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El último verso en Colliure

2011-06-13 Colliure (12)

Hace ya un año que escribí este título en un archivo de mi ordenador. Lo escribí porque un día se me vino a la cabeza y me pareció representativo de lo que sentí cuando visité esta pequeña localidad del Languedoc-Roussillon francés. Lo escribí y dejé el archivo en blanco; así, sin más. Sabía que un día debería rellenarlo con letras, con recuerdos, con memoria. Aunque ese día aún no ha llegado, lo he tomado prestado porque ayer se cumplieron 75 años de la muerte de Antonio Machado en el exilio, y estos últimos meses he estado pensando mucho en él y en la efemérides de la guerra.

Fui a Colliure esperando encontrar no sé qué. Ya no queda prácticamente nada del paso del poeta por esta localidad costera, que por otra parte, es un buen sitio para morir. Condujimos hasta Colliure y nos quedamos a pasar el día, gratamente sorprendidos de que no nos la hubiéramos imaginado tan bonita. La verdad es que cuadraba muy bien con el estilo de vida machadiano: un lugar acogedor, ambiente pueblerino y amable, sin pretensiones. Y la belleza de la naturaleza en toda su plenitud, en esta ocasión, lejos de los campos de Castilla y la huerta catalana, pero con la fuerza majestuosa del mar. Y la luz de Andalucía.

Me he estado acordando de la fortaleza de Colliure, de donde salieron los soldados presos que custodiaron el féretro del poeta hasta el sencillo cementerio. Allí los pasos, tarde o temprano, nos hacen pasar también por delante del Hotel Quintana, decrépito y triste. Entre sus desconchadas paredes ocurrió todo lo importante: los últimos días de un lastimoso periplo, los gestos solidarios de personajes como Jacques Baills o Madame Quintana, los últimos versos que escribió Machado, que a las puertas de la muerte pensaba en Guiomar, en Hamlet y en Estos días azules y este sol de la infancia: un último alejandrino para despedirse del mundo.

El hotel está cerrado a cal y canto, y quizás algún día se convierta en museo. Pero por ahora es un lugar que inspira lástima, igual que su tumba diminuta, aunque siempre haya flores y un puñado de mensajes y poemas anónimos. Hoy he leído que el consejero andaluz de Educación, Cultura y Deporte, Luciano Alonso, ha expresado su deseo de que los restos mortales del poeta regresen a Sevilla, su ciudad natal. Palabras hueras y vacías de quien no tiene nada que decir. Ni caso. A Machado que no se lo lleven de Colliure, que no le levanten ahora monumentos ni estatuas ni le pongan un gran panteón en el Cementerio de San Fernando.

Hoy, que hace 75 años del entierro, han culminado los actos conmemorativos en la localidad francesa: unas flores, alguna conferencia y lectura de poemas. Ningún representante del gobierno español. Lo prefiero. Hay que ir a Colliure para comprender el drama de los exiliados, el olvido con el que en este país nos lamemos las heridas de la guerra. Y esta especie de peregrinación hacia nuestro pasado, esta veneración con la que el pueblo ama a su poeta -viejos que aseguran que lo conocieron, profesores que le llevan a sus alumnos, mujeres que le consiguen flores frescas- es el único reconocimiento que me resulta plausible. A quien pueda, que lo visite en Colliure, donde el viento que te golpea en la cara, mientras te sientas en un malecón a ver el mar, te recuerda sus palabras: “Quién pudiera vivir ahí, tras una de esas ventanas, libre ya de toda preocupación”…

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Ciudades flotantes y fantasmas de la Bretaña

