Día 40 de confinamiento. De soledades, galerías y otras ausencias

Estos días siento los mismos temores que durante la concepción, embarazo y parto. Los surcos del azar son demasiado profundos, demasiado oscuros. Con ellos podría dibujar una rayuela en mi corazón; soñar que de un salto regreso a la casa de los espíritus de la calle Aire número 2, mi Ítaca; la que inspiró todas mis historias.

Regresar como regresó Ulises en la Odisea, aunque de momento no es posible. Esta es mi vida ahora: la historia de una maestra con alumnos invisibles; la confesión de una idealista que aún desea recorrer el libro de las maravillas del mundo. Cuando se pueda. Cuando lo dicten los ocho millones de dioses que andan escondidos en alguna de las islas griegas.

Os confieso que sueño con retomar mis viajes con Charley e instalarme sin fechas en el gallo de hierro, pero ahora solo me preocupa cómo cruzar los campos de Castilla desde Barcino hasta el sur. Os abrazaría a todos: padres, hermanos, tíos, primos, cuñados, amigos y compañeros, incluso al abuelo que saltó por la ventana. A todos.

Os susurraría al oído que no tuvierais miedo. Os diría que no hay razones para desconfiar de los vecinos, que aquí todas las banderas aplauden a las ocho. Porque todos somos hijos del dios binario que nos alejaba en libertad y nos acercó en confinamiento.

Me quedan mil y una narraciones que contaros, más de las que contiene Don Quijote de la Mancha, más de las que sobrevendrían con el despertar de Cervantes.

Os quiero. Quiero decíroslo antes de que el tiempo se escurra entre los dedos, antes de que el sol se ponga hoy, antes de que el progreso se ponga en pausa; antes de que la arena se convierta en desierto. En un desierto de seda inhabitado y silente, en el que siempre, siempre, y pase lo que pase, resonarán mis besos.

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¿Dónde están los niños? Reflexiones tras 16 días de confinamiento por el COVID19

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Hoy, como vengo haciendo desde hace 16 días, desde el principio del confinamiento, me he sentado a escuchar el silencio. Hasta ahora era difícil; había que ir a buscarlo: pasear por una calle solitaria, salir al exterior cuando todos duermen, acercarse a la playa para que el sonido de las olas apague el de los coches, taparse los oídos para acallar los gritos, taparse los ojos para no ver el ruido.

Hoy, si hubiera tenido perro, me habría fijado en que los coches siguen en los mismos aparcamientos que hace dos semanas. Habría mirado con tristeza –y quizás con un escalofrío- los parques clausurados y los columpios vacíos. Me habría preguntado dónde están los niños; habría pensado en las personas que me importan; habría deseado no tener que lamentar ninguna víctima más del maldito coronavirus.

Hoy, como no tengo perro, he salido a la terraza que me sirve de pulmón y me he puesto a pensar en las personas que me importan. Se escuchaba mucho el silencio, y no me ha dejado pensar. Aquí nunca lo había oído, rodeados como estamos por bloques de apartamentos  que me miran con esos ojos de colmena, impasibles durante el día y fantasmagóricamente iluminados por la noche.

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Hoy es una hora cualquiera de la tarde, y se oye el batir de alas de las palomas, y trinos, y hojas moviéndose, y una cortina que se descorre, y un portero automático lejano; ahora una puerta que se cierra, y otra que se abre. Por encima de todo, silencio.

De repente he escuchado una frase gritada al aire por un niño: “¡Me aburrooo!”. Lo ha dicho así, de repente, para desahogarse. Un niño solo con su yo. Pero entonces, a pocos metros, se ha producido el milagro: en otro balcón, otro niño le ha contestado: “¡Y yo tambiééééén!”. Y ya no han hablado más; de nuevo nos hemos sumido en el silencio. Pero me ha parecido que en ese breve diálogo se encerraba toda la poesía del mundo. Dos niños haciendo auténtica poesía de la soledad.

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De cuando nos sirvieron la «no comida» en una auténtica taberna griega

En todos los viajes nos pasan siempre cosas raras. En este, nuestra experiencia más surrealista ha sido en un pequeño restaurante griego de pescado fresco; solitario, auténtico, situado junto al mar. ¿Qué podía fallar?

