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El motín de los limpiabotas

quebrada cafayate2A la vuelta de los valles calchaquíes tuvimos que pasar de nuevo por Salta para dejar el coche. Lo metimos en la cochera de la que lo habíamos sacado, llamamos al encargado de la casa de alquiler y esperamos, pacientes, a que el chico le diera una vuelta y otra, fingiendo que no le impresionaba la capa de barro que lo envolvía. Era como una duna del desierto con ventanas. Nos dieron el peor coche de la flota, pero nosotros nos vengamos y lo pusimos a prueba en las subidas de las quebradas, en las carreteras de ripio, en los riachuelos, en las procesiones del folclore popular, los atascos y las fantasmagóricas ciudades de polvo y sol.

-¿Cómo les fue?-, me dijo, esperando un simple: “Bien, gracias”. Pero yo dije:

-Nos dieron roto el espejo.

Así que los dos hombres se miraron, preocupados, valorando si creer o no nuestra historia. Al final nos dejaron ir con cierto aire compungido.

carretera-saltaPara llegar a Salta pudimos admirar desde la carretera la preciosa Quebrada de Cafayate. Otra delicia que te regala el viaje, y que no puedes tener con cualquier otro modo de transporte, ni siquiera el autobús. Como dice Marc, “por estos paisajes hay que pasar conduciendo”.

En Salta se portaron muy bien con nosotros y nos guardaron los maletas mietras hacíamos tiempo para coger el autobús hacia Iguazú. Vagabundeando por la ciudad, después de tomarnos dos zumos de naranja, buscar al anciano que nos había cambiado los dólares -lo designamos cambista oficial- y darnos una caminata hasta el teléferico para quedarnos pensando, mirando arriba bajo el cartel de tarifas, si merecía la pena, nos sentamos en la plaza principal con un jugo de banana. Mirábamos pasar la gente, cómo se lamían los perros sin amo; cómo los limpiabotas pasaban escrutando siempre al suelo. No podías cruzarte una mirada con ellos, porque siempre te estaban mirando los zapatos. La primera vez que estuvimos en Salta y los vi pasar, le dije a Marc: “si pasa uno muy viejo le decimos que sí”. No sé por qué idea estúpida el criterio que seguía en los viajes siempre me conducía a elegir a los viejos para preguntar indicaciones, acceder a cambiarles dinero, darles limosna -ya que a todos los que piden sería imposible- o, simplemente, empezar a conversar.

cafayateEl oficio de limpiabotas es tan antiguo como el calzado de cuero. Se introdujo en la provincia con la llegada de los inmigrantes italianos. En Salta proliferó en los años 20, y en la actualidad existen unos 80 profesionales. Esta vez se me acercó un muchacho joven moreno con aire desvalido.

-Señorita, ¿le limpio las botitas?- Dudé un momento.

-¿Cuánto?

-Veinte pesos.

No era mucho. Me pareció que algo ayudaba, así que extendí mi pie calzado sobre su tablilla, mientras él se acomodaba en un minúsculo taburetín. Se llamaba Sebastián, trabajaba 14 horas diarias y tenía poco más de 30 años, mujer y tres hijos. Conversamos sobre muchas cosas, especialmente de fútbol. No podía dejarlo allí arrodillado limpiándome los pies sin un tema de conversación; habría sido muy incómodo. Pero era mi primera vez y me vi preguntando, torpemente:

-Maradona, ahora ¿qué hace? ¿Qué es de su vida?

Sebastián hizo un gesto de desinterés y sólo dijo que ahora no tenía problemas con la droga, sólo con su mujer. Y sonrió al añadir: “ahora tiene problemas mucho peores”.

-Póngame aquí el piecito.

Deduje que no le interesaba mucho el tema, así que probé otra vez.

-Pero Messi sí que está bien, ¿eh? Aquí, ¿qué se dice de él?

Este tema sí que le interesó, dijo que Messi era un gran jugador, aunque todo lo había hecho con el Barça. Para la selección argentina, nada de nada.

-Es que lo hemos gastado-, bromeó Marc. La conversación giró en torno al fútbol -”Cristiano Ronaldo es un ser enamorado de sí mismo”, según Sebastián, y luego derivó hacia el tema laboral.

-Allá en España, ¿no hay lustrabotas?

-¿Cómo?

-Si hay lustrabotas como nosotros.

