres decidieron casarla con un hermano de su cuñado, los jóvenes decidieron huir a lomos de una mula. Se ha dicho que Paquita convenció a su primo para que se la llevara. También que el joven Francisco Montes la vino a buscar a sólo unas horas de la boda. “Vengo a por Paquita”. Y que Paquita fue feliz, aunque aquella felicidad duró solo hasta el cruce de caminos. El hermano del novio, sintiendo que tenía que vengar la deshonra de su familia, los alcanzó en ese punto maldito y mató a tiros a Francisco, mientras que a ella la dejaron malherida.

Carmen de Burgos Colombine, escritora y periodista nacida en Rodalquilar, escribió, basándose en esta historia, su Puñal de claveles. La prensa de la época se hizo eco del asesinato. Los titulares decían: “crimen misterioso”, “los asaltó un enmascarado”, “las veleidades de una mujer causan la muerte de un hombre”… Cosas de la época. Y del periodismo amarillo. Uno de esos diarios llegó a manos de Federico García Lorca, al que imagino leyendo la noticia y moviendo la cabeza entusiasmado, exclamando: «¡un drama así es difícil de inventar!»… Por eso, años después, estrenó Bodas de sangre basándose en la historia del crimen de Níjar.

Te estremeces cuando la joven novia clama en la obra:

Yo no quería, ¡óyelo bien!; yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabeza de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubieran agarrado de los cabellos”.

“Me arrastró como un golpe de mar”… Como a la verdadera Paquita la coja, que tras los sucesos acaecidos aquel fatídico 22 de julio de 1928 ya no pudo volver al cortijo. Se vistió de negro y así estuvo 68 años, hasta que se fue del mundo ya casi nonagenaria. La recuerdan infeliz y espartana, lo más parecida a una mártir. Un personaje lorquiano. Como el asesino de Francisco Montes, que pasó varios años en la cárcel, quejándose porque Lorca nunca vino a consultarle.

Todos estos personajes, los reales y los ficticios, pululan todavía como almas en pena alrededor del Cortijo del Fraile, hoy día en ruinas. Para llegar a él hay que pasar por un camino de guijarros, con cactus a ambos lados de la pista, y las montañas negras peladas a lo lejos. El paisaje es hermoso. Cuando la polvareda se disipa, el cortijo aparece al final de la línea, irreal y fantasmagórico.

Solo es una sombra de lo que fue, cuando era un cortijo de cortijos de 700 hectáreas, pero el lugar desprende una inquietante energía. Sobrecoge el silencio solemne que lo envuelve, el tiempo detenido y su torpe vallado con carteles amenazantes escritos con faltas de ortografía. Su decadencia es patética y sublime; un decorado de Hollywood donde en cualquier momento parece que sonarán los cuatro tiros al viento, secos y afilados como hojas de puñal.

 

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Terremoto de conciencias. Recordando el terror

Foto: EFE

Foto: EFE

 

Se acaban de cumplir 80 años del golpe de Estado que triunfó parcialmente en España y que vino seguido de la guerra civil. En algunos municipios se celebran conferencias y exposiciones temáticas, en otros me temo que pasará desapercibido.

He tenido tiempo de pensar estos días en ello, mientras repasábamos las noticias de actualidad y comprobábamos cómo el terror siempre vuelve -el atentado de Niza, los atentados y fallido golpe de Estado en Turquía-, y ya no sabemos ni cómo actuar. Poner una bandera francesa en el Facebook me parece insuficiente. Y está bien que los políticos condenen la barbarie, pero… ¿no habrá que hacer algo más?

Hay que compartir información. Y a veces no será políticamente correcta. Podemos empezar por preguntarnos qué hay detrás del presunto golpe de Estado turco. Por qué hay tantos jueces detenidos. Por qué hay gente que condena muy fácilmente ese suceso y no lo que pasó en España.

Foto: RTVE

Foto: RTVE

 

Nos está ganando la partida el terror. A mí también.

En el aeropuerto de Estambul, cuando veníamos hacia Japón, hubo un suceso que me hizo darme cuenta de que los terroristas ya habían logrado sembrar el miedo, la desconfianza, el radicalismo… Estábamos sentados esperando embarcar, cuando de repente un hombre con la cara descompuesta se puso a gritar en medio de la sala:

Whose bag is this? Whose bag is this? WHOSE bag is this!!??– El último grito sonó a súplica. Hacía un par de días que ese mismo aeropuerto había sufrido un atentado por parte de los radicales islamistas.

En efecto, había una mochila abandonada en medio del aeropuerto. Nadie respondió a su pregunta, y se hizo un silencio de hielo, seguido por una estampida de personas que se alejaron discretamente del lugar.

