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De cuando nos sirvieron la «no comida» en una auténtica taberna griega

En todos los viajes nos pasan siempre cosas raras. En este, nuestra experiencia más surrealista ha sido en un pequeño restaurante griego de pescado fresco; solitario, auténtico, situado junto al mar. ¿Qué podía fallar?

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Condujimos durante kilómetros y kilómetros para salirnos de las rutas habituales. Cuando vimos un cartel hecho de manera doméstica indicando «fresh fish», no nos lo pensamos y giramos el volante para coger la pista que nos alejaba de la carretera y venía a morir al mar. Al final del camino descubrimos un restaurante, taberna, bar o chiringuito, fuera lo que fuera, con las mesitas tan cerca del mar que la brisa marina parecía que te mecía en medio de las olas. Ni un alma en este restaurante a la hora de comer.

Hablamos con el encargado que resulta ser el dueño, chapurrea algo de inglés y nos dice que es pescador y que hoy comeremos los pescados que él mismo captura con su barca. Grita a su mujer una frase en griego. Aparece la señora tras la barra, limpiándose las manos en su mandil. Preguntamos si además del pescado nos puede hacer un zumo de naranja. ¡Claro que sí! Y allí que nos sentamos en una mesa con su mantel de cuadraditos azules y blancos, celebrando nuestra suerte y nuestro zumo, mientras pasan los minutos. Rápido primero y… muy lentos después.

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Ya nos hemos tomado el zumo, ya hemos ido a la orilla a enseñarle a Abel el ruido que hacen las olas al romper. Miramos el reloj: cuarenta y cinco minutos sin que aparezca el pescado. Sí que son lentos… Decidimos no decir nada y esperar. Como dicen en internet que los griegos no tienen prisa… Abel empieza a inquietarse, creo que percibe nuestra impaciencia y nuestra hambre. Durante la primera media hora el pescador ha hablado con nosotros y le ha regalado unas naranjas al niño; ahora el hombre cabecea sentado en una silla, a un par de metros de nosotros. Nuestro bebé empuja las naranjas con el pie, con cara de aburrimiento. Al lado del pescador que dormita, un hombre más joven se entretiene con el móvil, que por cierto, no habla ni papa de inglés.

Ha pasado más de una hora desde que esperamos la comida. Le digo a Marc que se han olvidado de nosotros, o que no nos hemos entendido. Resuelto, Marc se acerca a la barra (el pescador se ha despertado y parece que busca algo por ahí). Marc le pregunta por nuestro pescado. Desde lejos, veo que el hombre asiente y que le hace gestos para que se vuelva a sentar. ¡Esto ya pasa de castaño oscuro!

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Nuestro niño ya ha jugado con las piedras, ha experimentado con las algas; ha visto las barcas aparcadas como ballenas muertas en la playa; ha gateado bajo todas las mesas y ahora ya grita ¡aaaaaaah, aaaaaah, aaaaaah!, que quiere decir: BASTA YA.

Son casi las cuatro y media de la tarde. Llevamos una hora y media esperando la comida. No sabemos cómo ni cuándo, pero el pescador ha desaparecido. Marc va a la barra y dice que la mujer tampoco está. El otro hombre joven se levanta ahora, pausado, y decide limpiar la mesa con restos de platos y vasos sucios que ha estado toda la hora y media sin recoger.

Decidimos que a las cinco de la tarde nos iremos. En el fondo nos da cosa, porque la hipótesis que barajamos es que se les ha acabado el pescado y han ido a buscarlo. De hecho las brasas están encendidas desde hace rato, pero de pescado ni rastro.

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Es una situación tan extraña que nos deja sin recursos y con cara de tontos. Repasamos una vez más todas las opciones posibles. ¿La mujer ha tenido un accidente cuando ha salido a por el pescado y el hombre ha salido a ayudarla? ¿Se han quedado sin carbón? Pero la actitud del hombre joven, tan despreocupada, parece desmentirlo. Cuando el reloj marca las dos horas de espera sin más que un zumo de naranja en el estómago, mi mente ya empieza a divagar. A las dos horas y cuarto, aparece un coche. Suspiramos. Pero no, es otra mujer, quizás  más joven, que tampoco habla inglés. Se coloca el delantal que había dejado la otra señora y empieza a trabajar tras la barra, comentando chascarrillos en griego con el otro. De vez en cuando nos mira de soslayo, a mí me parece que con condescendencia.