-Ah, limpiabotas, sí. Sí que los hay, pero pocos. Parece que es un oficio que está desapareciendo.

carretera -valles-calchaquiesSebastián levanta un poco la cabeza y dice:

-Aquí ya lo intentaron. Que desapareciéramos. Vino un día la policía y nos querían correr a todos. Pero nosotros no nos fuimos. Nos reunimos en la puerta de la municipalidad y no nos marchábamos. Luchábamos por nuestros derechos. Ponga aquí el otro piecito. Porque si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo va a hacer? Un poco más cerca, el piecito. Un poco más. Ahí. Así que allá estuvimos concentrados todos los limpiabotas de Salta, y como no nos íbamos tuvo que venir el intendente a hablar con nosotros. Ponga el piecito así…

Estábamos absortos mintras nos contaba aquella rebelión de limpiabotas. Pensaba en ello y no tenía ni idea de lo que me estaba haciendo en el zapato. Ya me imaginaba delante del Ayuntamiento un grupo de unas 80 personas, atrincherados al grito de “de Salta no nos moverán”, rodeados por la policía, que no se atrevía a intervenir. Por lo visto se montó un cirio de mil demonios, y los limpiabotas de Salta acabaron haciéndose famosos. La policía finalmente hizo su trabajo repartiendo palos a diestro y siniestro, pero ni así consiguió disolver la manifestación.

-¿Y qué paso?

Sebastián hizo una mueca y movió el hombro como quitándole importancia. Hiciera lo que hiciera, hablara, escuchara o tarareara una canción, el ritmo de su fregar del trapito contra el zapato nunca bajaba. Parecía feliz.

-Eh…nada. Que tuvieron que dejarnos en paz. La gente se puso de parte nuestra y tuvieron que dejarnos seguir.

-¿Ah, sí? ¿Quiénes?

-Todos. La gente de a pie, los de los restaurantes, los del banco. Dijeron que ellos también necesitaban de nosotros. Necesitaban limpiarse las botas.

-Menos mal.

-Sí, porque mirá que yo no sé hacer otra cosa, estoy en esto desde que tenía 11 años, que me trajo mi padre. Siempre he laburado en esta plaza. Alguna vez he hecho de albañil, por temporadas, pero nada más. Y tengo una familia que alimentar.

ruta40-cafayateSebastián no dejaba de darle con brío a la bota, mira que no estaba tan sucia… Era concienzudo: sabía qué tipo de tejido llevabas, cómo debía limpiarlo y qué productos aplicar. Abría su cajita de madera y sacaba trapos, grasa de caballo, crema estándar, papel de lija para quitar según qué manchitas, abrillantador. Movía los brazos enérgicamente mientras lustraba el calzado balanceando el trapo a derecha e izquierda, sosteniéndolo por los extremos, y de vez en cuando, debía parar para secarse una gota de sudor que le resbalaba hasta las mejillas. Estaba cómodo y hablaba sin parar. Además, nos había preguntado nuestros nombres. Eso para mí constituía otra prueba irrefutable de que no me había pasado haciendo preguntas. Nos dijo que ese trabajo le hacía feliz.

Cuando Sebastián terminó conmigo le preguntó a Marc si quería limpiarse sus zapatos.

-No… Ya las limpio yo. Es que hay que limpiarlas con un producto reparamuebles. Es lo que me dijo la mujer.

Sebastián se quedó mirando las botas con cara de insulto, como diciendo: “¡A mí me van a decir ustedes con qué se tiene que limpiar!”. Pero era un profesional. Se limitó a encogerse de hombros y a decir:

Vos dirás si querés que el trabajo se lo haga yo. Esto que aquí ve es gamucita. Esto otro es piel. Hay que limpiarlo un poquito con esto -sacó de nuevo el papel de lijar-, y luego se le pone esto -otra crema diferente de la mía-. Ante tal aplomo, Marc se vio desarmado, y accedió. Entonces Sebastián comienza de nuevo el ritutal del piecito por aquí piecito por allá, mientras nos cuenta que es minusválido -nos enseña una cicatriz muy fea que le recorre el brazo, fruto de un accidente que sufrió con 18 años-, y que van a escuchar misa a una iglesia muy chiquita, donde hay un sentido de comunidad muy importante.

-Tenemos suerte -asegura-. Yo es que no le pido nada a Dios, sólo trabajo para sacar adelante a mi familia. Y del gobierno no quiero nada. Tendrían que pagarme una pensión de minusvalía, pero ya ven cómo no tengo problema. Lo hago todo utilizando las dos manos.

Nos muestra una vez más la herida y veo que tiene la mano derecha sin abrir del todo, casi con forma de muñón. Sin embargo, maneja sus herramientas con naturalidad.

-No le pido nada a nadie. Solo trabajar.