Foto: CNN

Foto: CNN

 

Estoy releyendo a Amin Maalouf y sus Identidades asesinas, porque me parece que viene muy a cuento para entender qué está pasando en estos tiempos convulsos. Hay una frase que me parece interesante para reflexionar:

Suele concederse demasiado valor a la influencia de las religiones sobre los pueblos y su historia, y demasiado poco a la influencia de los pueblos y su historia sobre las religiones”.

Desde luego, no está justificando la barbarie que se pueda hacer en nombre de Alá; lo que nos está diciendo es que pensemos qué hay detrás del fanatismo. A veces hay guerras injustas, apropiación de los recursos naturales del territorio, venta de armas, muerte de civiles… Por eso, combatamos el fanatismo religioso, sí, y dejemos de justificar más guerras; concedámosle más recursos económicos a la educación y, en general, no dejemos que haya gente que no tenga nada que perder. Porque esos son los más peligrosos.

El servicio de Shinkansen fue temporalmente suspendido por el terremoto en Tokio.

El servicio de Shinkansen fue temporalmente suspendido por el terremoto en Tokio.

 

Estos días en Tokio también hemos experimentado un terremoto. Ha sido leve y ha durado unos segundos, un temblor que he sentido en las plantas de los pies, mientras nuestro pequeño bungalow prefabricado se movía. Le dije a Marc:

-¡Es un terremoto!

-No es un terremoto, será un tren.

Yo sabía que era un terremoto, porque el latigazo me venía de abajo, del mismo infierno…

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Entre manga y anime: ¿Quién se acuerda de Candy Candy?

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Debía ser yo muy pequeña cuando me sentaba los domingos por la tarde delante del televisor a esperar ansiosa el capítulo del día de la dulce Candy Candy. Este manga me tuvo en vilo durante mucho tiempo, a pesar de la dificultad de seguir la serie: además de la famosa frase de mi madre: “Estos dibujitos son para mayores”, se añadía el hecho de que si no estoy equivocada no se tradujo completamente al español, con lo que me figuro que un buen día se acabaría la serie dejándome totalmente noqueada por desconocer el desenlace de tamaña historia.

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Me ha venido a la mente la imagen de esta especie de Cenicienta japonesa mientras paseábamos por Akihabara, de regreso a Tokio. Es el barrio en el que se concentran más frikies por metro cuadrado de todo Japón.

En la Electric Town de Tokio vale la pena dar un paseo en domingo, cuando las autoridades cierran el tráfico a los coches de las principales avenidas y Akihabara se convierte en una impresionante calle peatonal asaltada por turistas, japoneses en busca de sus personajes favoritos de videojuegos convertidos en figuritas, fetichistas que curiosean en las sex shops y locos del anime y el manga, que tienen un arduo trabajo para recorrer todas y cada una de las plantas de los altos edificios dedicados a este tema: juegos, máscaras, disfraces y verdaderas esculturas en miniatura que fácilmente pueden costar mil euros.

Foto: wikipedia

Japón es el universo de lo raro, lo peculiar, lo extravagante… Bien puedes darte un paseo por Shibuya, donde está el famoso cruce Scramble Kousaten, el más abarrotado del mundo en el que pueden cruzar mil personas con cada cambio de semáforo, o bien ir a Harajuku, el barrio de las tribus urbanas, en el que te cruzas con muchachitas vestidas de personajes de anime, disfrazadas de princesitas rosas,  de doncellas, ataviadas como lolitas, góticas, visual kei, cosplay… los estilos son interminables.

Hemos visto todo tipo de Pokemons, Son Gokus, Totoros, Shin-Chans… pero ya no queda nada de Candy. Supongo que se ve muy vintage, cuando ahora la moda son experiencias más fuertes… Pero la verdad, tampoco era fácil para un niño aquella serie de la joven huérfana a la que maltratan, que sufre la pérdida del amor de su vida, que vive las penurias como enfermera durante la Primera Guerra Mundial…

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No entendí hasta mucho más tarde por qué a mi madre no le gustaba, si me lo pasaba tan bien llorando con Candy en su universo rosa lleno de azúcar y sinsabor a partes iguales. Hasta aprendíamos japonés: “SUTAIRU nanté… ki ni shinai wa”

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La vida loca en Osaka

noche-osakaLa vida nocturna en las grandes ciudades de Japón no es tranquila. Por la noche las avenidas se encienden y se convierten en un universo de luces de neón, pantallas de led y carteles luminosos. El japonés silencioso y sofisticado se transforma, se desinhibe y sale a beber con los amigos, a veces hasta el punto de perder el sentido del tiempo -él, que por la mañana ha sido tan meticuloso e impecable en su trabajo- y entonces descubre que ha perdido el último tren y deberá dormir en una cápsula.