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Condujimos durante kilómetros y kilómetros para salirnos de las rutas habituales. Cuando vimos un cartel hecho de manera doméstica indicando «fresh fish», no nos lo pensamos y giramos el volante para coger la pista que nos alejaba de la carretera y venía a morir al mar. Al final del camino descubrimos un restaurante, taberna, bar o chiringuito, fuera lo que fuera, con las mesitas tan cerca del mar que la brisa marina parecía que te mecía en medio de las olas. Ni un alma en este restaurante a la hora de comer.

Hablamos con el encargado que resulta ser el dueño, chapurrea algo de inglés y nos dice que es pescador y que hoy comeremos los pescados que él mismo captura con su barca. Grita a su mujer una frase en griego. Aparece la señora tras la barra, limpiándose las manos en su mandil. Preguntamos si además del pescado nos puede hacer un zumo de naranja. ¡Claro que sí! Y allí que nos sentamos en una mesa con su mantel de cuadraditos azules y blancos, celebrando nuestra suerte y nuestro zumo, mientras pasan los minutos. Rápido primero y… muy lentos después.

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Ya nos hemos tomado el zumo, ya hemos ido a la orilla a enseñarle a Abel el ruido que hacen las olas al romper. Miramos el reloj: cuarenta y cinco minutos sin que aparezca el pescado. Sí que son lentos… Decidimos no decir nada y esperar. Como dicen en internet que los griegos no tienen prisa… Abel empieza a inquietarse, creo que percibe nuestra impaciencia y nuestra hambre. Durante la primera media hora el pescador ha hablado con nosotros y le ha regalado unas naranjas al niño; ahora el hombre cabecea sentado en una silla, a un par de metros de nosotros. Nuestro bebé empuja las naranjas con el pie, con cara de aburrimiento. Al lado del pescador que dormita, un hombre más joven se entretiene con el móvil, que por cierto, no habla ni papa de inglés.

Ha pasado más de una hora desde que esperamos la comida. Le digo a Marc que se han olvidado de nosotros, o que no nos hemos entendido. Resuelto, Marc se acerca a la barra (el pescador se ha despertado y parece que busca algo por ahí). Marc le pregunta por nuestro pescado. Desde lejos, veo que el hombre asiente y que le hace gestos para que se vuelva a sentar. ¡Esto ya pasa de castaño oscuro!

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Nuestro niño ya ha jugado con las piedras, ha experimentado con las algas; ha visto las barcas aparcadas como ballenas muertas en la playa; ha gateado bajo todas las mesas y ahora ya grita ¡aaaaaaah, aaaaaah, aaaaaah!, que quiere decir: BASTA YA.

Son casi las cuatro y media de la tarde. Llevamos una hora y media esperando la comida. No sabemos cómo ni cuándo, pero el pescador ha desaparecido. Marc va a la barra y dice que la mujer tampoco está. El otro hombre joven se levanta ahora, pausado, y decide limpiar la mesa con restos de platos y vasos sucios que ha estado toda la hora y media sin recoger.

Decidimos que a las cinco de la tarde nos iremos. En el fondo nos da cosa, porque la hipótesis que barajamos es que se les ha acabado el pescado y han ido a buscarlo. De hecho las brasas están encendidas desde hace rato, pero de pescado ni rastro.

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Es una situación tan extraña que nos deja sin recursos y con cara de tontos. Repasamos una vez más todas las opciones posibles. ¿La mujer ha tenido un accidente cuando ha salido a por el pescado y el hombre ha salido a ayudarla? ¿Se han quedado sin carbón? Pero la actitud del hombre joven, tan despreocupada, parece desmentirlo. Cuando el reloj marca las dos horas de espera sin más que un zumo de naranja en el estómago, mi mente ya empieza a divagar. A las dos horas y cuarto, aparece un coche. Suspiramos. Pero no, es otra mujer, quizás  más joven, que tampoco habla inglés. Se coloca el delantal que había dejado la otra señora y empieza a trabajar tras la barra, comentando chascarrillos en griego con el otro. De vez en cuando nos mira de soslayo, a mí me parece que con condescendencia.

Entonces ya no podemos más. Nos levantamos, pagamos los zumos y nos vamos hacia el coche. El hombre nos grita algo detrás de nosotros. ¡Ah, ahora es cuando viene a detenernos y nos explicará lo que ha pasado! Pero no, no, no. Volvemos la cabeza y miramos hacia algo que señala. Y allí, bajo nuestra mesa, descubro las dos chanclas de Marc asomando, como testigos mudos y burlones de la grotesca escena que acabamos de vivir.