Al decir esto da por concluido el trabajo, empieza a recoger las cosas y le pago, con propina incluida por la historia que me ha regalado. Da las gracias rápido, se levanta y se despide de nosotros. No había caminado ni unos metros cuando se detiene, se da la media vuelta y nos dice socarronamente:

-Disfruten de Messi. Ustedes que pueden.

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Gauchito Gil, el Robin Hood de Argentina

humahuacaCada nación tiene sus héroes populares. En el caso de Argentina, hay uno especialmente curioso, un hombre corriente que se venera como un santo. Le dicen Gauchito Gil, y era un gaucho llamado Antonio Mamerto Gil que nació en el siglo XIX en la provincia de Corrientes, aunque su vida transcurre entre la realidad y la leyenda, y hay diferentes versiones de su fecha de nacimiento, así como de su muerte.

Conduciendo por la carretera, sobre todo por la provincia de Salta, no dejábamos de ver pequeños altarcitos decorados con cintas rojas, en los que a veces te encontrabas urnas de cristal y dentro la que parecía ser la figura de un santo. Pero no era un santo, no. La Iglesia católica no lo reconoce como tal, aunque el argentino devoto y supersticioso acude a su tumba a rezar, le hace peticiones y le pone velitas. Y cada año, una multitud de 200.000 personas peregrina hasta su tumba.

quebrada-cuesta-del-obispo-de-humahuacaGauchito Gil era un soldado. Le tocó luchar en el enfrentamiento de liberales -a los que llamaban celestes- contra autonomistas -los colorados-. Como ocurrió en España con la Guerra Civil, hubo muchos casos en los que a republicanos de corazón les obligaban a luchar en el otro bando, y a la inversa. Antonio Gil era colorado hasta la médula, y a la primera de cambio huyó. La historia oral dice que se refugió con algunos compañeros con los que formó una banda que robaba a los ricos para dárselo todo a los pobres. Al pueblo le encanta eso, un héroe generoso que les dé esperanza y que imparta algo de justicia social, cuando lo que se ve a tu alrededor es justo lo contrario.

Foto: La Gaceta

Foto: La Gaceta

Primero fue la admiración, luego la leyenda y, por último, la adoración religiosa. Gauchito Gil acabó ajusticiado, colgado cabeza abajo de un algarrobo, porque dicen que así evitaban sus poderes hipnóticos. No hay santo sin milagro, y así, Gauchito tenía que hacer uno. Cuenta la historia que cuando lo iban a ejecutar, le dijo a su verdugo que su hijo se pondría muy enfermo, pero que si cuando llegara a casa rezaba por su alma y volvía para darle sepultura, el hijo sanaría. Así ocurrió, y el verdugo regresó hasta donde lo había ejecutado para enterrar sus huesos.

grandes-salinas-susquesNosotros seguimos la carretera de Susques hasta la Quebrada de Humahuaca, donde vemos las Grandes Salinas, y pueblos pintorescos como Purmamarca, con su cerro de los Siete Colores y su algarrobo centenario; Tilcara, donde pegamos precariamente el espejo retrovisor para que no dé más la lata, y Humahuaca, donde esperamos encontrar un poco de paz a 3.000 metros -aún me noto un poco mareada-. Pueblos pobres, sobre todo el último, que nos impactaron por su situación de abandono. Marc me dijo dos o tres veces: “¡no tienen nada..!” Es como si el gobierno los hubiera excluido de su plan de inversiones; al fin y al cabo el turista no sale de las tiendas de artesanía y las calles adoquinadas.

tilcaraEsperamos que el Gauchito nos proteja en la carretera. Dicen que cuando pasas por uno de sus santuarios debes tocar el claxon repetidamente, so pena de quedarte varado en un atasco o no llegar vivo a tu destino. Pasamos por varios. Las cintas y la banderas rojas ondean al viento. Nadie osa ahora desafiarlo. Ni los ingenieros que construían la carretera que pasa por el punto exacto donde murió colgado. Dicen que las máquinas excavadoras se negaron a funcionar, lo que se interpretó como una señal para que la carretera, en vez de ir recta, hiciera una forzada curva y salvara el lugar. El Gauchito debió pasárselo en grande, desternillándose de risa y medio sofocado bajo una montaña de ofrendas: cabellos humanos, trajes de novia, flores, chales, cigarrillos, estampitas y exvotos de plata.