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A la salida de los grandes edificios de oficinas, por la tarde, se concentran decenas de ejecutivos vestidos iguales: pantalón de traje negro, camisa blanca y paraguas transparente. Un ejército de clones que espera pacientemente a que el semáforo cambie a verde, y que en cuanto caen las primeras gotas abren sus paraguas y se reparten entre las distintas bocas de metro.

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Los que no tienen que llegar aún a casa se van a las izakayas o tabernas. Nuestra primera noche en Osaka no podía pasar sin probar unas tapas japonesas, así que dimos unas cuantas vueltas y nos metimos en la más cutre que vimos.

Son pequeñas, atendidas por un solo camarero; unos taburetes en la barra y una carta que normalmente no está traducida al inglés. Éramos los únicos extranjeros en aquel tugurio peculiar. Al entrar saludamos, parecían sorprendidos.

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El camarero nos alcanzó una carta en la que sólo entendíamos los precios, porque eran lo único legible. Como había algunas fotografías señalamos una tapa de setas con mantequilla y otra de sashimi de aguacate. Nuestro hombre asintió con la cabeza y continuó con el pedido de los comensales de al lado. Habían pedido yakitori, unas brochetas de pollo. El camarero les daba la vuelta sobre la parrilla parsimoniosamente, en ángulos de 15 grados, y mirándolas fijamente durante minutos.

Esto ha sido una de las cosas que más nos han sorprendido de Japón: cómo ponen el corazón y sus cinco sentidos en cada cosa que hacen, aunque sea el trabajo más nimio. Lo hacen como si fuera el hecho más importante del mundo y de eso dependiera la salvación de la humanidad. Da igual que sea una brocheta o se esté moviendo una banderita roja en medio de la carretera para dirigir el tráfico. Nunca parece que lo hagan de mala gana. Nunca parecen cansados, o fastidiados, o aburridos. Y siempre tienen una inclinación de cabeza para el ciclista o el peatón.

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Salimos de la izakaya y aún tenemos tiempo de curiosear otras vidas a través de los cristales. En otro bar, el ambiente es de algarabía: un grupo de amigos ríe escandalosamente; brindan y cuentan cosas graciosas. Sus risas nos acompañan muchos metros hasta que llegamos al cruce. Un taxi se para en el paso de peatones. Dos japoneses bien vestidos se bajan haciendo eses mientras el taxista se afana por sacar su bici del maletero. A nuestra izquierda, una pareja de novios bromea y tontea, y él acaba subiéndola a caballito porque ella ya no puede dar un paso.

Nos vamos alejando de la zona de marcha. Ahora estamos en una calle tranquila, con muchas mujeres elegantes que nos miran descaradamente. Tardamos en darnos cuenta de que son prostitutas, porque visten con elegancia, aunque sus zapatos de tacón son exageradamente altos. Una de ellas susurra: “¡Hello, papi!” a un hombre que pasa a nuestro lado. A nosotros no nos dicen nada, sólo nos miran con curiosidad.

Las prostitutas japonesas son bellas. Si vas al barrio rojo de Tobita te las encuentras sentadas tras los escaparates, sentadas en sus rodillas sobre un cojín. Tiernas y delicadas, iluminadas por una luz sugerente y a veces acompañadas por flores o peluches. Pálidas y perfectas tratando de seducir.

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Japón fuera de ruta: en bici por las islas de la Shimanami-Kaido

onomichi-mapaSienta bien, cuando estás en el ecuador de tu viaje, escaparte de las rutas marcadas y hacer algo diferente. Algo como coger una bici y pedalear durante horas, sintiendo la libertad y el paisaje; mirando más despacio, deteniéndote. Contemplando con otros ojos, porque mirar con ojos de ciclista implica sentirte más pequeño y vulnerable, y apreciar las pequeñas cosas que normalmente tenemos al alcance de nuestra mano: una botella de agua, un poco de comida, un gorro que te tape el sol…

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La ruta completa, para los campeones, son 70 kilómetros. Nosotros hemos hecho justo la mitad y hemos recorrido tres islas, pero con más tiempo o mejor formación física -que no la mía de miseria- se atraviesan seis islas y un total de siete puentes, cada uno diferente del anterior, con vistas espectaculares del Mar Interior japonés. Hay gente que se lo toma con calma y pernocta a medio camino, monta su tienda de campaña y la planta en un camping designado para ciclistas, ¿no suena maravilloso?

onomichi3Pero aún hay más. Esta ruta se diseñó pensando en quienes quisieran recorrerla en bicicleta, así que el camino es una delicia, sólo hay que seguir, como en El Mago de Oz, el camino de baldosas amarillas, que en este caso es una línea azul que zigzaguea, a veces tuerce a la izquierda o la derecha y casi siempre se pierde en el horizonte.

