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Soroca, el hogar de los gitanos de Moldavia

No sabíamos que Soroca era la ciudad en la que se asienta la comunidad gitana de Moldavia. Llegamos aquí, como todos los escasos turistas, para ver el fuerte de Soroca, una fortaleza en forma de círculo perfecto de la época de Stefan cel Mare (Esteban el Grande) que sustituyó a finales del siglo XV a la original, hecha en madera. Tiene la particularidad de ser el único monumento moldavo de época medieval que mantiene el diseño ideado por sus constructores.

Pero resulta que esta apacible ciudad a orillas del río Dniéster tiene también un interés sociológico como sede de la comunidad de gitanos más importante del país. Los gitanos de Soroca viven en lo alto de la colina más alta de la ciudad, en mansiones de varias plantas habitados por familias numerosas de cuatro o cinco hijos -aunque no llegan a ser la decena de vástagos de antaño-. Son gente adinerada que ayuda económicamente a las familias que tienen en otros países, que decoran sus hogares con columnas y esculturas en las fachadas y adornos de plata y oro.

Lejos queda ya la época en la que eran nómadas, y vagaban de ciudad en ciudad afilando cuchillos y herrando caballos. Todo acabó cuando llegó la Segunda Guerra Mundial; forzaron a los gitanos a dar sus monturas a los soldados por la causa, y esto acabó por hacerlos sedentarios.

Junto a su colina, el otro punto de altura para ver toda la ciudad es la mencionada fortaleza. Silenciosa y simétrica, la forman cinco bastiones cilíndricos donde ulula el viento y anidan las palomas. Si te asomas a alguna de estas torres puedes ver algunas de las escenas más cotidianas de la ciudad: niños que se bañan en el Dniéster; un pescador que echa la caña a las aguas, con paciencia y sin emociones; el ferry -un vestigio que queda de la época soviética- transportando perezosamente su carga a la vecina Ucrania.

Es tan famoso este edificio en Moldavia que aparece representado en los billetes de 20 lei y en el reverso del documento nacional de identidad. Por eso es común encontrarse novias moldavas fotografiándose en el patio de armas. Cuenta la leyenda que en uno de los sitios más prolongados que sufrió la ciudad, los defensores sobrevivieron gracias al racimo de uvas que les dejaba caer en este patio una cigüeña blanca.

Se hace tarde. Nos despedimos de Soroca y salimos de la fortaleza siguiendo a la pareja de casados y a su séquito nupcial. Cada dos o tres pasos sus amigos les lanzan un grito sin palabras, prolongado y sostenido. Un grito, y otro, y otro. Y cuando ya apenas se ven a lo lejos, todavía sus gritos los trae el aire, una señal de júbilo que nos acompaña en nuestro camino de vuelta.

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La Moldavia rural: Orheiul Vechi

“¡Balti, Balti!”… “¡Floresti, Floresti!”… “¡Saharna!”

Los conductores de los autobuses de la estación Gara de Nord gritan sus destinos. Parecía fácil, pero finalmente, tras dar vueltas como pollo sin cabeza entre las furgonetas durante un par de horas (nos habían dicho que salía a las 9.00, pero no, ahora nos dicen que a las 11.00) nos subimos a un minibus sin aire acondicionado ni ventanas -solo dos pequeños tragaluces en el techo- que nos llevará a Trebujeni (Orheiul Vechi), un delicioso paisaje a orillas del río Raut con una historia milenaria, en el que se pueden ver vestigios de la civilización dacia (3.000 años a.C), los restos de la ciudad Sehr al-Cedid, construida por los mongoles en el siglo XIV;  el complejo de Orhei viejo -construido por los moldavos en el siglo XV- y huellas de las tribus que lo habitaron durante el Paleolítico y el Neolítico en las cuevas de sus montañas.

Me siento al lado de Mihail, un señor que dice ser rumano -en Moldavia son mayoría- y que no para de preguntarme de dónde vengo, si viajo sola, si tengo hotel… Como no habla inglés, intentamos comunicarnos con frases sueltas en francés, gestos y garabatos que me escribe en el cuaderno que le enseño.

