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Nazca desde el aire

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Tras los colores y sabores múltiples de Cuzco, regresamos a Lima. Pasamos un día paseando por el mercado indígena, salimos de copas por el barrio de Barranco, y finalmente llegó el momento de partir a Nazca. Estábamos tan sólo a unas horas de viaje por carretera, así que dejamos un momento que nuestros anfitriones peruanos nos advirtieran de la corrupción que campa por sus anchas en el cuerpo de policía, de la gran cantidad de accidentes de avioneta que se producen al año, del estresante tráfico para salir de la ciudad, etc. En realidad les hacía mucha ilusión que saliéramos a explorar y conociéramos las famosas líneas de Nazca, pero también era divertido exagerar. Charo nos abrazó y nos despedimos por otro par de días.

Recuerdo que alquilar el coche no fue fácil, pero al final, cuatro pasajeros se acomodaban en sus asientos mientras hacia delante se extendía la Panamericana Sur, otra de esas carreteras míticas junto con la Mother Road de América o la Transiberiana. La Panamericana mide aproximadamente 25.800 kilómetros de largo, vincula a casi todos los países del continente americano y en su trazado sur acerca la región de Lima hasta la frontera con Chile. En lo que a nosotros respecta, teníamos que pasar por Cañete, Chincha, Ica y Nasca.

No habíamos hecho más que comenzar el viaje, cuando la policía nos para en medio de la autopista. Recordamos lo que nos habían dicho en Lima: “no hagáis tonterías con el coche”, “no llaméis la atención”, “os pedirán dinero”… No sabíamos qué habíamos hecho, pero poco importaba. El agente venía hacia nosotros arrastrando sus pies pesadamente por el asfalto, y de mala gana nos pide los papeles. Le enseñamos el contrato, el permiso de conducir, el seguro, los pasaportes. El tío venga a mirarnos las caras, incluso a Annette y a mí, que conteníamos la respiración con cara de no haber roto un plato. Nos pidió que abriéramos el maletero, nos abrió las bolsas, nos miró la guantera, buscó en el asiento de atrás… Y finalmente nos dejó marchar. Quizás buscaba a otra gente, quizás sólo nos hacía perder tiempo esperando una propina…

La Panamericana es una carretera en buen estado, toda asfaltada y sin tráfico excesivo. Es una ruta desértica que sin embargo está bien surtida de señales, restaurantes y gasolineras. Ahora es inevitable compararla con la carretera 66, en la que sí hay que planificar un poco las paradas para repostar. Comimos en Cañete y dormimos en Wasipunko, un hostal ecológico que nos resultó encantador: una ranchería de los años 50 reconvertida en albergue rural, comprometida con el medio ambiente y la gastronomía local; una huerta de la que coger los alimentos para la cena y una granja para deleite de los niños. Sin embargo, lo mejor, el silencio.

Al día siguiente, en el aeropuerto, la emoción te embarga cuando divisas la minúscula avioneta que te llevará por los aires. Una vez encendido el motor, la comunicación es imposible, y los cuatro nos hacemos gestos, señalamos la ventanilla y nos reímos hasta que, tras el despegue, un par de movimientos rápidos hacen que desista de mirar a mis compañeros continuamente: comienzo a marearme, y mucho. Veo las bolsas de cartón delante de mi asiento, y ahora entiendo su importancia. Trato de concentrarme en el paisaje: Nazca chiquitita tras la ventana de juguete. No se pueden hacer fotos, la avioneta se mueve bastante y el vidrio quita toda la gracia, así que hago un esfuerzo para retenerlo todo en la retina. El piloto se da la vuelta y nos dice que ahora veremos la primera figura: la ballena. ¡Increíble! Cuántas preguntas… ¿Por qué, cómo, quién?

A partir de aquí, la avioneta hace giros imposibles para acercarse a las gigantescas líneas, que desde el aire se ven perfectas: unos trapecios, un hombre-astronauta, un mono, un cóndor, una araña, un colibrí, unas manos… Unas se ven mejor que otras, y en algunas ocasiones tienes que estar muy atento, porque es fácil perdérselas. Al fin y al cabo el vuelo dura poco más de media hora, pasamos muy rápido y cuando te quieres dar cuenta, ya estás sobrevolando la siguiente, y la otra y la otra… Puede que te preguntes quiénes fueron estos artistas que crearon estos dibujos en el desierto de la pampa, unas señales de carácter astrológico o místico que quizás sólo podían ser para disfrute de los dioses.