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Por qué es famosa la puesta de sol en Santorini

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Cada día sobre las siete y media de la tarde, los coches, las motos y los quads de alquiler enfilan la carretera que cruza la isla de Santorini de Sur a Norte. Todos van siguiendo la melodía silenciosa de la puesta de sol anunciada. Todos van siguiendo al flautista de Hamelin. Oía se va llenando de visitantes que se sientan en sus terrazas colgantes con vistas a los acantilados, de trescientos metros de altura; turistas que ocupan la primera fila en los miradores; parejas que han venido dos horas antes para poder sentarse en los malecones que dan al mar. Parece que ya no cabe más gente en Oía, pero siempre caben.

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En cualquier parte de la isla puede contemplarse una puesta de sol de las que siempre se recuerdan. Ver el ocaso en Santorini es como ir al teatro o al cine; es un plan que siempre funciona cuando no tienes un plan premeditado. Te sientas en algún lugar con vistas y ya no hace falta que hagas nada más. Miras hacia el horizonte esperando que el disco descienda. A veces se pone detrás de alguna montaña; otras veces cae al mar.

Cada día es diferente, y juegas a buscar tu rincón en la isla; apuestas a que encuentras un lugar en soledad. Cada día cuando dan las ocho de la tarde dejas lo que estás haciendo y miras al cielo, desde cualquier lugar en el que estés. Durante unos minutos no hablas, no miras, no piensas, casi no respiras. El sol es un círculo rosa fucsia fluorescente, brillante y extraño; marciano. Un círculo hipnótico que se acerca a los vapores de azufre que desprende el volcán, aún activo, de Santorini, en la pequeña isla Nea Kameni.

El sol se derrama como la lágrima de cera que resbala en las lámparas de lava. Y cuando la lágrima entra en contacto con el mar, pierde su reflejo amarillento. Sobrevienen entonces los naranjas, luego los rosas y violáceos, para envejecer con un azul ceniza hasta morir; hasta que llega el último acto: fundido en negro y FIN.

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Akrotiri, los restos de la Atlántida que describió Platón

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En España no nos habíamos sacudido aún el polvo, el miedo y las bombas de la Guerra Civil cuando un polémico arqueólogo griego llamado Spyridon Marinatos sorprendió al mundo académico con una teoría que explicaba el fin de la próspera civilización minoica a causa de la erupción del volcán de Santorini.  Más osado todavía, en 1960, el sismólogo Angelos Galanopoulos planteó que la mítica Atlántida se encontraba en Santorini y por lógica Akrotiri era la ciudad que más argumentos reunía para encarnar la descripción que Platón hizo de la mítica isla, tan próspera, culturalmente tan avanzada y que vivía en paz hasta que fue engullida por el mar y el fuego.

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Spyridon Marinatos es el Indiana Jones griego. Soportó que ciertos sectores de la comunidad científica se rieran de él, esperando pacientemente casi 40 años hasta que finalmente pudo excavar en Santorini y ¡oh sorpresa! descubrir las ruinas de Akrotiri, un yacimiento que hoy día está considerado uno de los más importantes de todo el Mediterráneo.

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Aunque su figura no ha pasado a la historia exenta de polémica -aparece vinculado a la dictadura militar, detalle que posiblemente redujo su éxito académico- su importancia está fuera de toda duda, por lo que a las puertas de Akrotiri su estatua da la bienvenida al visitante. Una vez en el yacimiento, que está considerado la Pompeya griega, los ojos se recrean en las modernas construcciones -disponían de letrinas y un sistema perfecto de drenaje, enormes ventanales que bañaban de luz las estancias, hermosos frescos pintados en vivos colores en viviendas ¡de hasta tres pisos!- detalles sorprendentes si se piensa que estamos en la Edad del Bronce y se comparan con la sencillez de otros asentamientos de la época.

