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El mirador más alto está en Shanghai

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El mirador más alto del mundo está en Shanghai. Aunque no es el rascacielos más alto del planeta, sí ostenta este récord en cuanto a su observatorio, situado en la planta 100 del Shanghai World Financial Center y con impresionantes pasarelas de cristal que recorres para ver la ciudad a tus pies. Visitamos el Pudong de noche, intentando adivinar qué edificio ganaba en altura. A ras del suelo es imposible saberlo, incluso la vista te engaña con ilusiones ópticas. Actualmente el rascacielos más alto del mundo está en Dubai, pero Shanghai, que no quiere quedarse atrás en la lista de los récords Guiness, está culminando ya las obras del que será el segundo rascacielos más cerca del cielo: la Shanghai Tower, cuyas obras acabarán en 2015.

Resulta curiosa esta competencia por la altura, este gusto por las etiquetas “el más…”, tanto derroche de soberbia… En Pudong, los ricos de la ciudad se pasean con sus bolsas de ropa de marca y sus ojos ocultos tras las gafas de sol. Pero sólo a dos paradas de metro, una vez que se cruza a la otra orilla del río, la escena ya es bien diferente: motos que circulan sin luz y transportan a tres pasajeros -sin casco, por supuesto-, conductores que se protegen del sol con una toalla sobre la cabeza, tenderos que dormitan en una butaca en el medio de la acera, torsos desnudos por doquier, transeúntes que escupen a tu lado, hedores varios. Pero como ya es el tercer día en Shanghai, esas cosas ya no te molestan, e incluso agradeces pequeños gestos de deferencia hacia ti, que no eres más que un turista desorientado, un insignificante mosquito en la ciudad más poblada del mundo.

También asombra el caos del tráfico, que me recuerda a El Cairo. En ambas ciudades tienes la sensación de que la vida humana vale muy poco; la sensación se inseguridad viene dada porque aquí no importa de qué color esté el semáforo. En cualquier momento pueden embestirte, por la izquierda o la derecha, motos silenciosas o ciclistas que circulan en sentido contrario. El tránsito de coches, motos, bicis y rickshaws prácticamente se regula a sí mismo, las normas básicas de circulación son muy laxas, y para integrarte debes hacer como ellos: lanzarte a correr por las grandes avenidas, esquivando a los vehículos o siguiendo a los autóctonos.

Entre otras lecturas que me acompañan en este viaje se encuentra el relato del viaje a la China del escritor Vicente Blasco Ibáñez, englobado en su libro La vuelta al mundo de un novelista. Resulta muy interesante leer las descripciones que realiza de Shanghai, a la que llega en 1923, en una época en la que el país había terminado hacía unos años con la última dinastía de emperadores. Blasco Ibáñez llega a bordo de un barco surcando el río Yangtzé, el río Azul. Eso sí que era una aventura. En aquel Shanghai de principios del siglo XX pululaban cortesanas con sus vestidos floreados y sus caras de muñequitas de porcelana; frailes y sacerdotes ingleses, norteamericanos, franceses o españoles destinados a extender la propaganda católica o la protestante; cónsules, profesores, escritores, leprosos y mendigos. Sólo unos años después de su visita, la ciudad ya ostentaría el título de quinta ciudad más grande del mundo y hogar de 70.000 extranjeros.

Mucho ha cambiado Shanghai, aunque en esencia sea la misma. Ahora a nosotros se nos antoja también explorar un poco de la región del Yangtzé, así que cogemos un tren hasta Suzhou, que nos concede un respiro a la locura de la metrópoli. Comprar un billete por cuenta propia ya es en sí una hazaña, pero esta… ya es otra historia.

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China, el despertar del dragón

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Hemos llegado a China un poco por casualidad. Por una serie de razones que se fueron concatenando, hemos aterrizado en Shanghai. Hoy ha sido uno de esos días de transición en los que vas desgastando las horas de tanto usarlas. En los aeropuertos los segundos cuentan y los minutos se alargan. El día es infinito; la noche, un duermevela confuso tejido de vagas ensoñaciones, dolor de cabeza, calor y frío, voces lejanas, pasos, trasiego, silencio, añoranzas.

Hemos intentado dormir en el aeropuerto de Moscú, en un vano intento de sacarle partido a la escala de 10 horas que nos ha dejado tocados para el resto del viaje. Moscú es centro neurálgico de numerosos vuelos internacionales, algo que se ve, por ejemplo, en la cantidad de usuarios que pasan la noche en sus zonas habilitadas. Como si de un campamento de refugiados se tratara, los viajeros se acomodan sobre la moqueta, sacan sus esterillas y mantas, y allí, con el canturreo martilleante de los anuncios por megafonía, se abandonan al sueño. Nosotros no íbamos tan bien preparados: el aire acondicionado estaba demasiado alto y el suelo nos pareció excesivamente duro para nuestras espaldas. Así que pronto entramos en ese estado de irritación propio del cansancio, la fatiga y la desorientación: ya no sabíamos qué hora era en España, ni tan siquiera si nos tocaba dormir o comer.

Sobrevolar el espacio aéreo tampoco es que fuese demasiado agradable. Entre chinos que parecían utilizar nuestros asientos como sacos de boxeo y rusos borrachos -y vomitones-, finalmente acabé por conseguir cerrar los ojos. Cuando desperté, el dragón estaba allí. Shanghai nos guiaba hasta el aeropuerto de Pudong con sus constelaciones de luces pequeñitas, especialmente bellas en esta noche de húmeda y cálida. Líneas rectas, diagonales, curvas sinuosas por donde circulan, aún a estas horas, el tráfico rodado de la metrópoli, y poliedros altivos que dibujaban las industrias, los comercios y el dinero de la ciudad más cosmopolita de China. Era el espinazo de neón del dragón, que parecía dormir en la negrura de su cueva.

Para algunos analistas, este dragón es símbolo de un crecimiento económico digno de admiración; para otros, es una bestia que en poco más de una década podría acabar de engullir a Occidente.

Ahora me vence el sueño. Mañana, con el fulgor del día, veremos si hacemos salir a la criatura de su madriguera para que brille para nosotros.

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