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La tormenta en el desierto

Definitivamente, ya hemos dejado atrás California y estamos cruzando Nevada. La ruta más fácil conlleva pasar otra vez por Las Vegas, así que nos resignamos a volver sobre nuestros pasos. “¿Te das cuenta de que la única ciudad en la que repetimos es precisamente la que nos ha parecido la más cutre?”, me comenta Marc. Pues sí, es una de esas ironías del viaje.

Mientras voy pasando por las luces horteras de los moteles, que me saludan con un déjà vu con el que se intuye ya el final de nuestro periplo, pienso que por lo menos esta noche saldremos de marcha. Hasta ahora no ha sido posible ni una sola vez; lo intentamos en San Francisco y después de cenar un concierto de bostezos nos convenció para dirigir nuestros pasos otra vez al hostal, mientras nuestro agregado australiano nos seguía un poco decepcionado.

Pero ahora estamos en esta ciudad estrafalaria, y no somos los turistas embobados de la otra vez. Marc me dice que sí, que está de acuerdo, porque además unas nubes oscuras se han instalado en el cielo y han dotado a la tarde de una temperatura agradable y prometedora. Cuando llegamos al hotel, nos damos una ducha caliente, comemos las provisiones que traíamos para la cena y nos tendemos un instante en la cama para relajarnos. Recuerdo que cerré un momento los ojos para descansar la vista del ordenador. La siguiente vez que los abrí, era de madrugada y estaba lloviendo sobre los tejados de Las Vegas.

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Llovió toda la noche. Una tormenta se instaló en esta ciudad durante unas horas, cayeron un par de rayos en la altísima torre del Estratosfera, y las atracciones pararon. La gente corría por las calles de Las Vegas como hormigas desorientadas; algunos extendían los brazos y reían bajo las refrescantes gotas, mirando al cielo.

Al día siguiente la tormenta se movió con nosotros, y mientras dejábamos atrás charcos y charcos en las arenas rojizas a ambos lados de la carretera, comentábamos la extrañeza de esta imagen de desierto anegado. Las malas lenguas dicen que numerosos cuerpos sin vida yacen en los alrededores de la ciudad del juego, aprovechando la soledad de un desierto que además borra fácilmente todas las huellas. “Se deben estar mojando los cadáveres”, me comenta Marc, riendo.

Así vamos pasando las horas, mirando las montañas moradas a lo lejos y escuchando la banda sonora de las gotas en el parabrisas, hasta que atravesamos todo el estado de Arizona. En Utah, de repente, la lluvia cesa. Paramos en San George, en un Starbucks. Me reconforto con mi tchai tea latte calentito, porque noto que me molesta un poco la garganta; mientras, Marc se va a mirar no sé qué tienda.

Cuando termino de usar el ordenador y amortizar la wi-fi, miro hacia la ventana y veo una caja blanca enorme andando sola por la calle. Pego un respingo de la silla: ¡pero si es Marc! El muy testarudo se ha comprado una amasadora profesional para hacer el pan en casa. Él parece contento, pero yo no sé qué vamos a hacer cuando devolvamos el coche y volvamos a vagar de estación en estación y de aeropuerto en aeropuerto…

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Esta noche dormimos en un hotel en Grand Junction, ya en el estado de Colorado. Salimos a cenar a un pub con música en directo, y una camarera sonriente nos anuncia que estamos en la happy hour: dos copas al precio de una. Como no pruebo el alcohol desde tiempos inmemoriales, hasta yo me apunto, y pido vino blanco. Tardan una eternidad en traernos la hamburguesa y las fajitas, así que me entretengo con mi copa, que hace estragos en mi estómago vacío. Pronto empiezo a verlo todo confuso y a envalentonarme. Los dos músicos con sus guitarras me parecen irreales, al igual que las simpáticas camareras, que cada dos por tres pasean su sonrisa por las mesas preguntando eso de “How is it going?”. De repente siento ganas de hablar con todo el mundo, bailar delante de los músicos y enterarme de la vida de los ocupantes de las mesas. Siento cómo me invade una energía que no sé cómo canalizar, y me siento feliz notando la leve presión en la cabeza y las burbujas del vino en la nariz. No me importa nada, y podría ser capaz de todo. Miro a Marc, que me mira riéndose porque creo que no paro de hablar y me equivoco con las palabras. Quizás mis reflejos y mi lenguaje se hayan alterado por la influencia del vino, pero no así mis sentidos, que me abren un mundo desconocido alrededor: la melodía country que me hace mover los pies, los dos chicos que se acaban de conocer en la barra y ahora se sientan más cerca, el perro que se revuelve nervioso cuando río… Me sacude entonces una carcajada incontrolable, larguísima; un torrente de risa desbocada que ya no puedo parar, ni quiero. Mis palabras se entrecortan entre hipidos, ya no escucho la música ni el barullo constante de la gente, sólo mi risa; un temblor placentero que me cruza el cuerpo, y que ahora me nubla todo con la cortina húmeda de las lágrimas.

