A la vuelta de los valles calchaquíes tuvimos que pasar de nuevo por Salta para dejar el coche. Lo metimos en la cochera de la que lo habíamos sacado, llamamos al encargado de la casa de alquiler y esperamos, pacientes, a que el chico le diera una vuelta y otra, fingiendo que no le impresionaba la capa de barro que lo envolvía. Era como una duna del desierto con ventanas. Nos dieron el peor coche de la flota, pero nosotros nos vengamos y lo pusimos a prueba en las subidas de las quebradas, en las carreteras de ripio, en los riachuelos, en las procesiones del folclore popular, los atascos y las fantasmagóricas ciudades de polvo y sol.
-¿Cómo les fue?-, me dijo, esperando un simple: “Bien, gracias”. Pero yo dije:
-Nos dieron roto el espejo.
Así que los dos hombres se miraron, preocupados, valorando si creer o no nuestra historia. Al final nos dejaron ir con cierto aire compungido.
Para llegar a Salta pudimos admirar desde la carretera la preciosa Quebrada de Cafayate. Otra delicia que te regala el viaje, y que no puedes tener con cualquier otro modo de transporte, ni siquiera el autobús. Como dice Marc, “por estos paisajes hay que pasar conduciendo”.
En Salta se portaron muy bien con nosotros y nos guardaron los maletas mietras hacíamos tiempo para coger el autobús hacia Iguazú. Vagabundeando por la ciudad, después de tomarnos dos zumos de naranja, buscar al anciano que nos había cambiado los dólares -lo designamos cambista oficial- y darnos una caminata hasta el teléferico para quedarnos pensando, mirando arriba bajo el cartel de tarifas, si merecía la pena, nos sentamos en la plaza principal con un jugo de banana. Mirábamos pasar la gente, cómo se lamían los perros sin amo; cómo los limpiabotas pasaban escrutando siempre al suelo. No podías cruzarte una mirada con ellos, porque siempre te estaban mirando los zapatos. La primera vez que estuvimos en Salta y los vi pasar, le dije a Marc: “si pasa uno muy viejo le decimos que sí”. No sé por qué idea estúpida el criterio que seguía en los viajes siempre me conducía a elegir a los viejos para preguntar indicaciones, acceder a cambiarles dinero, darles limosna -ya que a todos los que piden sería imposible- o, simplemente, empezar a conversar.
El oficio de limpiabotas es tan antiguo como el calzado de cuero. Se introdujo en la provincia con la llegada de los inmigrantes italianos. En Salta proliferó en los años 20, y en la actualidad existen unos 80 profesionales. Esta vez se me acercó un muchacho joven moreno con aire desvalido.
-Señorita, ¿le limpio las botitas?- Dudé un momento.
-¿Cuánto?
-Veinte pesos.
No era mucho. Me pareció que algo ayudaba, así que extendí mi pie calzado sobre su tablilla, mientras él se acomodaba en un minúsculo taburetín. Se llamaba Sebastián, trabajaba 14 horas diarias y tenía poco más de 30 años, mujer y tres hijos. Conversamos sobre muchas cosas, especialmente de fútbol. No podía dejarlo allí arrodillado limpiándome los pies sin un tema de conversación; habría sido muy incómodo. Pero era mi primera vez y me vi preguntando, torpemente:
-Maradona, ahora ¿qué hace? ¿Qué es de su vida?
Sebastián hizo un gesto de desinterés y sólo dijo que ahora no tenía problemas con la droga, sólo con su mujer. Y sonrió al añadir: “ahora tiene problemas mucho peores”.
-Póngame aquí el piecito.
Deduje que no le interesaba mucho el tema, así que probé otra vez.
-Pero Messi sí que está bien, ¿eh? Aquí, ¿qué se dice de él?
Este tema sí que le interesó, dijo que Messi era un gran jugador, aunque todo lo había hecho con el Barça. Para la selección argentina, nada de nada.
-Es que lo hemos gastado-, bromeó Marc. La conversación giró en torno al fútbol -”Cristiano Ronaldo es un ser enamorado de sí mismo”, según Sebastián, y luego derivó hacia el tema laboral.
-Allá en España, ¿no hay lustrabotas?
-¿Cómo?
-Si hay lustrabotas como nosotros.
-Ah, limpiabotas, sí. Sí que los hay, pero pocos. Parece que es un oficio que está desapareciendo.