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Bajo la ceniza y la lava, una ciudad que podría ocupar unas 20 hectáreas -de las que solo se ha excavado una ínfima parte- permaneció dormida y oculta, como en un cuento de hadas, durante casi treinta y seis siglos. Ahora nos maravilla por el elevado nivel de vida de sus habitantes. Sin embargo, quedan aún muchos misterios por descubrir. Saber, por ejemplo, si sus habitantes escaparon o permanecen enterrados en algún lugar sin excavar de la isla. Porque, a diferencia de Pompeya, aún no se ha encontrado ni un cadáver. Tan solo el esqueleto de un cerdo recién sacrificado, que en una cruel ironía del destino, aguardaba para celebrar los placeres, la abundancia… y la vida.

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Santorini: canción de fuego y lava

emporio-santorini.jpgLa Isla del Diablo. Kallisti (La Bella). Strongyle (La Redonda). Thera (La Salvaje). Y, por fin, Santorini (Santa Irene). Diferentes nombres para designar la misma realidad: una isla de una belleza magnética y un pasado digno de una epopeya griega.  Estamos en esta isla del mar Egeo, una de las míticas Cícladas, cargando con Abel, que a sus 9 meses estrena pasaporte y está aprendiendo a salir de su zona de confort.

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Hemos llegado hasta aquí dejándonos arrastrar deliberadamente por cantos de sirena, surcando el Egeo a bordo de un ferry lento y compartiendo mesa con una familia griega que se distrae durante el viaje cogiendo a nuestro bebé en brazos, hablándole en este idioma imposible del que no puedo retener ni una palabra. Pero el niño sonríe con ellos. Abel da cabezaditas contra la frente del padre de familia, y los griegos (padres e hijos) se ríen a carcajadas.

Después de que el ferry atracara en el puerto y de que se nos pasara un poco el aturdimiento de la horda de turistas que ha bajado del barco buscando autobuses, coches de alquiler y transfers, hemos llegado hasta Emporio. Aquí no hay extranjeros. Una familia, a lo sumo, que se cruza contigo mientras deambulas por el casco antiguo de este pueblecito medieval en el que empiezas a descubrir la arquitectura blanca y ocre con la que soñabas desde tu imaginario europeo.

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Aquí llevamos ya más de 48 horas. Nunca habíamos estado tanto tiempo sin movernos ni tan pocos metros recorridos. Pasamos nuestras horas haciendo la compra en el súper minúsculo del pueblo; saludando a nuestra vecina, que habla algo de español; pasando una y otra vez por la esquina de la cafetería donde desayunamos; cruzándonos la mirada con la pareja obesa que se sienta cada tarde en la parada del bus para ver cómo pasan los transfers turísticos hacia la playa de Perissa. Todo es calma. Es raro. Cocinamos y lavamos la ropa, y nos hacemos la cama, y escribimos y leemos, y nos tomamos una copa de vino en el patio blanco y azul mientras Abel juega con las pinzas de la ropa.

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Parece que esperamos algo. Pero no. Leo sobre la historia de la isla, de esta isla tan codiciada que una erupción volcánica casi borra del mapa. Se me eriza la piel al pensar en la columna de fuego y lava que se elevó 30 kilómetros sobre el nivel del mar. En el tsunami posterior que avanzó a 350 kilómetros por hora, cabalgando sobre una ola diabólica de 250 metros de altura que barrió toda una civilización. Hace 3.600 años de aquello. Ahora, los pubs sin gracia donde los jóvenes de Emporio salen a tomarse una copa nos recuerdan que estamos en otra era. En la nueva Santorini que resurgió de las cenizas cual Ave Fénix, en medio de cenizas, de roca y de piedra pómez, y que espera de forma indolente, sin miedo ni impaciencia, la próxima erupción de su volcán.

 

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Soroca, el hogar de los gitanos de Moldavia

No sabíamos que Soroca era la ciudad en la que se asienta la comunidad gitana de Moldavia. Llegamos aquí, como todos los escasos turistas, para ver el fuerte de Soroca, una fortaleza en forma de círculo perfecto de la época de Stefan cel Mare (Esteban el Grande) que sustituyó a finales del siglo XV a la original, hecha en madera. Tiene la particularidad de ser el único monumento moldavo de época medieval que mantiene el diseño ideado por sus constructores.