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Voy a contar un cuento. Existe una leyenda de origen celta, recuperada por el folklore bretón, que narra la historia de la ciudad de Ys, de la que decían que era el lugar más bello del mundo. Construida por expreso capricho de la bella princesa Dahut, que era el ojito derecho de su padre, la joven fue muy explícita con sus deseos: quería una ciudad en medio del mar. El rey la tuvo que complacer, y se construyeron cúpulas, tejados y puertas de bronce que parecían emerger de las aguas. Con el tiempo, esta magnífica ciudad se convirtió en un punto de encuentro de excesos: fiestas, bailes y lujuria, en el que la princesa jugó el papel principal, puesto que no encontró otro pasatiempo mejor que danzar cada tarde escondida tras una máscara, encandilar cada vez a un marinero y llevarlo a su alcoba. Pero la cosa no acababa aquí, sino que la princesa de bucles dorados, cual mantis religiosa que se despertarse al despuntar el alba, acababa asistiendo a la muerte de su amante, cuando la máscara negra se deslizaba de su rostro y venía a parar a la garganta del marinero, que moría asfixiado. Dahut obsequiaba al mar con cientos de cadáveres, y éste le devolvía los presentes en forma de riquezas. Hasta que un día Dahut se enamoró. Llegó a Ys un jinete desconocido, y cuando le pidió las llaves de la ciudad, la princesa no pudo negarse. Justo cuando estaba robando las llaves del cuello de su padre el rey, que dormía, una ola gigantesca se abalanzó sobre la ciudad, y este fue el principio del fin de Ys, que se llevó consigo a la princesa, pero no al rey, que logró escapar de las aguas y fundar otra ciudad. Cuentan los bretones que otra ciudad famosa por su belleza, París, se llama de este modo porque “Par Ys” en bretón significa “Como Ys”, y dicen que cuando París sea sumergida emergerá la antigua Ys…

Aunque esta misteriosa ciudad se relacione actualmente con otra localidad de la costa bretona, Pouldavid, en la bahía de Douarnenez, donde dicen que a veces el viento trae el sonido de las campanas de la vieja Ys, yo me la imagino con la apariencia del Mont Saint-Michel, porque leyendo aquella historia -que algunos explican como una metáfora del triunfo de Dios sobre el druidismo y los poderes oscuros- no se viene a la cabeza ciudad más parecida. Cuando la visité -se encuentra ya marcando la frontera entre Bretaña y Normandía– no podía creer lo que veía: una ciudad de cuento que se elevaba sobre el nivel del mar como una isla flotante y cuya vida cotidiana se regía por las mareas. Recuerdo, cuando llegamos aquel día, la silueta de sus torres esbozándose apenas a través de la neblina. Hacía un poco de frío con aquella brisa que nos traía una lluvia juguetona. Nos hicimos unas fotos con aquella estupenda aparición de fondo, una ciudad hermosa y perfecta que se completaba con la imagen idílica de unas vaquitas pastando en sus faldas.

En Bretaña las leyendas, la magia y los duendes están por todas partes, y quizás por eso los oriundos de la zona están acostumbrados a lidiar con una curiosa situación: el hecho de que, cuando sube la marea, la ciudad se rodea de mar por todas partes y, como en la leyenda, las olas barren todo, incluso los coches aparcados en la lengua de tierra que nos lleva a ella. Así nos lo avisan las señales: ojo, peligro, después de la hora X, su vehículo puede que ya no esté…

Aparte de ciudades mágicas que le echan un pulso al mar, de rocas prehistóricas y de las leyendas que cuentan las madres bretonas a sus hijos, la Bretaña francesa tiene también bosques encantados, como aquel en el que se cree que está la tumba del mago Merlín y la fuente de la eterna juventud, unos parajes por los que se evocan las historias del rey Arturo y donde dicen que se buscó -sin resultados, que sepamos- el Santo Grial. Pero además, una vuelta por estas tierras depara también importantes ciudades y enclaves pintorescos como la ajardinada Vannes, las milenarias piedras del dolmen de la isla de Gravinis, el enorme menhir de Dol-de-Bretagne o la animada y festiva Rennes.