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Mal de altura en Susques. Dormir a más de 3.600 m sobre el nivel del mar

susquesEscribo desde la habitación de una pensión solitaria en un pueblo polvoriento que se llama Susques, en la provincia de Jujuy y en pleno altiplano argentino. Marc está indispuesto. Hemos llegado a este pueblo con la noche ya consumada, buscando hostales que no existen y hoteles cerrados. Por fin, varias personas en el pueblo nos van extendiendo sus brazos hacia una dirección. Son parcos en palabras pero amables, así que vamos siguiendo el rastro de sus brazos extendidos, doblando una cuadra, avanzando otra, sin poder leer los rótulos porque no hay farolas, ni tan sólo un candil. Yo me voy bajando y hablando con los lugareños. Por fin veo un cactus enorme levemente iluminado, dejamos el coche, arropo a Marc que tirita y se queja de migrañas. Mañana estará mejor, me consuelo, seguro que es mal de altura. Me siento terriblemente sola en este pueblo oscuro.

susques-jujuyCuando amanezca recorreremos el pueblo y compraremos agua, que, como las hojas de coca, es muy importante para combatir el mal de altura. En el camino, cuando Marc se ha sentido mal, hemos frenado y nos hemos echado a un lado, haciendo saltar los ripios del camino. Yo no he tenido nada para darle. Unos kilómetros atrás le habíamos regalado toda nuestra agua -cuatro litros- a un pobre hombre que viajaba con un niño y había sufrido un calentón. “Gracias, compadre”, nos dijo. También él, como nosotros, espera para mañana un día mejor.

***

ruta40 susquesNoto un dolor de cabeza intenso en la nuca, y la sensación de que no pudo respirar. Con el paso de las horas, el mal se desplaza a la parte alta de la cabeza, y siento una desazón, como un leve mareo provocado por unas curvas. Puedes tener náuseas, pero no es mi caso. Aunque no sea del todo real, la sensación de asfixia es un poco alarmante; tienes que tener sangre fría y controlar los nervios. Sabes que tu cuerpo está luchando por aclimatarse, fabricando glóbulos rojos a ritmos forzados. Me miro las manos: blancuzcas de resecas. Inspiro profundamente y dejo ir el aire lentamente, y después trato de dormir, pero el insomnio es otro de los síntomas. Renuncio a escribir el post; simplemente me entretengo tecleando porque las horas pasan y pesan, y pienso cosas malas. ¿Tendrán médico en este pueblo? ¿Podremos volver descendiendo? ¿Cómo estaremos mañana? Mañana, qué lejos queda mañana…

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Conducir por la Ruta 40 de Argentina. Una experiencia inolvidable

ruta 40 argentinaNo pasa nadie. La ruta 40 es un camino de grava que te conduce por un paisaje espectacular. Cambian los colores y las formas, y te encuentras riachuelos y lagunas, y ves patos, rapaces y llamas; montañas hechas de terrones, rocas colosales y vicuñas escalando los riscos. La ruta 40 son 5.000 kilómetros en los que podrías atravesar Argentina de norte a sur. Desde La Quiaca, en la frontera con Bolivia, hasta la Patagonia. Al igual que la Ruta 66, la Panamericana o la carretera que recorre California por el Big Sur, esta era una ruta con la soñábamos hace tiempo. Sólo podremos hacer un breve tramo de unos 400 kilómetros, porque, entre otras cosas, es muy difícil recorrerla entera sin sobresaltos. Normalmente los aventureros que lo hacen llevan vehículos todoterreno, puesto que en el norte de Argentina es frecuente que la desborden los ríos, mientras que en la Patagonia se suele cortar al tráfico por el hielo.

ruta40 la polvorilla2En San Antonio de los Cobres, la chica que nos sirvió los bifecitos de llama y croquetas de quinoa nos advirtió que había dos rutas para llegar a nuestro destino: la 40 nueva y la vieja. Una de ellas no era apta para nosotros, que veníamos en un coche tan justito, pero luego ya no nos acordábamos de cuál era cuál, y cogimos la que nos pareció más adecuada. A partir de aquí, yo empiezo a preocuparme y a sufrir como siempre en todos los viajes. Es una curiosa mezcla de deleite sensorial y miedo, porque la ruta, efectivamente, está pensada para todoterrenos. Nosotros seguimos con el troc troc troc del espejo caído golpeando en la puerta, cruzando pequeños riachuelos, deprisa, para no quedarnos encallados. Yo siempre le voy diciendo a Marc: “espera, que me bajo y lo veo”. Pero él no me deja tiempo. Pisa el acelerador y lo pasa, y me deja apretando los dientes y agarrada a la puerta como si eso me fuera a salvar.

