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Hiroshima o el recuerdo de la estupidez humana

hiroshima3Eran las 8.15 de la mañana cuando estalló la bomba atómica en Hiroshima. Los relojes quedaron congelados en la hora fatídica, así como cientos de miles de vidas humanas: niños que iban a la escuela y que después, en medio de su agonía, se preocupaban de que les hubieran puesto falta en el colegio; jóvenes que se dirigían a su puesto de trabajo; amas de casa que cayeron desmayadas en el suelo de la cocina; oficinistas que quedaron calcinados sentados ante la mesa de su oficina -así encontró una mujer a su marido, una estatua cenicienta y silenciosa-; niños que montaban en su triciclo por el jardín y el padre, sin saber qué hacer con el niño muerto, lo enterró en el jardín con triciclo y todo; bebés que murieron en los brazos de sus madres…

No haría falta visitar el Hiroshima Memorial Museum para tener claro que el lanzamiento de la bomba atómica fue una estupidez. O un acto criminal, según denuncian algunos. O una cobardía, porque parece ser que la decisión que tomó Estados Unidos se debió al miedo de que entrara en juego la URSS.

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No es que Japón no hubiera cometido atrocidades -dicen que maltrató cruelmente a los prisioneros americanos-, pero hay expertos internacionales que claman que la detonación de las bombas de Hiroshima y Nagasaki no habría sido necesario, porque Japón iba a rendirse de todas maneras.

Los humanos somos una raza estúpida que vive de puro milagro. Miramos a corto plazo, buscamos el éxito o la derrota del adversario, nos gusta sentirnos superiores. Es verdad que hay sociedades que tienen más sentimiento de grupo, más disciplina y visión de futuro. Incluso cierta preocupación por aspectos que a la mayoría de la gente le parecen tan vanos como el legado que dejamos una vez que hemos vivido nuestra vida y nos morimos.

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En las catástrofes provocadas por la mano del hombre siempre se ven lo mejor y lo peor de las personas. Los que no han medido las consecuencias o han pensado que es un mal menor -como dijo el presidente Truman tras la detonación de la bomba atómica, que era la manera de acortar la guerra y evitar la muerte de miles de soldados estadounidenses- y los que arriesgan su vida por los demás, los que colaboran en la reconstrucción, los que han ayudado a algún herido o a devolver a las familias sus muertos.

Definitivamente, no hay que ir al Museo de Hiroshima para saber que fue un periodo horrible de nuestra historia. Yo no estaba segura de ir, porque cuando estás de vacaciones te apetece divertirte, no escuchar las calamidades de las víctimas ni la pena crónica de los supervivientes. Pero como dije en el post sobre la historia de Berik, a veces hay que hacer un esfuerzo para no mirar hacia otro lado. La única esperanza que queda es que sea la opinión pública la que frene a los gobiernos.

Me quedo con esta frase de Noam Chomsky:

“Si algunas especies extraterrestres fueran recopilando la historia del homo sapiens, ellos podrían dividir el calendario: AAN (antes de las armas nucleares) y EAN (la era de las armas nucleares). Esta última era, por supuesto, se abrió el 6 de agosto de 1945, el primer día de la cuenta regresiva para lo que puede ser el final poco glorioso de esta extraña especie, que alcanzó la inteligencia suficiente para descubrir los medios eficaces para destruirse a sí misma”.

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La historia de Berik. El escalofriante legado de la era nuclear

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Todavía estoy conmovida por el documental Hijos de la guerra atómica, que La 2 emitió el pasado 19 de septiembre por la noche. Después de que pasaran tres años sin tener televisión en casa, la incorporación de este pequeño electrodoméstico la recibimos con calma, con la cabeza fría, y ahora la encendemos con cautela y muy selectivamente, porque no queremos perder el premio del silencio en nuestro salón. Sin embargo, el jueves nos encontrábamos viendo un reportaje en La 2 –Planeta Humano, muy recomendable también- y al acabar me quedé petrificada con el testimonio que inauguraba el siguiente programa. Berik Syzdikov, una de las muchas víctimas de las pruebas nucleares que Rusia llevó a cabo en la zona de Kazajistán conocida como El Polígono, aparecía en pantalla con sus ojos enterrados por culpa de varios tumores que deformaban su cara.

La primera reacción fue apagar la televisión. Confieso que de un tiempo para acá sufro una especie de desencanto por el periodismo, tan saturada como estoy de reality shows, de medios de comunicación al servicio de los poderes; me cansan las portadas sensacionalistas con muertos en primer plano, las notas de prensa de copiar y pegar para dar un pésame, los famosos que hacen de tertulianos y los contratos basura de esta profesión.

El rostro de Berik me llevó a pensar otra vez en el morbo, y quise mirar para otro lado para no seguirle el juego. Afortunadamente, no lo hice, y pude reconciliarme un poco con la verdadera labor del periodista, que es la de informar sobre una realidad y denunciar las injusticias. Me obligué a quedarme allí hasta el final para tratar de comprender, mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas y se me encogía el corazón. Sabía que no lloraba por su rostro deforme, sino más bien por la soledad a la que lo ha condenado un gobierno al que no le importaban sus ciudadanos. Pensé que aquellos dirigentes que utilizaron a los pobres campesinos como conejillos de indias, sometiéndolos a radiaciones cuyos efectos pueden verse todavía hoy, 20 años después, tenían el mismo corazón de piedra que los que tiraron las bombas de Hiroshima y Nagasaki; la misma locura que los que se sintieron llamados a exterminar a su propio pueblo en Alemania, China, Chile…; la misma sangre fría que los que llevan a todo un país a la guerra, y un cinismo muy parecido al de los que mienten sin ruborizarse en el Congreso o los que están metidos hasta el cuello en escándalos de corrupción.

Berik inicia el reportaje dando las gracias a los periodistas por hacerle una visita y por hacer posible que el mundo no se olvide de él. Aunque sólo sea por ese agradecimiento, el documental ya habría valido la pena, así que perdoné a los reporteros que me removieran las entrañas y me sacaran de mi comodidad durante aquellos 40 minutos tan duros en los que el pobre hombre, que tiene más o menos mi edad, intenta tocar la guitarra o el piano y se siente afortunado por salir ese día a la calle. Lloré de rabia, porque no se puede tolerar que los “intereses de Estado” estén por encima del de los ciudadanos. No puedo comprender, ni quiero, los llamados “daños colaterales”, que los políticos manipulen la información escudándose en la “seguridad nacional” o que nos traten como meros números. ¿Será posible que los gobiernos representen tan poco a los ciudadanos?

Muchas veces pensamos que ante esto no podemos hacer nada. Podemos empezar por saber.

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