Y dejo para el final otra ciudad que destaca por su belleza, la corsaria Saint-Malo, donde nació Chateaubriand. El que fuera pionero del romanticismo francés tampoco se libró de cuentos y leyendas. Él mismo escribió que veía pasearse a un fantasma por el castillo en el que se crió: un hombre con pata de palo seguido del fantasma de un gato. Nos fuimos de Saint-Malo sin visitar la tumba del escritor, a la que solo se puede acceder cuando baja la marea. Él lo habría encontrado de muy mal gusto, sí, aunque está acostumbrado a los desprecios. A su tumba vino un día Sartre para bajarse la bragueta y orinarse sobre su lápida en el nombre de la izquierda. Estos existencialistas…

Ver fotos.

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Carnac y sus misterios

Pablo Domínguez-Palacios

Siempre hay algo mágico en la contemplación de un monumento megalítico, en la verticalidad esbelta e imponente del menhir, que es como un guarda del lugar, aquel que te da el alto con su mirada pétrea y fría, mientras tú te amilanas a su sombra, y te preguntas quién lo puso ahí y por qué. También te lo preguntas de sus primos hermanos los dólmenes -vocablo que significa “mesa grande de piedra”, en bretón-, aunque sabes que entre sus estructuras se escondía un sepulcro, y por eso la fascinación que ejerce transita entre la curiosidad científica y la morbosa, aquella que da rienda suelta a la imaginación y hace que pienses en la piel que habitó aquellos huesos, en el hálito de vida que llenaba a aquel ser humano de temores y esperanzas. El menhir, por su parte, es más místico. El visitante intuye que tiene algún significado religioso, que es como una especie de canalizador de la energía del entorno, una señal que apunta a los cielos.

Uno de los lugares más impresionantes para contemplar con serenidad un menhir es, sin duda, Carnac, en Francia. Mi cuñado Pablo nos condujo hasta los alineamientos megalíticos de esta península del noroeste francés, que se adentra en el Atlántico mientras cuenta las leyendas y sueños de los pueblos celtas, los primeros en invadir estas tierras.

Carnac es un museo al aire libre. Hay que dedicarle tiempo, puesto que hay casi 3.000 menhires en una longitud de unos 4 kilómetros, por lo que se ha ganado el título del monumento megalítico más extenso del mundo. Aquí están los menhires más famosos, dispuestos en una línea larguísima que atraviesa los campos verdes y húmedos de la que está considerada la capital de la Prehistoria. ¿Qué significan? Podrían ser los símbolos de la espiritualidad de esos pueblos, o todo lo contrario: herramientas que sirvieran para hacer complejos cálculos astronómicos y matemáticos.

Los misterios de Carnac apasionaron incluso al gran Gustave Flaubert, el escritor francés que me hizo palpitar con su Madame Bovary en mi época del instituto. Divertido por todas las hipótesis que de este lugar se lanzaban, un día exclamó: “Carnac ha inspirado la escritura de más tonterías que piedras tiene”. Aquel día, contemplando los menhires en medio del silencio, se me ocurrió decir que quizás las piedras habían estado ahí desde siempre, y todos rieron. Pero después de todo, esta absurda hipótesis que dejé ir sin procesar siquiera no es precisamente la más descabellada. Hasta este lugar peregrinaban mujeres con problemas de fertilidad, se frotaban con la piedra o incluso se desnudaban y simulaban una escena de acoplamiento, ya que creían en el espíritu que habitaba dentro del menhir, capaz de insuflar vida. Otras leyendas cuentan que por las noches las piedras se desentierran y se acercan al mar, o que los menhires son en realidad soldados romanos convertidos en piedra por Dios. La verdad es que, mientras menos probables, más bellas son las historias…

Pablo y Elena

Pablo Domínguez-Palacios

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La batalla del bretón

Bretaña. Foto: Pablo Domínguez-Palacios

Un lugar donde el mar nunca está demasiado lejos. Esta es una de las características que definen la península de la Bretaña francesa, un lugar plagado de leyendas que disfruta de sus temperaturas suaves y clima húmedo, incluso en verano; una tierra a menudo azotada por el viento y bendecida con la lluvia, con un acervo cultural que mezcla elementos latinos y celtas. Con un pueblo, el bretón, cargado de historia -parece que llegó a Francia, procedente de Gran Bretaña, durante los siglos IV y V- y de tozudez -dicen-, que además enriquecería el territorio con una lengua propia que hoy día, desgraciadamente, está en serio peligro de extinción.

