Un post que no será políticamente correcto. Eso es lo que intuyo que será mientras tecleo palabras en el ordenador, sin pensarlas demasiado. Dejo lugar a los lapsus, a los errores ortográficos, a meteduras de pata. Pero lo acepto porque no tengo demasiado tiempo; hay muchas cosas que contar y los días pasan como cometas. Aprovecho la siesta de Marc (aquí son cinco horas de diferencia), y me coloco el ordenador en el regazo, en posición de loto, mientras pienso en el tema que me sugiere mi compañero: “podrías hablar de política”. Pies, para qué os quiero. No vengo como corresponsal, y eso determina el modo en el que me acerco a la actualidad argentina. No consulto la versión oficial y sólo tengo la que se respira en la calle. Sesgada y puntual. Pero igualmente resulta interesante.
Pienso que el argentino de clase media, el que tiene un nivel cultural, estudios universitarios, posiblemente un buen empleo, una casa, un coche, unos sueños, ya no está satisfecho con el mandato Cristina. Los K, como les hemos oído llamarlos, han puesto en marcha unas políticas que ellos llaman de izquierdas, porque representan subsidios para los desterrados, los que no tienen nada, los que viven en casas de chapas en las afueras de las ciudades. Obviamente, no todas las medidas están enfocadas a los pobres, pero sí las más escandalosas: asignación familiar por hijo, incluyendo la asignación a mujeres embarazadas desde 12 semanas de gestación. Medidas peligrosas que no sé si solucionan la pobreza; más bien suenan a populismo, al voto cautivo, a programas que ya conocimos en España con el PSOE -¿se acuerdan del cheque bebé?-, y a conceptos como la flamante “renta básica” que propuso Podemos.
Gobernar no es fácil, y hay que pasar examen cada equis años, así que la tentación de medidas efectistas es grande. Cristina ha dejado cosas buenas -más escuelas, programas para la repatriación de científicos -cerebros fugados-, compra de material ferroviario en lo que parecía una apuesta por el tren, abordaje de los abusos de la dictadura o el apoyo a la clase trabajadora. Pero en la otra cara de la moneda se encuentra la mordaza a los medios de comunicación, la manipulación de las cifras económicas y la certeza de que Argentina no se puede sostener comprando trenes a España y Portugal sin haber arreglado las vías, bajando la edad de jubilación para algunos colectivos a los ¡50 años! y fomentando la compra a crédito, desde un billete de avión a una prenda de vestir. Este aparente esfuerzo por erradicar la pobreza, ¿por qué no se ve en los barrios? En el país las infraestructuras se caen a pedazos, por ejemplo en La Boca, pero un paseo por el rico barrio de la Recoleta es un contraste dramático. Los ricos sí necesitan limpieza y orden alrededor. Y las calles no se quedan sin asfaltar.
La política energética, por otra parte, también es significativa, por ser cero. Argentina es ya importadora neta de petróleo, pero sigue manteniendo el precio de la energía llamativamente bajo. En vez de concienciar y fomentar el ahorro, todas las políticas parecen enfocadas a una huida hacia delante, al consumo falsamente mantenido.
Argentina se tambalea. Yo no me imaginaba que tanto. Pero al regresar de Uruguay pasamos por el hostal de los gatos. Allí estaba Elena, despistada como siempre, simpática y entrañable tocándose el flequillo cuando piensa y pegando saltitos cuando despide a alguien. Nos enteramos de que preparaba las cosas para marcharse a Brasil. Un futuro incierto, una huida; un empezar de nuevo para una persona a la que estas cosas no le dan miedo. Pero su marcha me deja triste. Ella es como el capitán de barco que abandona el buque y lo observa zozobrar desde la orilla: una náufraga sin naufragio.