Pero la barrera del idioma es grande, y el hombre, desesperado, acaba gritando a todo el autobús: “¡¿Alguien de aquí sabe inglés?! ¡¡Turistas de Europa, están buscando un hotel!!” Yo pego un respingo en mi silla. Si queríamos pasar desapercibidos, esto es lo menos recomendable. Siento que todas las miradas se dirigen a mí, pero nadie se mueve. Nadie sabe inglés, ni una palabra. Mihail se vuelve otra vez hacia mí, y me hace señas para que nos bajemos en su parada.

Cuando el autobús nos deja en una calle polvorienta de Trebujeni, Mihail echa a andar cargado con un macuto de ropa en una mano y una bolsa de verduras en la otra. Pregunta a todas las personas que se cruza en su camino: “¿Pensiune?”. La gente niega con la cabeza. ¿Seráposible que en el lugar más turístico de Moldavia no haya donde dormir?

Marc le enseña una agropensión que sale en google maps. No hace falta que nos acompañe, pero el hombre está como emocionado. Le dice a todos los que se encuentra: “¡turistas de Europa!” Se refiere obviamente a Europa occidental, porque aquí el turismo que más conocen es el de los países vecinos: ucranianos, rumanos y rusos.

Llegamos a la pensión y Mihail se pone a negociar con la propietaria. A nosotros eso nos incomoda, porque no entendemos nada de lo que están diciendo. Finalmente, le digo a la mujer que me escriba en un papel el precio por noche y por persona: “40 euros”. Le decimos que no enseguida. Pagar 80 euros en un país donde el sueldo medio son 170 euros nos parece una estafa. Echamos a andar y Mihail nos sigue. A él también le ha parecido caro. Le habla a la mujer duramente, y solo entendemos: “¡turismo de Europa!”, casi como en un suspiro.

Finalmente nos alojamos en La Nuci, una tranquila agropensión rodeada de vides. Nos descalzamos para entrar en la estancia, nos duchamos y en un abrir y cerrar de ojos nos vemos en la terraza con una copa de vino en la mano. Estamos solos en el alojamiento, y podremos ver cómo se pone el sol en el valle después de haber visitado el monasterio en lo alto de la colina, haciendo de atalaya sobre los campos de girasoles y las cuevas prehistóricas donde ahora se refugian los pastores.

Todo eso lo haremos… Pero no ahora. Miramos a Mihail, que ha decidido acompañarnos en el almuerzo, pero con quien no tenemos conversación. Él lo sabe, y por eso, cada cinco minutos para de masticar y se ríe él solo, diciendo: “Casa Verde… ¡¡80 euros!!”, y mueve la cabeza en señal de desaprobación.

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El cementerio judío más grande de Europa. Una triste historia de Chisinau

No había visto nunca un lugar declarado monumento nacional que estuviera en un estado tan lastimero. Al cementerio de Chisinau, la capital de Moldavia, hemos llegado al final de una calurosa mañana de caminata y fatigas. Situado en las afueras de la ciudad, como no entendemos los autobuses y no tenemos ni guías ni mapas, hemos echado a andar en línea recta, cruzando avenidas, parques y aceras hundidas. Marc ha ido por todo el camino echándome agua por la cabeza, en los brazos y en los muslos para que no me desmayara. Es algo a lo que ya estamos habituados…

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Después de recorrer media docena de kilómetros como quien cruza un desierto, sin viento ni sombra, de pronto nos hemos topado con una cancela con la estrella de David. Hemos llegado.

Unos dicen que el cementerio judío más grande de Europa está en Praga; otros que en Polonia; otros que en Chisinau. Depende de cómo se mire: por el número de tumbas, por superficie ocupada o dependiendo de si aún está en uso o no. Lo cierto es que el de Chisinau es uno de los mayores cementerios judíos de Europa y a la vez uno de los más olvidados.