Conocí la región de la Bretaña francesa en 2008, durante un viaje en el que nos acompañaron mi hermana y mi cuñado, que fue nuestro guía e intérprete. Éramos turistas y no nos hablaron bretón, o al menos no nos percatamos. Pero me hubiera gustado. Me refiero a que cuando regresé sentí que me faltaba algo para acabar de comprender las cosas que había visto y oído, los lugares, el paisaje, la historia. Tuve que buscar por internet canciones en bretón, porque necesitaba acabar de familiarizarme con el modo en que sonaba. Sin la lengua no se puede terminar de comprender una cultura.

Michel Renouard explica en su libro Bretaña que en el caso de los bretones no hay que imaginar una invasión, puesto que se limitaron a establecerse en la zona noroeste de Francia, sin prestar atención al resto, y además sin eliminar culturalmente a las poblaciones anteriores. Irónicamente, ellos no consiguieron mantener intacto su legado: la lengua bretona la hablan sólo unas 200.000 personas de los 4.300.000 que constituyen la Bretaña francesa. Para más inri, de las que lo hablan, el 40% tiene más de 60 años: las nuevas generaciones lo desconocen, y creo que es debido a que no acaba de conquistar su espacio en la escuela, a pesar de que los alumnos pueden escoger estudiar en clases bilingües. Sólo unos pocos miles de chicos estudian totalmente en lengua bretona.

En este post sólo pensaba hablar de castillos, monolitos y leyendas celtas. Pero releyendo uno de los libros que me compré en aquel viaje y ampliando información no he podido evitar trazar paralelismos con la polémica que ahora tenemos en España con el catalán en las escuelas. Lo que intento decir es que desterrar un idioma de ellas y dejar que pase de lengua vehicular a ser una asignatura más es condenarlo a largo plazo. Habría que encontrar un justo equilibrio, puesto que, como le argumentaba ayer a un colega periodista, esto no significa que el sistema educativo actual no tenga sus fallos. Con todo, es importante dejarlo como está, que no me gustaría que a un turista curioso como yo le pasase en un futuro lo mismo que a mí en Francia, y que acabase buscando por internet, como último recurso, un poema de Ramon Llull. Nuestras lenguas peninsulares son una joya del patrimonio, pero no para que queden reducidas a piezas de museo o meras anécdotas del folklore popular.


Bretaña. Foto: Pablo Domínguez-Palacios

Foto: Pablo Domínguez-Palacios

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Foto: Pablo Domínguez-Palacios

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El Amigo de Francia

El mismo día en que viajamos en avión hasta Barcelona y pusimos punto final a nuestra ruta por Estados Unidos, el maestro Vicente Amigo estaba acariciando su guitarra, preparándose para ofrecer su último concierto del verano. Hoy, de repente, me han entrado ganas de escuchar las notas profundas de Vicente, así que navegando por internet he llegado hasta su escondida lista de conciertos, y así me he enterado de ese recital que irremediablemente me perdí aquel día, y de otros dos que tiene programados en su reposada agenda. Con los conciertos, como con sus discos, Vicente selecciona minuciosamente y elige. Decide las ciudades, los teatros o los públicos con los que le gusta estar. Se toma la música con tranquilidad y con reposo, con una responsabilidad artística que encontramos escasamente hoy en día. Por eso no me ha sorprendido que su próximo recital sea en Lunel, Francia. Los franceses lo quieren, lo admiran; coleccionan sus discos y entornan los ojos con la música que sale de las cuerdas y que les hace soñar. Su guitarra, para ellos, suena a callecitas empedradas de Andalucía, a vino y a geranios rojos. Todo esto me ha hecho recordar otro concierto de Vicente en tierras francesas. Hay sensaciones que no se olvidan.