Entonces ya no podemos más. Nos levantamos, pagamos los zumos y nos vamos hacia el coche. El hombre nos grita algo detrás de nosotros. ¡Ah, ahora es cuando viene a detenernos y nos explicará lo que ha pasado! Pero no, no, no. Volvemos la cabeza y miramos hacia algo que señala. Y allí, bajo nuestra mesa, descubro las dos chanclas de Marc asomando, como testigos mudos y burlones de la grotesca escena que acabamos de vivir.

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Por qué es famosa la puesta de sol en Santorini

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Cada día sobre las siete y media de la tarde, los coches, las motos y los quads de alquiler enfilan la carretera que cruza la isla de Santorini de Sur a Norte. Todos van siguiendo la melodía silenciosa de la puesta de sol anunciada. Todos van siguiendo al flautista de Hamelin. Oía se va llenando de visitantes que se sientan en sus terrazas colgantes con vistas a los acantilados, de trescientos metros de altura; turistas que ocupan la primera fila en los miradores; parejas que han venido dos horas antes para poder sentarse en los malecones que dan al mar. Parece que ya no cabe más gente en Oía, pero siempre caben.

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En cualquier parte de la isla puede contemplarse una puesta de sol de las que siempre se recuerdan. Ver el ocaso en Santorini es como ir al teatro o al cine; es un plan que siempre funciona cuando no tienes un plan premeditado. Te sientas en algún lugar con vistas y ya no hace falta que hagas nada más. Miras hacia el horizonte esperando que el disco descienda. A veces se pone detrás de alguna montaña; otras veces cae al mar.

Cada día es diferente, y juegas a buscar tu rincón en la isla; apuestas a que encuentras un lugar en soledad. Cada día cuando dan las ocho de la tarde dejas lo que estás haciendo y miras al cielo, desde cualquier lugar en el que estés. Durante unos minutos no hablas, no miras, no piensas, casi no respiras. El sol es un círculo rosa fucsia fluorescente, brillante y extraño; marciano. Un círculo hipnótico que se acerca a los vapores de azufre que desprende el volcán, aún activo, de Santorini, en la pequeña isla Nea Kameni.

El sol se derrama como la lágrima de cera que resbala en las lámparas de lava. Y cuando la lágrima entra en contacto con el mar, pierde su reflejo amarillento. Sobrevienen entonces los naranjas, luego los rosas y violáceos, para envejecer con un azul ceniza hasta morir; hasta que llega el último acto: fundido en negro y FIN.

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Akrotiri, los restos de la Atlántida que describió Platón

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En España no nos habíamos sacudido aún el polvo, el miedo y las bombas de la Guerra Civil cuando un polémico arqueólogo griego llamado Spyridon Marinatos sorprendió al mundo académico con una teoría que explicaba el fin de la próspera civilización minoica a causa de la erupción del volcán de Santorini.  Más osado todavía, en 1960, el sismólogo Angelos Galanopoulos planteó que la mítica Atlántida se encontraba en Santorini y por lógica Akrotiri era la ciudad que más argumentos reunía para encarnar la descripción que Platón hizo de la mítica isla, tan próspera, culturalmente tan avanzada y que vivía en paz hasta que fue engullida por el mar y el fuego.

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Spyridon Marinatos es el Indiana Jones griego. Soportó que ciertos sectores de la comunidad científica se rieran de él, esperando pacientemente casi 40 años hasta que finalmente pudo excavar en Santorini y ¡oh sorpresa! descubrir las ruinas de Akrotiri, un yacimiento que hoy día está considerado uno de los más importantes de todo el Mediterráneo.