Sebastián levanta un poco la cabeza y dice:
-Aquí ya lo intentaron. Que desapareciéramos. Vino un día la policía y nos querían correr a todos. Pero nosotros no nos fuimos. Nos reunimos en la puerta de la municipalidad y no nos marchábamos. Luchábamos por nuestros derechos. Ponga aquí el otro piecito. Porque si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo va a hacer? Un poco más cerca, el piecito. Un poco más. Ahí. Así que allá estuvimos concentrados todos los limpiabotas de Salta, y como no nos íbamos tuvo que venir el intendente a hablar con nosotros. Ponga el piecito así…
Estábamos absortos mintras nos contaba aquella rebelión de limpiabotas. Pensaba en ello y no tenía ni idea de lo que me estaba haciendo en el zapato. Ya me imaginaba delante del Ayuntamiento un grupo de unas 80 personas, atrincherados al grito de “de Salta no nos moverán”, rodeados por la policía, que no se atrevía a intervenir. Por lo visto se montó un cirio de mil demonios, y los limpiabotas de Salta acabaron haciéndose famosos. La policía finalmente hizo su trabajo repartiendo palos a diestro y siniestro, pero ni así consiguió disolver la manifestación.
-¿Y qué paso?
Sebastián hizo una mueca y movió el hombro como quitándole importancia. Hiciera lo que hiciera, hablara, escuchara o tarareara una canción, el ritmo de su fregar del trapito contra el zapato nunca bajaba. Parecía feliz.
-Eh…nada. Que tuvieron que dejarnos en paz. La gente se puso de parte nuestra y tuvieron que dejarnos seguir.
-¿Ah, sí? ¿Quiénes?
-Todos. La gente de a pie, los de los restaurantes, los del banco. Dijeron que ellos también necesitaban de nosotros. Necesitaban limpiarse las botas.
-Menos mal.
-Sí, porque mirá que yo no sé hacer otra cosa, estoy en esto desde que tenía 11 años, que me trajo mi padre. Siempre he laburado en esta plaza. Alguna vez he hecho de albañil, por temporadas, pero nada más. Y tengo una familia que alimentar.
Sebastián no dejaba de darle con brío a la bota, mira que no estaba tan sucia… Era concienzudo: sabía qué tipo de tejido llevabas, cómo debía limpiarlo y qué productos aplicar. Abría su cajita de madera y sacaba trapos, grasa de caballo, crema estándar, papel de lija para quitar según qué manchitas, abrillantador. Movía los brazos enérgicamente mientras lustraba el calzado balanceando el trapo a derecha e izquierda, sosteniéndolo por los extremos, y de vez en cuando, debía parar para secarse una gota de sudor que le resbalaba hasta las mejillas. Estaba cómodo y hablaba sin parar. Además, nos había preguntado nuestros nombres. Eso para mí constituía otra prueba irrefutable de que no me había pasado haciendo preguntas. Nos dijo que ese trabajo le hacía feliz.
Cuando Sebastián terminó conmigo le preguntó a Marc si quería limpiarse sus zapatos.
-No… Ya las limpio yo. Es que hay que limpiarlas con un producto reparamuebles. Es lo que me dijo la mujer.
Sebastián se quedó mirando las botas con cara de insulto, como diciendo: “¡A mí me van a decir ustedes con qué se tiene que limpiar!”. Pero era un profesional. Se limitó a encogerse de hombros y a decir:
–Vos dirás si querés que el trabajo se lo haga yo. Esto que aquí ve es gamucita. Esto otro es piel. Hay que limpiarlo un poquito con esto -sacó de nuevo el papel de lijar-, y luego se le pone esto -otra crema diferente de la mía-. Ante tal aplomo, Marc se vio desarmado, y accedió. Entonces Sebastián comienza de nuevo el ritutal del piecito por aquí piecito por allá, mientras nos cuenta que es minusválido -nos enseña una cicatriz muy fea que le recorre el brazo, fruto de un accidente que sufrió con 18 años-, y que van a escuchar misa a una iglesia muy chiquita, donde hay un sentido de comunidad muy importante.
-Tenemos suerte -asegura-. Yo es que no le pido nada a Dios, sólo trabajo para sacar adelante a mi familia. Y del gobierno no quiero nada. Tendrían que pagarme una pensión de minusvalía, pero ya ven cómo no tengo problema. Lo hago todo utilizando las dos manos.
Nos muestra una vez más la herida y veo que tiene la mano derecha sin abrir del todo, casi con forma de muñón. Sin embargo, maneja sus herramientas con naturalidad.
-No le pido nada a nadie. Solo trabajar.
Al decir esto da por concluido el trabajo, empieza a recoger las cosas y le pago, con propina incluida por la historia que me ha regalado. Da las gracias rápido, se levanta y se despide de nosotros. No había caminado ni unos metros cuando se detiene, se da la media vuelta y nos dice socarronamente:
-Disfruten de Messi. Ustedes que pueden.