ruta 40 argentina4Subimos a 3.500, a 4.000, a 4.400, uno de los puntos más altos de la ruta. Ya empezamos a notar el aire menos denso. Vamos por el camino mascando coca para combatir la fatiga. No pasa nadie. Quedan restos de hielo en algunas lagunillas, porque el invierno es crudo en la Puna. Va cayendo el sol hacia las seis de la tarde, y las colinas brillan, doradas, mientras por el valle avanzan algunas sombras. En Puesto Sey vemos a alguien: dos niños con gorritos rojos de lana que nos dicen adiós con timidez. No pasa nadie. Creo que no habíamos estado en un lugar tan perdido”, me comenta Marc. “¿Seguro?”, le digo. “¿Ni en Arizona?, ¿ni en Chile?”. “Ni en Chile”.

ruta 40 argentina2No pasa nadie, ni en nuestro sentido ni a la inversa. Silencio. Silencio. Me acurruco en el asiento como puedo, mientras un escalofrío me recorre el cuerpo como una descarga eléctrica. La noche está cayendo en la Puna, y de nuevo no tenemos donde dormir.

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Salta: persiguiendo el «Tren de las Nubes»

convento san bernardo-salta-argentinaDejamos Tucumán en un autobús rumbo a Salta. Atrás quedan los perros enroscados que guardan cada estación; el campo amable, los árboles y sus nidos, los ranchos de vacas. Hay que algo que desentona: la basura, esparcida a ambos lados de la carretera, un mal endémico con el que las comunidades pobres parecen convivir. Hay coches abandonados en cualquier lado, y uno de ellos, con el capó levantado, bosteza de tedio mientras alguien le arregla el motor.

Pasan los campos de paja segada; las palmeras, los cactus, los eucaliptos, el maíz, la caña de azúcar, la soja. El autobús lo deja todo atrás, con su run run monótono. La gente dormita y las moscas se dan golpes contra los cristales. Algunas casitas son lindas y tienen jacarandas, macetitas y naranjos. Otras son de gente pobre que vive entre los desechos.

***

ruta-40-argentinaEn Salta hemos alquilado un coche que se cae a pedazos. Le hemos dicho a Ariel, el encargado, que queríamos un coche pequeño y barato, y nos ha dado un volkswagen Gol antiguo con el que nos hemos ido, felices, a hacer el recorrido que hace el famoso Tren de las Nubes. A los diez kilómetros nos hemos dado cuenta de que la aguja de la gasolina no funciona bien; a los veinte, el espejo retrovisor derecho ha dado un suspiro y se ha suicidado, colgando de un mísero cable que lo conduce, una y otra vez, a golpear la puerta. “Troc troc troc troc”. Con esta cantinela hemos recorrido más de 300 kilómetros, pasando por montañas negras recostadas como focas varadas, paisajes blancos -no es nieve, ¡es polvo!- y laderas bruscas que se desperezan en la mañana con sus barbillas de cactus sin rasurar.

salta-argentina-tren-de-las-nubes-ruta 40A la altura del poblado Gobernador Manuel Solá, nos topamos con un niño que vende artesanía junto a la carretera.

-¿Cómo te llamas?

-Alejandro.

-Estos tiestos, ¿son de tronco de cactus?

-Sí.

-¿Los haces tú?

-Los hace mi tía Lidia.

(Le compramos un tiesto, aunque luego no sabremos cómo llevárnoslo).

-¿Podemos hacerle fotos a tus cabritas?

-Sí… ¡Nomás que ya se fueron!

En efecto, las cabritas se han perdido a lo lejos, aunque su tintineo permanece un poco más en el aire, y una ráfaga de viento nos lo trae, como en sueños.

san-antonio-de-los-cobres-argentina-tren-de-las-nubesSeguimos, pasamos Santa Rosa de Tastil, Las Cuevas y Munano, y llegamos a San Antonio de los Cobres, la polvorienta localidad minera donde nos cruzamos con el Tren de las Nubes, el trayecto en tren más famoso de Argentina. Hemos ascendido sin esfuerzo. En ese momento no lo sabemos, pero nos encontramos ya a 3.775 metros de altitud. A los 3.500 metros desaparecen los cactus. A los 4.000 se nos abre la estepa. Finalmente dejamos la civilización y cumplimos otro de nuestros sueños. Somos cazadores de mitos. Entramos en la Ruta 40.

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El camarero de Tucumán. Una historia de realismo mágico

casino tucuman3Yo tenía una tía abuela que nació en Tucumán. Una foto en sepia tomada frente al Gran Casino lo atestigua. Como Marc, el árbol genealógico familiar torció una rama en un momento determinado para crecer también al otro lado del océano, donde parecía que la vida sonreía al emigrante, que llegaba a una tierra llena de posibilidades. ¡Cuántas maletas llenas de sueños subieron a aquellos transatlánticos!