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Aunque su figura no ha pasado a la historia exenta de polémica -aparece vinculado a la dictadura militar, detalle que posiblemente redujo su éxito académico- su importancia está fuera de toda duda, por lo que a las puertas de Akrotiri su estatua da la bienvenida al visitante. Una vez en el yacimiento, que está considerado la Pompeya griega, los ojos se recrean en las modernas construcciones -disponían de letrinas y un sistema perfecto de drenaje, enormes ventanales que bañaban de luz las estancias, hermosos frescos pintados en vivos colores en viviendas ¡de hasta tres pisos!- detalles sorprendentes si se piensa que estamos en la Edad del Bronce y se comparan con la sencillez de otros asentamientos de la época.

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Bajo la ceniza y la lava, una ciudad que podría ocupar unas 20 hectáreas -de las que solo se ha excavado una ínfima parte- permaneció dormida y oculta, como en un cuento de hadas, durante casi treinta y seis siglos. Ahora nos maravilla por el elevado nivel de vida de sus habitantes. Sin embargo, quedan aún muchos misterios por descubrir. Saber, por ejemplo, si sus habitantes escaparon o permanecen enterrados en algún lugar sin excavar de la isla. Porque, a diferencia de Pompeya, aún no se ha encontrado ni un cadáver. Tan solo el esqueleto de un cerdo recién sacrificado, que en una cruel ironía del destino, aguardaba para celebrar los placeres, la abundancia… y la vida.

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Santorini: canción de fuego y lava

emporio-santorini.jpgLa Isla del Diablo. Kallisti (La Bella). Strongyle (La Redonda). Thera (La Salvaje). Y, por fin, Santorini (Santa Irene). Diferentes nombres para designar la misma realidad: una isla de una belleza magnética y un pasado digno de una epopeya griega.  Estamos en esta isla del mar Egeo, una de las míticas Cícladas, cargando con Abel, que a sus 9 meses estrena pasaporte y está aprendiendo a salir de su zona de confort.

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Hemos llegado hasta aquí dejándonos arrastrar deliberadamente por cantos de sirena, surcando el Egeo a bordo de un ferry lento y compartiendo mesa con una familia griega que se distrae durante el viaje cogiendo a nuestro bebé en brazos, hablándole en este idioma imposible del que no puedo retener ni una palabra. Pero el niño sonríe con ellos. Abel da cabezaditas contra la frente del padre de familia, y los griegos (padres e hijos) se ríen a carcajadas.

Después de que el ferry atracara en el puerto y de que se nos pasara un poco el aturdimiento de la horda de turistas que ha bajado del barco buscando autobuses, coches de alquiler y transfers, hemos llegado hasta Emporio. Aquí no hay extranjeros. Una familia, a lo sumo, que se cruza contigo mientras deambulas por el casco antiguo de este pueblecito medieval en el que empiezas a descubrir la arquitectura blanca y ocre con la que soñabas desde tu imaginario europeo.

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Aquí llevamos ya más de 48 horas. Nunca habíamos estado tanto tiempo sin movernos ni tan pocos metros recorridos. Pasamos nuestras horas haciendo la compra en el súper minúsculo del pueblo; saludando a nuestra vecina, que habla algo de español; pasando una y otra vez por la esquina de la cafetería donde desayunamos; cruzándonos la mirada con la pareja obesa que se sienta cada tarde en la parada del bus para ver cómo pasan los transfers turísticos hacia la playa de Perissa. Todo es calma. Es raro. Cocinamos y lavamos la ropa, y nos hacemos la cama, y escribimos y leemos, y nos tomamos una copa de vino en el patio blanco y azul mientras Abel juega con las pinzas de la ropa.

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Parece que esperamos algo. Pero no. Leo sobre la historia de la isla, de esta isla tan codiciada que una erupción volcánica casi borra del mapa. Se me eriza la piel al pensar en la columna de fuego y lava que se elevó 30 kilómetros sobre el nivel del mar. En el tsunami posterior que avanzó a 350 kilómetros por hora, cabalgando sobre una ola diabólica de 250 metros de altura que barrió toda una civilización. Hace 3.600 años de aquello. Ahora, los pubs sin gracia donde los jóvenes de Emporio salen a tomarse una copa nos recuerdan que estamos en otra era. En la nueva Santorini que resurgió de las cenizas cual Ave Fénix, en medio de cenizas, de roca y de piedra pómez, y que espera de forma indolente, sin miedo ni impaciencia, la próxima erupción de su volcán.

 

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