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Luces y sombras de San Francisco

Recuerdo la entrada a San Francisco. Estábamos expectantes, deseosos de aparcar durante varios días nuestra vida nómada en la carretera. Pronunciabas “San Francisco” y pensabas, automáticamente, en el cine, en civilización y modernidad, en el pensamiento alternativo y en las calles empinadas. Estaba comenzando la mañana, así que nos permitimos el lujo de gastar un par de horas en el Starbucks, comiendo bagels y bebiendo tchai tea latte hasta que el cuerpo nos dijo basta.

Muchas lecturas me habían acompañado hasta entonces por el camino. Varias revistas Altair y un par de guías de viaje, además de todo panfleto que iba recogiendo en las paradas; pero, sobre todo, el libro Amèrica, Amèrica, de Xavier Moret, periodista y colaborador de El Periódico de Catalunya. Me sorprendió gratamente hallar este título en la estantería de guías de Estados Unidos, pero más aún comprobar que hizo una ruta muy parecida a la que nosotros queríamos hacer, así que desde el principio se convirtió en mi libro de cabecera y, cuando nuestros pies pisaron San Francisco, tenía dos objetivos claros: seguir sus pasos hacia la vieja librería City Lights y hacia el barrio Haight-Ashbury, donde nació el movimiento hippy y la contracultura.

Vamos de excursión a ver la librería de los años 50, santuario bohemio de la generación beat, frecuentada por el Jack Kerouac de On the road (en castellano En el camino y en catalán A la carretera), una novela que relata su continuo viaje cruzando Estados Unidos de costa este a la oeste y viceversa. El viaje por el viaje, la aventura y la libertad del individuo por encima de todas las cosas, aderezado todo con buenas dosis de drogas, jazz, alcohol y mujeres. Me hace gracia el juego cómplice que siempre se crea con la literatura, cómo dentro de un relato cabe otro, y dentro otro, y otro. Como ocurre en El Quijote, o en Las mil y una noches, o en este blog, que habla de Amèrica, Amèrica, que a su vez habla de On the road, y así podría ser hasta el infinito…

En esta visita nostálgica ya no estamos solos. Hemos conseguido engatusar a Roger, un bombero compañero de Marc con el que hemos coincidido temporalmente en San Francisco, y a las amigas con las que viaja: Berta y May. Juntos nos hemos perdido en las tres plantas de estanterías de libros, curioseando entre las secciones de ciencia ficción, misterio o esoterismo, mientras cruje el piso de madera a nuestros pies y los carteles en la pared te dicen que te sientas libre de coger un libro y sentarte un rato a leerlo. Puro espíritu hippy…

Los cinco hemos recorrido el embarcadero, donde nos hemos embobado un rato con el espectáculo espontáneo que nos dan las focas; hemos puesto a prueba los gemelos con las subidas imposibles de San Francisco, hemos bajado, sin proponérnoslo, por la famosa Lombard Street, con sus curvas de vértigo, hemos descubierto la Chinatown más hermosa, con sus farolillos rojos, sus mejores restaurantes y sus calles en lo alto de la colina; a la derecha, una hermosa vista de uno de los puentes de San Francisco; a la izquierda, el famoso tranvía que se acerca rebosado de turistas. Yo ya no le puedo pedir más a este día…

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Esa noche no pude dormir por culpa de los ronquidos de nuestro compañero de habitación. San Francisco no es cara, es carísima, así que volvemos a compartir las cuatro paredes de nuestro cuarto con desconocidos; en este caso, dos australianos. Uno de ellos, Jol, ha salido con nuestro grupo a cenar. A él también le ha despertado la respiración entrecortada y angustiosa de su paisano, así que me observa, curioso, cuando a las cuatro y pico de la mañana ve que me levanto, decidida a despertarlo. “Excuse me…”, le susurro al dormido en el oído. Nada, ni caso. Levanto la voz. “Excuse me!!!!”, pruebo otra vez. Tampoco. Ya me estoy desesperando, así que le cojo el brazo y lo zarandeo. “Soooorrrryyyy, Excuuuuuseee meeee!!!!!!!!”. Nunca había visto a nadie dormir así. Durante los siguientes 45 minutos, la escena se torna grotescamente ridícula; yo estoy empujando al australiano hasta casi tirarlo de la cama, mientras Marc se une a mí saltando sobre la litera, haciendo botar al pobre desdichado, que ronca como un descosido pero duerme como un muerto, y todo bajo la atenta mirada de Jol, que desde la otra litera nos mira calladamente sin querer participar en este escándalo, en este fracaso con mayúsculas que nos hace regresar a nuestras camas, cabizbajos, esperando ya el despuntar del alba. Aún no nos hemos tapado cuando oímos que el maldito gruñe de forma diferente, se da la vuelta y, por fin, se calla. Tras la cortina, veo la amenaza de los primeros rayos de sol; cuando me tocan, siento que me convierto en un vampiro y que muero desintegrada.

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