La tía Aurora nació en Tucumán porque su padre, de nombre Francisco Ruiz, emigró a principios del siglo XX, deslumbrado, como tantos otros, por los destellos de un porvenir que luego se demostró que no era tan próspero. Si los antepasados de Marc salieron de la Pobla, los míos lo hicieron de la Puebla. En las tabernas, cuando el calor del vino subía a las mejillas, salía a relucir lo bien que se vivía en Argentina, donde la gente iba para hacerse rica. Y Francisco Ruiz se fue. La novia, de nombre Antonia, se quedó en tierra viéndolo partir con aquella maletita que prometió regresar repleta de billetes. Pasó el tiempo y él no volvía, pero un día llegó la carta con la que Antonia acudió a la Iglesia para casarse por poderes y reunirse en Tucumán, donde él decía que trabajaba de camarero, con chaleco y pajarita, en uno de esos cafés bulliciosos de la ciudad colonial.

Algpajaro exotico tucumanunos años después vinieron los hijos. Una fue mi tía Aurora; el otro, un niño que no hablaba y que sólo se comunicaba con un pájaro exótico que la familia no supo identificar. ¿Hay algo más bello? Me imagino cómo lo describiría una novela de realismo mágico: “el niño, al que no sabían cómo bautizar porque no querían llamar más a la mala suerte, creció solitario y libre, sin nombre y sin reglas, absorto en su mutismo tenaz e inocente, jugando a perseguir gallinazos. Un día, en el patio de la casa apareció un pájaro de pico corto y plumaje multicolor. El niño lo miró y dijo algo: ito..ito..ito… Y el pájaro le contestó con un chillido similar. A partir de entonces, el ave lo visitaba cada día en el patio; hablaban un rato en su idioma inventado y luego se despedían: ito…ito… Los padres decidieron ponerle Pepito, porque así creían que le llamaba el pájaro, y porque intuían que estaba pronta su hora”.

Efectivamente, el niño murió. Mi tío tiene que estar enterrado en algún cementerio de Tucumán. Por aquí hemos vagado, preguntando por camposantos de principios del siglo XX, persiguiendo fantasmas azules y cándidos, que no quisieron hablar con los de su especie. La historia, verídica, me ha recordado al personaje de Rebeca Buendía en Cien años de soledad, la niña de diez años que no hablaba y creyeron sordomuda, que sufría pataletas y sólo se alimentaba de tierra y cal de las paredes.

cementerio del norte tucuman tumbaLa tumba no la he encontrado, pero por fin he visto qué aspecto tiene la ciudad por la que transitaron mis parientes hasta el día en que Antonia, cansada de tanto “libertinaje”, vistió a mi tía Aurora con sus mejores galas, le puso un mantón de manila y la embarcó para España. Los tucumanos las despidieron llorando, mientras mi tío siguió en el bar, enfermo, llenando la maleta de billetes que después se gastaba en medicinas. La ciudad se quedó un poco más vacía; sin Auroras infantiles, sin Antonias puritanas ni niños mágicos. El pájaro, sí, quizás; el pájaro que quedaría carraspeando retahílas que ya, con el niño muerto, nadie sabe traducir.

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Populismo y otros demonios. Política argentina en decadencia

barrio-la-boca-buenos airesUn post que no será políticamente correcto. Eso es lo que intuyo que será mientras tecleo palabras en el ordenador, sin pensarlas demasiado. Dejo lugar a los lapsus, a los errores ortográficos, a meteduras de pata. Pero lo acepto porque no tengo demasiado tiempo; hay muchas cosas que contar y los días pasan como cometas. Aprovecho la siesta de Marc (aquí son cinco horas de diferencia), y me coloco el ordenador en el regazo, en posición de loto, mientras pienso en el tema que me sugiere mi compañero: “podrías hablar de política”. Pies, para qué os quiero. No vengo como corresponsal, y eso determina el modo en el que me acerco a la actualidad argentina. No consulto la versión oficial y sólo tengo la que se respira en la calle. Sesgada y puntual. Pero igualmente resulta interesante.