Pero resulta que esta apacible ciudad a orillas del río Dniéster tiene también un interés sociológico como sede de la comunidad de gitanos más importante del país. Los gitanos de Soroca viven en lo alto de la colina más alta de la ciudad, en mansiones de varias plantas habitados por familias numerosas de cuatro o cinco hijos -aunque no llegan a ser la decena de vástagos de antaño-. Son gente adinerada que ayuda económicamente a las familias que tienen en otros países, que decoran sus hogares con columnas y esculturas en las fachadas y adornos de plata y oro.

Lejos queda ya la época en la que eran nómadas, y vagaban de ciudad en ciudad afilando cuchillos y herrando caballos. Todo acabó cuando llegó la Segunda Guerra Mundial; forzaron a los gitanos a dar sus monturas a los soldados por la causa, y esto acabó por hacerlos sedentarios.

Junto a su colina, el otro punto de altura para ver toda la ciudad es la mencionada fortaleza. Silenciosa y simétrica, la forman cinco bastiones cilíndricos donde ulula el viento y anidan las palomas. Si te asomas a alguna de estas torres puedes ver algunas de las escenas más cotidianas de la ciudad: niños que se bañan en el Dniéster; un pescador que echa la caña a las aguas, con paciencia y sin emociones; el ferry -un vestigio que queda de la época soviética- transportando perezosamente su carga a la vecina Ucrania.

Es tan famoso este edificio en Moldavia que aparece representado en los billetes de 20 lei y en el reverso del documento nacional de identidad. Por eso es común encontrarse novias moldavas fotografiándose en el patio de armas. Cuenta la leyenda que en uno de los sitios más prolongados que sufrió la ciudad, los defensores sobrevivieron gracias al racimo de uvas que les dejaba caer en este patio una cigüeña blanca.

Se hace tarde. Nos despedimos de Soroca y salimos de la fortaleza siguiendo a la pareja de casados y a su séquito nupcial. Cada dos o tres pasos sus amigos les lanzan un grito sin palabras, prolongado y sostenido. Un grito, y otro, y otro. Y cuando ya apenas se ven a lo lejos, todavía sus gritos los trae el aire, una señal de júbilo que nos acompaña en nuestro camino de vuelta.

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La Moldavia rural: Orheiul Vechi

“¡Balti, Balti!”… “¡Floresti, Floresti!”… “¡Saharna!”

Los conductores de los autobuses de la estación Gara de Nord gritan sus destinos. Parecía fácil, pero finalmente, tras dar vueltas como pollo sin cabeza entre las furgonetas durante un par de horas (nos habían dicho que salía a las 9.00, pero no, ahora nos dicen que a las 11.00) nos subimos a un minibus sin aire acondicionado ni ventanas -solo dos pequeños tragaluces en el techo- que nos llevará a Trebujeni (Orheiul Vechi), un delicioso paisaje a orillas del río Raut con una historia milenaria, en el que se pueden ver vestigios de la civilización dacia (3.000 años a.C), los restos de la ciudad Sehr al-Cedid, construida por los mongoles en el siglo XIV;  el complejo de Orhei viejo -construido por los moldavos en el siglo XV- y huellas de las tribus que lo habitaron durante el Paleolítico y el Neolítico en las cuevas de sus montañas.

Me siento al lado de Mihail, un señor que dice ser rumano -en Moldavia son mayoría- y que no para de preguntarme de dónde vengo, si viajo sola, si tengo hotel… Como no habla inglés, intentamos comunicarnos con frases sueltas en francés, gestos y garabatos que me escribe en el cuaderno que le enseño.

Pero la barrera del idioma es grande, y el hombre, desesperado, acaba gritando a todo el autobús: “¡¿Alguien de aquí sabe inglés?! ¡¡Turistas de Europa, están buscando un hotel!!” Yo pego un respingo en mi silla. Si queríamos pasar desapercibidos, esto es lo menos recomendable. Siento que todas las miradas se dirigen a mí, pero nadie se mueve. Nadie sabe inglés, ni una palabra. Mihail se vuelve otra vez hacia mí, y me hace señas para que nos bajemos en su parada.

Cuando el autobús nos deja en una calle polvorienta de Trebujeni, Mihail echa a andar cargado con un macuto de ropa en una mano y una bolsa de verduras en la otra. Pregunta a todas las personas que se cruza en su camino: “¿Pensiune?”. La gente niega con la cabeza. ¿Seráposible que en el lugar más turístico de Moldavia no haya donde dormir?