Un golpe seco en la pista de aterrizaje te sacará de tus pensamientos, y entonces te darás cuenta de que el viaje te ha sabido a poco, que la visita es sólo el comienzo, el inicio de una búsqueda, y que ahora eres sólo un turista atrapado entre misterios.

Nazca

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On the road

Saliendo de Albuquerque, en seguida el paisaje se abre ante nosotros. Circulamos junto a pocos coches, y la antigua carretera 66 -aquí machacada por la freeway– se extiende delante, interminable.

Al final Albuquerque no nos ha parecido tan mal; el día extra que hemos pasado aquí nos ha permitido buscar los restaurantes que nos recomendado el revisor del tren, un mexicano simpático y espontáneo que sin embargo se expresa mejor en inglés que en español. Cosas del emigrante.

El revisor tiene a su madre cerca de Ciudad Juárez. Estuvo un rato sentado junto a nosotros en el Lounge-Wagon, preguntándonos si cruzaríamos la frontera con México y contándonos historias del cártel de la droga, anécdotas que nos parecieron escalofriantes.

Vamos haciendo recuento del viaje mientras pasamos por Laguna Pueblo y, un poco después, por un poblado muy primitivo, sin nombre aparente. Aquí nos paramos, junto a las vías del tren, para hacer una foto a la enorme mole de contenedores andante que nos ha ido acompañando por el camino, enroscándose al bordear las montañas cual serpiente gigante del desierto. Cuando se va acercando a nuestra posición, el tren emite un agudo pitido y, al alcanzarnos, el maquinista saca su brazo por la minúscula ventanilla y nos saluda. Esto es un pasatiempo normal aquí. La gente acude a las estaciones a ver pasar el tren. Las madres llevan a sus niños; los jubilados dirigen sus paseos matinales hacia las paradas; los jóvenes se besan mientras esperan. Y, cuando el tren llega, todos dicen adiós a los viajeros, aunque no los conozcan. Saludan y sonríen, agitan sus manos y luego se marchan. No hay mucho que hacer en estos pequeños pueblos de Nuevo México.

Seguimos conduciendo y dejamos atrás reses muertas al borde de la carretera y bares abandonados. Ahora, un 66 pintado en el asfalto -la famosa señal de la Mother Road de América- nos indica que nos encontramos en uno de los tramos que ha sobrevivido del trazado original, una carretera que se pavimentó en 1926 -aunque existía desde mucho antes- y que discurría desde Chicago a Los Ángeles. Casi 4.000 kilómetros que recorren los estados de Illinois, Missouri, Kansas, Oklahoma, Texas, Nuevo México, Arizona y California. Estamos haciendo el mismo recorrido que hicieron las familias campesinas en la década de los años 30, cuando iniciaron el éxodo hasta la tierra prometida de California, buscando el futuro que en el este se les negaba.

En Budville, la vieja carretera pasa en medio de un cementerio de coches decrépitos, escampados a derecha e izquierda sin orden ni concierto, como si hubieran sido espolvoreados desde las alturas. Más adelante recorremos un curioso paisaje formado por rocas negras de lava que los exploradores españoles bautizaron en su día como Malpaís. Comemos en Nana’s, una de las viejas glorias de la ruta 66, y dejamos atrás Grants y Gallup.

A estas alturas del viaje ya nos hemos dado cuenta de que el aire acondicionado no va bien, así que bajamos las ventanillas y nos imaginamos que vamos en un mustang descapotable. Así recorremos la ruta que va de Gallup a Holbrook, en la que el paisaje ha pasado de las estupendas llanuras de rocas rojas a las largas planicies salpicadas a veces por solitarios molinos de agua.

Al llegar al territorio Navajo, me pongo alerta. Nos hallamos en las proximidades de esta reserva india, uno de los pocos territorios que aún se encuentran bajo la soberanía de una de las tribus nativas de Norteamérica, junto con los hopi, los apache, los havasupai o los zuni. Hoy vamos a dormir en Flagstaff, así que vamos por la carretera tranquilamente, recreándonos en el paisaje que nos hipnotiza. Seguimos las notas de la flauta de Hamelin, una melodía que aquí suena a música country.

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