Pienso que el argentino de clase media, el que tiene un nivel cultural, estudios universitarios, posiblemente un buen empleo, una casa, un coche, unos sueños, ya no está satisfecho con el mandato Cristina. Los K, como les hemos oído llamarlos, han puesto en marcha unas políticas que ellos llaman de izquierdas, porque representan subsidios para los desterrados, los que no tienen nada, los que viven en casas de chapas en las afueras de las ciudades. Obviamente, no todas las medidas están enfocadas a los pobres, pero sí las más escandalosas: asignación familiar por hijo, incluyendo la asignación a mujeres embarazadas desde 12 semanas de gestación. Medidas peligrosas que no sé si solucionan la pobreza; más bien suenan a populismo, al voto cautivo, a programas que ya conocimos en España con el PSOE -¿se acuerdan del cheque bebé?-, y a conceptos como la flamante “renta básica” que propuso Podemos.

argentina-barrio-boca-puertoGobernar no es fácil, y hay que pasar examen cada equis años, así que la tentación de medidas efectistas es grande. Cristina ha dejado cosas buenas -más escuelas, programas para la repatriación de científicos -cerebros fugados-, compra de material ferroviario en lo que parecía una apuesta por el tren, abordaje de los abusos de la dictadura o el apoyo a la clase trabajadora. Pero en la otra cara de la moneda se encuentra la mordaza a los medios de comunicación, la manipulación de las cifras económicas y la certeza de que Argentina no se puede sostener comprando trenes a España y Portugal sin haber arreglado las vías, bajando la edad de jubilación para algunos colectivos a los ¡50 años! y fomentando la compra a crédito, desde un billete de avión a una prenda de vestir. Este aparente esfuerzo por erradicar la pobreza, ¿por qué no se ve en los barrios? En el país las infraestructuras se caen a pedazos, por ejemplo en La Boca, pero un paseo por el rico barrio de la Recoleta es un contraste dramático. Los ricos sí necesitan limpieza y orden alrededor. Y las calles no se quedan sin asfaltar.

La política energética, por otra parte, también es significativa, por ser cero. Argentina es ya importadora neta de petróleo, pero sigue manteniendo el precio de la energía llamativamente bajo. En vez de concienciar y fomentar el ahorro, todas las políticas parecen enfocadas a una huida hacia delante, al consumo falsamente mantenido.

Argentina se tambalea. Yo no me imaginaba que tanto. Pero al regresar de Uruguay pasamos por el hostal de los gatos. Allí estaba Elena, despistada como siempre, simpática y entrañable tocándose el flequillo cuando piensa y pegando saltitos cuando despide a alguien. Nos enteramos de que preparaba las cosas para marcharse a Brasil. Un futuro incierto, una huida; un empezar de nuevo para una persona a la que estas cosas no le dan miedo. Pero su marcha me deja triste. Ella es como el capitán de barco que abandona el buque y lo observa zozobrar desde la orilla: una náufraga sin naufragio.

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Al camarero del barrio de La Boca

barrio-la-boca-marcLa Boca es un barrio triste desde lejos, cuando aún no has visto las paredes de chapa arrugada pintadas de mil colores. Es un barrio triste sin conocerlo, cuando subes al autobús que te lleva a la calle Caminito y vas observando la larga cola de argentinos, unos de toda la vida, otros recién venidos, que van subiendo al vehículo con desgana, pasan su tarjeta SUBE por la maquinita y dicen en voz alta, mecánicamente y a nadie en particular: “a La Boca”.

En el bus hay que especificar dónde te bajarás; un cartel te lo recuerda: “Por favor, no diga el monto, diga el destino, no comprometa al conductor”. Y así, poco a poco, el vehículo se llena de boqueños apretujados, vestidos humildemente, que bostezan y se quedan mirando un punto cualquiera del paisaje archiconocido, archirrepetido; una ciudad que les pasa ante los ojos. “A La Boca”. “A La Boca”. “A La Boca”. Ya no cabemos más. Pero una chica jovencísima acaba de subir con un bebé en los brazos, un nene que no alcanzo a ver entre mantitas, sabanitas y gorritos rosados. “¡Dejen asiento a la señora!”, chilla el conductor. Aquí en Buenos Aires es sagrado cederles el asiento a los ancianos, las mujeres embarazadas y las que arrastran a algún crío. Me levanto y le dejo mi sitio, pero ella pasa frente a mí indiferente, sin mirarme siquiera. Se sienta y se queda mirando el mismo punto inexistente que miramos todos, entretenida en arreglarle de vez en cuando la mantita al bebé, que sólo asoma las manos. Un pensamiento perverso me cruza la mente: “¿Y si es un bebé de mentira?”.