Marc le enseña una agropensión que sale en google maps. No hace falta que nos acompañe, pero el hombre está como emocionado. Le dice a todos los que se encuentra: “¡turistas de Europa!” Se refiere obviamente a Europa occidental, porque aquí el turismo que más conocen es el de los países vecinos: ucranianos, rumanos y rusos.

Llegamos a la pensión y Mihail se pone a negociar con la propietaria. A nosotros eso nos incomoda, porque no entendemos nada de lo que están diciendo. Finalmente, le digo a la mujer que me escriba en un papel el precio por noche y por persona: “40 euros”. Le decimos que no enseguida. Pagar 80 euros en un país donde el sueldo medio son 170 euros nos parece una estafa. Echamos a andar y Mihail nos sigue. A él también le ha parecido caro. Le habla a la mujer duramente, y solo entendemos: “¡turismo de Europa!”, casi como en un suspiro.

Finalmente nos alojamos en La Nuci, una tranquila agropensión rodeada de vides. Nos descalzamos para entrar en la estancia, nos duchamos y en un abrir y cerrar de ojos nos vemos en la terraza con una copa de vino en la mano. Estamos solos en el alojamiento, y podremos ver cómo se pone el sol en el valle después de haber visitado el monasterio en lo alto de la colina, haciendo de atalaya sobre los campos de girasoles y las cuevas prehistóricas donde ahora se refugian los pastores.

Todo eso lo haremos… Pero no ahora. Miramos a Mihail, que ha decidido acompañarnos en el almuerzo, pero con quien no tenemos conversación. Él lo sabe, y por eso, cada cinco minutos para de masticar y se ríe él solo, diciendo: “Casa Verde… ¡¡80 euros!!”, y mueve la cabeza en señal de desaprobación.

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El cementerio judío más grande de Europa. Una triste historia de Chisinau

No había visto nunca un lugar declarado monumento nacional que estuviera en un estado tan lastimero. Al cementerio de Chisinau, la capital de Moldavia, hemos llegado al final de una calurosa mañana de caminata y fatigas. Situado en las afueras de la ciudad, como no entendemos los autobuses y no tenemos ni guías ni mapas, hemos echado a andar en línea recta, cruzando avenidas, parques y aceras hundidas. Marc ha ido por todo el camino echándome agua por la cabeza, en los brazos y en los muslos para que no me desmayara. Es algo a lo que ya estamos habituados…

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Después de recorrer media docena de kilómetros como quien cruza un desierto, sin viento ni sombra, de pronto nos hemos topado con una cancela con la estrella de David. Hemos llegado.

Unos dicen que el cementerio judío más grande de Europa está en Praga; otros que en Polonia; otros que en Chisinau. Depende de cómo se mire: por el número de tumbas, por superficie ocupada o dependiendo de si aún está en uso o no. Lo cierto es que el de Chisinau es uno de los mayores cementerios judíos de Europa y a la vez uno de los más olvidados.

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Recorrerlo es regresar a la historia más oscura del ser humano. Porque entre sus 23.430 tumbas yacen las víctimas de una de las masacres más famosas acaecidas contra los judíos: el Pogromo de Kishinev -la antigua Chisinau-.

Aquel 8 de abril de 1903, hace ya 114 años, los habitantes de la ciudad se levantaron con los ojos nublados por el odio. Los periódicos antisemitas decían que los judíos habían matado a un cristiano, y que su sangre se había usado en un ritual de índole religiosa. Era mentira, pero nadie se molestó en contrastarlo. Se organizaron bandas de diez a 20 personas y se asaltaron las casas judías: las hordas enfurecidas mataron a 49 personas, hirieron a 592, violaron a las mujeres y destrozaron a los bebés, golpeaban con sus armas mientras los judíos se defendían con las manos o herramientas de jardín. Después de tres días de violencia, 2.000 personas se habían quedado sin hogar.

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Este cementerio parece ser un mudo testigo salvaje de aquellos hechos. Los árboles han crecido escondiendo las tumbas, las raíces cierran las sendas y te hacen tropezar, las flores secas gritan de olvido… Es fácil perderse entre las lápidas de piedra y las rejas oxidadas, porque ya no hay caminos. Vamos visitando las tumbas de una en una, como si fuéramos Hayyim Rahman Bialik, el poeta nacional del pueblo judío, que entrevistó a los supervivientes para documentar sus historias.

