La Boca es un barrio triste desde lejos, cuando aún no has visto las paredes de chapa arrugada pintadas de mil colores. Es un barrio triste sin conocerlo, cuando subes al autobús que te lleva a la calle Caminito y vas observando la larga cola de argentinos, unos de toda la vida, otros recién venidos, que van subiendo al vehículo con desgana, pasan su tarjeta SUBE por la maquinita y dicen en voz alta, mecánicamente y a nadie en particular: “a La Boca”.
En el bus hay que especificar dónde te bajarás; un cartel te lo recuerda: “Por favor, no diga el monto, diga el destino, no comprometa al conductor”. Y así, poco a poco, el vehículo se llena de boqueños apretujados, vestidos humildemente, que bostezan y se quedan mirando un punto cualquiera del paisaje archiconocido, archirrepetido; una ciudad que les pasa ante los ojos. “A La Boca”. “A La Boca”. “A La Boca”. Ya no cabemos más. Pero una chica jovencísima acaba de subir con un bebé en los brazos, un nene que no alcanzo a ver entre mantitas, sabanitas y gorritos rosados. “¡Dejen asiento a la señora!”, chilla el conductor. Aquí en Buenos Aires es sagrado cederles el asiento a los ancianos, las mujeres embarazadas y las que arrastran a algún crío. Me levanto y le dejo mi sitio, pero ella pasa frente a mí indiferente, sin mirarme siquiera. Se sienta y se queda mirando el mismo punto inexistente que miramos todos, entretenida en arreglarle de vez en cuando la mantita al bebé, que sólo asoma las manos. Un pensamiento perverso me cruza la mente: “¿Y si es un bebé de mentira?”.
El autobús va a un paso lento, en silencio, todos vamos tristes o con sueño. Cuando a la izquierda vemos el río, sabemos que La Boca está ahí, al menos la amable, la que se puede enseñar al turista sin miedo. Entonces aparecen los puestecillos callejeros, los camareros que te sacan a bailar tango y posan, coquetos, ante el objetivo, para que puedas decir que has estado en La Boca, esta es la prueba, pendejo.
Pero esta Boca no es La Boca, qué va a ser. Recorres los bares de este cruce multicolor, tan alegre y bullicioso que parece artificial, y llegas a la Bombonera, el club del Boca Juniors, donde aún hay turistas y cámaras y souvenirs. Pero después doblas una calle y luego otra y luego sigues, y cruzas la vía del tren que me parece que fue el origen de todo, y llegas a un barrio donde las casas apretujadas con paredes de chapa no tienen por qué ser amarillas, azules o rojo carmesí. Y hay un auto hecho polvo en la puerta, y un chico en pantalón de chándal te mira, curioso, pero con una curiosidad que dura sólo unos segundos, porque tiene cosas más importantes que hacer. Y pasas por una pintura mural reivindicativa, y luego otra vez por la vía del tren, donde un matrimonio taciturno prepara a la parrilla algunos tentempiés, indiferentes al tren que pasa con estrépito a su lado, al que no ven porque el humo los envuelve, espectrales, pero ellos sí que ven la carne quemándose en el asador, no sé cómo lo harán, eso de darles la vueltita, si no se ve nada. El tren pasa traqueteando y ellos se ven cada vez más chiquitos, dando otra vueltita a la salchicha que nadie compra. Entonces pasamos por un escaparate que deja ver un barecito bien feo, con un joven camarero tremendamente peculiar que cojea y que nos atiende tan solícito, y Marc y yo pedimos una hamburguesa y un plato de pasta, mientras las hormigas campan a sus anchas por la mesa y sabe Dios por qué no se suben al plato. Y entonces pienso que qué mejor sitio donde dejar los pesos, y que por fin estoy en La Boca, carajo.
!Qué me gusta como escribes!
Me haces vivir lo que cuentas en todos tus escritos.
Besitos.