Bzzz…Bzzz… El teléfono móvil nos avisa de que tenemos un e-mail. Lo estábamos esperando. Es Claudio, el administrador de la Kasa del Río, nuestro hogar mientras estuvimos en San Pedro de Atacama. Como la policía de la aduana no nos deja sacar el coche de Chile, no podemos regresar a Santiago por Argentina, que era lo que pretendíamos. Pero Claudio prometió enviarnos las indicaciones para que no tuviéramos que repetir la misma ruta a la inversa. Nos dijo que conocía un lugar por el que ni los chilenos pasan: “Si quieren hacer una ruta diferente, vayan al sur por la pequeña carretera de Diego de Almagro. Por allí pasó el descubridor de Chile, y hoy día, 500 años después, la zona sigue estando muy poco intervenida. Les esperan seis horas de viaje. No hay poblamiento alguno en 300 kilómetros”. Y aquí estamos.
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Inca de Oro no sale ni en los mapas. Se respira decadencia. El 70 por ciento de las casas parecen abandonadas. Los perros se revuelcan en la arena de las calles o buscan un rincón y se amodorran, hasta que llegue algún extraño al que ladrar. En otro tiempo fue un pueblo rico gracias a las minas de la zona, que sacaban de las entrañas de la tierra oro, plata, cobre, molibdeno. Tanto oro había, que los primeros pobladores decidieron que el preciado metal debía salir en el nombre del topónimo.
Ahora ya no hay mineros. El pueblo -600 habitantes- se divide en dos sectores: los que viven del tráfico que trae la carretera y los que no. Aunque llevan una vida sobria y sencilla, no les faltan servicios: dos restaurantes, un kiosko de bocadillos y bebidas, un pequeño minimarket, un museo, una escuela, los carabineros, el cuerpo de bombero -así, en singular-, la guardería, el hombre que vende minerales, el hombre que recarga baterías.
Cuando cae el sol, lo niños pasean en bicicleta y los hombres se sientan al fresco con una cerveza en la mano. De vez en cuando, grupos de moteros se paran delante del kiosko para pedir un completo. Sólo de vez en cuando, alguien de paso. Turistas, casi nunca. Claudio suele venir por aquí a buscar minerales, por eso aquí se le conoce como “el señor de las piedras”.
Paseando por el pueblo -que consta de unas pocas calles-, se ven las típicas casas de la época gloriosa de la minería, que tienen más de cien años y se caen a pedazos. Son del tiempo en que todo se pagaba con una pepita de oro. De eso se acuerda bien Alejandro, el representante del alcalde en el pueblo, que además es superintendente del cuerpo de bomberos. Hijo de minero, dice sentirse orgulloso de sus raíces. “Éramos pobres, pero no nos faltaba de nada”, recuerda. Se ofrece a llevarnos a las minas abandonadas. Nos presenta a la secretaria del Ayuntamiento. Nos da las gracias por escuchar su historia, porque ahora que lo piensa, nunca la contó.
Damos una última vuelta antes de meternos en la cama y así conocemos la plaza. Por las voces creemos que hay una multitud, pero sólo son predicadores. ¿Testigos de Jehová? No lo sabemos. Pero gritan que hay que seguir a Jesucristo, que lo cura todo. “¡El señor es el mejor médico! ¡Hasta el cáncer cura! ¡Alabemos a Dios!» Hay cuatro predicadores subidos a un atril que se turnan para elaborar el sermón, pero sólo dos mujeres como público, que repiten las letanías moviendo levemente los labios. Nos vamos a la cabaña, a dormir junto a los trabajadores que han hecho una parada en el camino, y no nos olvidamos de las palabras de Alejandro:
-Mañana visiten las minas. Quizá puedan hablar con algún minero.
-Quizá. Veremos…