Barrio-la-bocaEl autobús va a un paso lento, en silencio, todos vamos tristes o con sueño. Cuando a la izquierda vemos el río, sabemos que La Boca está ahí, al menos la amable, la que se puede enseñar al turista sin miedo. Entonces aparecen los puestecillos callejeros, los camareros que te sacan a bailar tango y posan, coquetos, ante el objetivo, para que puedas decir que has estado en La Boca, esta es la prueba, pendejo.

Pero esta Boca no es La Boca, qué va a ser. Recorres los bares de este cruce multicolor, tan alegre y bullicioso que parece artificial, y llegas a la Bombonera, el club del Boca Juniors, donde aún hay turistas y cámaras y souvenirs. Pero después doblas una calle y luego otra y luego sigues, y cruzas la vía del tren que me parece que fue el origen de todo, y llegas a un barrio donde las casas apretujadas con paredes de chapa no tienen por qué ser amarillas, azules o rojo carmesí. Y hay un auto hecho polvo en la puerta, y un chico en pantalón de chándal te mira, curioso, pero con una curiosidad que dura sólo unos segundos, porque tiene cosas más importantes que hacer. Y pasas por una pintura mural reivindicativa, y luego otra vez por la vía del tren, donde un matrimonio taciturno prepara a la parrilla algunos tentempiés, indiferentes al tren que pasa con estrépito a su lado, al que no ven porque el humo los envuelve, espectrales, pero ellos sí que ven la carne quemándose en el asador, no sé cómo lo harán, eso de darles la vueltita, si no se ve nada. El tren pasa traqueteando y ellos se ven cada vez más chiquitos, dando otra vueltita a la salchicha que nadie compra. Entonces pasamos por un escaparate que deja ver un barecito bien feo, con un joven camarero tremendamente peculiar que cojea y que nos atiende tan solícito, y Marc y yo pedimos una hamburguesa y un plato de pasta, mientras las hormigas campan a sus anchas por la mesa y sabe Dios por qué no se suben al plato. Y entonces pienso que qué mejor sitio donde dejar los pesos, y que por fin estoy en La Boca, carajo.

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Argentina espera el corralito

buenosaires-barrio-palermoTengo una ventana en Buenos Aires por la que me escapo por las noches. Mientras tratamos de dormir, se nos cuela la ciudad entera en esta habitación de techos altísimos, paredes frisadas y puertas de madera que chirrían y dejan entrar a los gatos de Elena.

Cierro los ojos y me deslizo a través de las cortinas, accedo a la calle ruidosa, recorro a pie la Avenida 9 de julio, llego a la Plaza de Mayo y aguardo a las madres abnegadas que aún se concentran cada jueves para pedir justicia social. Miro hacia la Casa Rosada: detrás de alguna de esas ventanas puede que esté Cristina, como la llaman sin ningún tipo de problemas los argentinos, dando órdenes, leyendo un artículo de prensa, consultando con su equipo las posibilidades que tiene de ganar otra vez las elecciones. Desde su ventana quizás se vea la pancarta que dice: “Cristina, 100% orgullosos”. Acaban de pasar las primarias y Buenos Aires ha amanecido una vez más cubierto de pancartas electorales: el Frente de Izquierdas, los verdes…

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Los periodistas han acudido a la plaza de Mayo a hacer entrevistas. Los veteranos de guerra se concentran a unos metros para no caer en el olvido. Y los porteños continúan abarrotando los cafés, los boliches, los restaurantes que sirven bife mientras ellos pueden hablar de fútbol o política. Unos confían en Cristina; otros comentan con sorna que “Cristina ha dicho que en Argentina no hay tanta pobreza, que hay más en Alemania”… y ríen, se encogen de hombros, para finalmente admitir que esperan el corralito.

“No pasa nada. Europa vive una crisis cada 40 años. Argentina cada diez. Ya estamos acostumbrados”. Viven pendientes de la actualidad pero sin agobiarse, consultando a cómo está el peso, tanto el oficial como el del mercado negro -el blue, un cambio no oficial que se acepta oficialmente-; asumen la inflación en sus vidas y se sorprenden de que nuestros sueldos sean los que son. Parecen un poco decepcionados. “Yo pensaba que el sueldo medio en España sería casi de 3.000 euros…”, nos comentó un joven estudiante en la cola del autobús del aeropuerto. Y con esa naturalidad tan argentina, con una generosidad que te avergüenza, no te deja que saques tus malditos euros, los únicos que te has traído de España; no quiere que busques un sitio donde te los quieran cambiar. Saca su tarjeta SUBE y te invita al trayecto. No acepta tu billete ridículo, extendido hacia él como un puente ruinoso y fláccido, un insignificante papel que ahora queda como la prueba inequívoca de la derrota.

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