A Bialik se le habría roto el corazón si hubiese sabido que ese esfuerzo fue un poco para nada, porque la humanidad no aprende de los errores. Solo unas décadas después de estos hechos, aún quedaba por llegar la II Guerra Mundial. El terror de los judíos no había hecho más que comenzar.

 

 

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Moldavia: el país más pobre de Europa

“¿Por qué habéis venido a Moldavia?”, nos pregunta una familia que nos aloja una noche. Marc y yo nos encogemos de hombros, nos miramos y tardamos unos segundos en contestar. Nos resultó difícil explicar en italiano que nos daba un poco igual el destino. Buscábamos algo económico, interesante y fuera de las rutas turísticas habituales. La manera en que lo elegimos no tuvo mucha ciencia: le preguntamos a Google varias cosas: “¿cuál es el país más pobre de Europa?”, “¿cuál es el país menos visitado de Europa?”. Moldavia siempre salía en esta lista, la mayoría de veces en primer lugar.

Transitar por una ciudad en la que no te cruzas con ningún turista es una experiencia que creías ya olvidada y desterrada de tus deseos, tan resignados como estamos a visitar monumentos esperando con paciencia nuestro turno para hacernos una foto, mirando cómo las parejitas se hace su selfie para demostrarse que son felices. Es cierto: ya no aspiramos a fotografiar un enclave que no esté rodeado y conquistado por masas de gente que siguen, como rebaños, paraguas de colores alzados sobre decenas de cabecitas.

Pero caminar por Chisinau, la capital de Moldavia, es diferente. Sientes que eres el único turista, aunque no sea cierto. Casi que te da cosa sacar la cámara para no estropear uno de los pocos lugares que quedan en Europa libres del turismo de masas. Y así, como quien no quiere la cosa, pasas por delante del Parlamento, de la sede del gobierno de Moldavia, de la estatua de Stefan cel Mare (Esteban III de Moldavia), del Teatro Nacional, de la Ópera, el Arco del Triunfo, de la playa urbana del lago Valea Morilor o por el Theodor Tiron Convent, una de las innumerables iglesias ortodoxas que te encuentras en este país, donde conviven varias lenguas, etnias y religiones.

Moldavia, aunque sea una gran desconocida, permite hacer rutas temáticas: hay quien colecciona monasterios -hay 1.200 iglesias en el país, 81 de las cuales están incluidas en la lista de monumentos protegidos por el Estado-. Otros eligen las rutas vitivinícolas, porque es país de buenos vinos. También pueden perseguirse algunos de sus 10.000 monumentos arqueológicos, o simplemente disfrutar de su gastronomía.

La asignatura pendiente que tiene Moldavia es sacudirse el yugo de Rusia. En 1991 dejó de formar parte de la URSS, junto con otros 14 estados. Pero el brazo de Putin es largo, y a día de hoy, Moldavia no se siente del todo libre. Hace malabarismos para acercarse a Europa sin que Rusia le suelte la mano. Su economía está basada en la agricultura, y Rusia es su principal importador. Así que… ¿cómo desairarlo? En 2005 hubo negociaciones intensas entre Moldavia y la UE, y a Rusia, como si fuera un amante despechado, eso le pareció muy mal: prohibió la importación del vino moldavo.

La vida cotidiana de Moldavia se encuentra en los mercados. Uno de ellos está junto a la estación de autobuses de Chisinau. Hasta allí fuimos para curiosear entre percheros de camisetas de saldo, comida, juguetes y otras curiosidades. Marc y yo nos separamos. Él se quedó viendo objetos de metal en la zona de los ferreteros, mientras yo buscaba un sombrero para sobrevivir al que dicen que está siendo el verano más caluroso de la historia de Moldavia.

Aquel mercado era como un zoco pero en suelo europeo: callejuelas por las que mi mochila quedaba atascada; sombrajos entre puesto y puesto que no dejaban ver ningún edificio para orientarte, olor a fruta, calor, cansancio. El tiempo pasaba y a mí todos los puestos me parecían ya iguales. Me empecé a poner nerviosa. Cuando pasé por quinta vez al lado de la babushka que vendía moras y frambuesas en la esquina, supe que me había perdido. No lo supe por mí, sino que lo vi en su cara: me miraba con una media sonrisa, entre compasiva y maternal.

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