***

Un rápido vistazo a la gira de Vicente Amigo de este año y la encontramos incluida en la lista, entre dos “B” dispares: Barcelona y Badajoz. Sète, una curiosa ciudad francesa de la región del Languedoc, atravesada por canales y aún sin mancillar por el turismo masivo, acogió hace unos días uno de esos conciertos inolvidables de Vicente y sus compañeros de viaje. Con Paseo de Gracia recién estrenado, y estando aún reciente su paso por el Palau de la Música de Barcelona –que ya reseñaron los medios nacionales acompañándose de entrevistas, críticas y demás-, aquel concierto en Sète tenía el atractivo de pasar más desapercibido, de llevar como valor añadido un entorno menos conocido –más exótico, si se quiere- y de parecerse más a un recital en petit comité que a un concierto multitudinario.

Todas las expectativas se confirmaron a excepción de esta última, una vana esperanza teniendo en cuenta la gran afición que se le tiene a Vicente y al flamenco en general en el país vecino. Faltaban tres cuartos de hora para comenzar y medio teatro ya estaba lleno; los incondicionales habían ocupado las primeras filas alrededor del escenario, montado en el hermosísimo Théâtre de la Mer, antigua fortaleza militar que en 1960 fue reconvertida en teatro al aire libre con capacidad para 1.500 espectadores.

No era aún de noche cuando Vicente Amigo subió al escenario y se abrazó a su guitarra. Un tema lento para comenzar, mientras detrás de él el sol acababa de ponerse y pasaban los veleros. El público aplaudió durante un largo minuto, y aprovechando la algarabía entraron en escena sus músicos, entre los que destacaron Miguel Ortega al cante y Alexis Lefêvre al violín.

Hubo tiempo para recordar otros discos, como con los fandangos Mensaje (del álbum Vivencias imaginadas), y también para desgranar las nuevas composiciones de Paseo de Gracia: la bulería Autorretrato, los tangos de Y será verdad o el que da nombre al álbum, inspirado en la avenida barcelonesa y a medio camino entre el tango y la rumba. Su ritmo pegadizo llegó casi al final, pero sirvió para que Lefêvre se luciera más si cabe con el violín.

Vicente estuvo cómodo y afable con el público francés, con el que parecía sentirse como en casa. Tras el primer tema, se había dirigido a su auditorio –compuesto por franceses, algunos guiris y un puñado de españoles que de vez en cuando le gritaban apelativos cariñosos- y sin amilanarse por no hablar francés agradeció poder visitar “este sitio tan bonito”, para después desear con media sonrisa “que la música sea un abrazo para todos”. Se ignora si la mayoría del respetable entendía lo que decía, presumiblemente no, a juzgar por la expresión de sus caras, pero poco importaba. A la primera nota, los murmullos cesaban, los rostros se clavaban en los dedos vertiginosos que acariciaban la guitarra, los pies seguían el ritmo e incluso algunas palmas se aventuraban. Escuché un “oléééé!!!!” con acento francés al lado de mi asiento cuando sonaron los Tangos del arco bajo: “Mi primo Antonio / qué bien me baila / si su recuerdo / le encoge el alma…”

Vicente sonreía y bromeaba: “En Córdoba hace más calor…”; el maestro pasó frío, decía que tenía las manos “como dos cubalibres”, y se disculpaba porque soplaba mucho el viento. Pero hasta ese murmullo que apagaba las notas resultaba agradable en este marco de postal. “Qué pena que no puedo ver el mar, con lo bonito que es”, decía Vicente. Pero parecía que pensaba en él cuando cerraba los ojos, era el mar el que lo mecía mientras se oía la voz de Miguel Ortega: “Érase una vez / un barco de papel / perdío… / Érase una vez / un hombre de cartón herío…/ Érase una vez una playa sin mar / sin niños…”

Sète, 9 de julio de 2009.

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