Cada día sobre las siete y media de la tarde, los coches, las motos y los quads de alquiler enfilan la carretera que cruza la isla de Santorini de Sur a Norte. Todos van siguiendo la melodía silenciosa de la puesta de sol anunciada. Todos van siguiendo al flautista de Hamelin. Oía se va llenando de visitantes que se sientan en sus terrazas colgantes con vistas a los acantilados, de trescientos metros de altura; turistas que ocupan la primera fila en los miradores; parejas que han venido dos horas antes para poder sentarse en los malecones que dan al mar. Parece que ya no cabe más gente en Oía, pero siempre caben.
En cualquier parte de la isla puede contemplarse una puesta de sol de las que siempre se recuerdan. Ver el ocaso en Santorini es como ir al teatro o al cine; es un plan que siempre funciona cuando no tienes un plan premeditado. Te sientas en algún lugar con vistas y ya no hace falta que hagas nada más. Miras hacia el horizonte esperando que el disco descienda. A veces se pone detrás de alguna montaña; otras veces cae al mar.
Cada día es diferente, y juegas a buscar tu rincón en la isla; apuestas a que encuentras un lugar en soledad. Cada día cuando dan las ocho de la tarde dejas lo que estás haciendo y miras al cielo, desde cualquier lugar en el que estés. Durante unos minutos no hablas, no miras, no piensas, casi no respiras. El sol es un círculo rosa fucsia fluorescente, brillante y extraño; marciano. Un círculo hipnótico que se acerca a los vapores de azufre que desprende el volcán, aún activo, de Santorini, en la pequeña isla Nea Kameni.
El sol se derrama como la lágrima de cera que resbala en las lámparas de lava. Y cuando la lágrima entra en contacto con el mar, pierde su reflejo amarillento. Sobrevienen entonces los naranjas, luego los rosas y violáceos, para envejecer con un azul ceniza hasta morir; hasta que llega el último acto: fundido en negro y FIN.