En Onomichi, el punto de salida, hay incluso un hotel para ciclistas, en el que dicen que se puede meter la bici en la habitación. Hay aseos para los viajeros sobre ruedas -marcados con el símbolo de la bici- y un ferry, por ejemplo a mitad de camino, en el que te llevan a ti y a tu vehículo a la mainland.

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Hemos comentado que esta ruta nos parecía una señal de lo avanzada que está una sociedad. La prodigiosa ingeniería de los puentes, pero también el cuidado al ciclista; el carril bici que discurre separado de la autopista, recorriendo pueblos pesqueros, campos de cítricos, barrios residenciales, huertas, escuelas, templos…

La subida a los puentes es muy fatigosa, no en vanos estos prodigios humanos se encuentran a casi cien metros de altura. Pero cuando lo consigues sientes cierta euforia íntima, una descarga de adrenalina que te da ánimos para seguir a buscar el siguiente puente, y así seguirías hasta Imabari, a la que llegarías tras haber atravesado el Kurushima Kaikyo, uno de los puentes en suspensión más largos del mundo.

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En estas islas están acostumbrados a los ciclistas y te saludan amablemente al pasar. Una inclinación de cabeza y a veces una leve sonrisa. Sólo los niños se sorprenden. Por eso me divierto cuando paso junto a ellos y les suelto “¡konnichiwa!”.

Pasamos rápido con las bicis, pero aún alcanzo a ver cómo se nos quedan mirando y se ríen, tapándose sus boquitas con las manos y balanceando sus piernas mientras esperan el bus.

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Hiroshima o el recuerdo de la estupidez humana

hiroshima3Eran las 8.15 de la mañana cuando estalló la bomba atómica en Hiroshima. Los relojes quedaron congelados en la hora fatídica, así como cientos de miles de vidas humanas: niños que iban a la escuela y que después, en medio de su agonía, se preocupaban de que les hubieran puesto falta en el colegio; jóvenes que se dirigían a su puesto de trabajo; amas de casa que cayeron desmayadas en el suelo de la cocina; oficinistas que quedaron calcinados sentados ante la mesa de su oficina -así encontró una mujer a su marido, una estatua cenicienta y silenciosa-; niños que montaban en su triciclo por el jardín y el padre, sin saber qué hacer con el niño muerto, lo enterró en el jardín con triciclo y todo; bebés que murieron en los brazos de sus madres…

No haría falta visitar el Hiroshima Memorial Museum para tener claro que el lanzamiento de la bomba atómica fue una estupidez. O un acto criminal, según denuncian algunos. O una cobardía, porque parece ser que la decisión que tomó Estados Unidos se debió al miedo de que entrara en juego la URSS.

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No es que Japón no hubiera cometido atrocidades -dicen que maltrató cruelmente a los prisioneros americanos-, pero hay expertos internacionales que claman que la detonación de las bombas de Hiroshima y Nagasaki no habría sido necesario, porque Japón iba a rendirse de todas maneras.

Los humanos somos una raza estúpida que vive de puro milagro. Miramos a corto plazo, buscamos el éxito o la derrota del adversario, nos gusta sentirnos superiores. Es verdad que hay sociedades que tienen más sentimiento de grupo, más disciplina y visión de futuro. Incluso cierta preocupación por aspectos que a la mayoría de la gente le parecen tan vanos como el legado que dejamos una vez que hemos vivido nuestra vida y nos morimos.

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En las catástrofes provocadas por la mano del hombre siempre se ven lo mejor y lo peor de las personas. Los que no han medido las consecuencias o han pensado que es un mal menor -como dijo el presidente Truman tras la detonación de la bomba atómica, que era la manera de acortar la guerra y evitar la muerte de miles de soldados estadounidenses- y los que arriesgan su vida por los demás, los que colaboran en la reconstrucción, los que han ayudado a algún herido o a devolver a las familias sus muertos.

Definitivamente, no hay que ir al Museo de Hiroshima para saber que fue un periodo horrible de nuestra historia. Yo no estaba segura de ir, porque cuando estás de vacaciones te apetece divertirte, no escuchar las calamidades de las víctimas ni la pena crónica de los supervivientes. Pero como dije en el post sobre la historia de Berik, a veces hay que hacer un esfuerzo para no mirar hacia otro lado. La única esperanza que queda es que sea la opinión pública la que frene a los gobiernos.

Me quedo con esta frase de Noam Chomsky:

“Si algunas especies extraterrestres fueran recopilando la historia del homo sapiens, ellos podrían dividir el calendario: AAN (antes de las armas nucleares) y EAN (la era de las armas nucleares). Esta última era, por supuesto, se abrió el 6 de agosto de 1945, el primer día de la cuenta regresiva para lo que puede ser el final poco glorioso de esta extraña especie, que alcanzó la inteligencia suficiente para descubrir los medios eficaces para destruirse a sí misma”.

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