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Recorrerlo es regresar a la historia más oscura del ser humano. Porque entre sus 23.430 tumbas yacen las víctimas de una de las masacres más famosas acaecidas contra los judíos: el Pogromo de Kishinev -la antigua Chisinau-.

Aquel 8 de abril de 1903, hace ya 114 años, los habitantes de la ciudad se levantaron con los ojos nublados por el odio. Los periódicos antisemitas decían que los judíos habían matado a un cristiano, y que su sangre se había usado en un ritual de índole religiosa. Era mentira, pero nadie se molestó en contrastarlo. Se organizaron bandas de diez a 20 personas y se asaltaron las casas judías: las hordas enfurecidas mataron a 49 personas, hirieron a 592, violaron a las mujeres y destrozaron a los bebés, golpeaban con sus armas mientras los judíos se defendían con las manos o herramientas de jardín. Después de tres días de violencia, 2.000 personas se habían quedado sin hogar.

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Este cementerio parece ser un mudo testigo salvaje de aquellos hechos. Los árboles han crecido escondiendo las tumbas, las raíces cierran las sendas y te hacen tropezar, las flores secas gritan de olvido… Es fácil perderse entre las lápidas de piedra y las rejas oxidadas, porque ya no hay caminos. Vamos visitando las tumbas de una en una, como si fuéramos Hayyim Rahman Bialik, el poeta nacional del pueblo judío, que entrevistó a los supervivientes para documentar sus historias.

A Bialik se le habría roto el corazón si hubiese sabido que ese esfuerzo fue un poco para nada, porque la humanidad no aprende de los errores. Solo unas décadas después de estos hechos, aún quedaba por llegar la II Guerra Mundial. El terror de los judíos no había hecho más que comenzar.

 

 

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Moldavia: el país más pobre de Europa

“¿Por qué habéis venido a Moldavia?”, nos pregunta una familia que nos aloja una noche. Marc y yo nos encogemos de hombros, nos miramos y tardamos unos segundos en contestar. Nos resultó difícil explicar en italiano que nos daba un poco igual el destino. Buscábamos algo económico, interesante y fuera de las rutas turísticas habituales. La manera en que lo elegimos no tuvo mucha ciencia: le preguntamos a Google varias cosas: “¿cuál es el país más pobre de Europa?”, “¿cuál es el país menos visitado de Europa?”. Moldavia siempre salía en esta lista, la mayoría de veces en primer lugar.

Transitar por una ciudad en la que no te cruzas con ningún turista es una experiencia que creías ya olvidada y desterrada de tus deseos, tan resignados como estamos a visitar monumentos esperando con paciencia nuestro turno para hacernos una foto, mirando cómo las parejitas se hace su selfie para demostrarse que son felices. Es cierto: ya no aspiramos a fotografiar un enclave que no esté rodeado y conquistado por masas de gente que siguen, como rebaños, paraguas de colores alzados sobre decenas de cabecitas.

Pero caminar por Chisinau, la capital de Moldavia, es diferente. Sientes que eres el único turista, aunque no sea cierto. Casi que te da cosa sacar la cámara para no estropear uno de los pocos lugares que quedan en Europa libres del turismo de masas. Y así, como quien no quiere la cosa, pasas por delante del Parlamento, de la sede del gobierno de Moldavia, de la estatua de Stefan cel Mare (Esteban III de Moldavia), del Teatro Nacional, de la Ópera, el Arco del Triunfo, de la playa urbana del lago Valea Morilor o por el Theodor Tiron Convent, una de las innumerables iglesias ortodoxas que te encuentras en este país, donde conviven varias lenguas, etnias y religiones.

Moldavia, aunque sea una gran desconocida, permite hacer rutas temáticas: hay quien colecciona monasterios -hay 1.200 iglesias en el país, 81 de las cuales están incluidas en la lista de monumentos protegidos por el Estado-. Otros eligen las rutas vitivinícolas, porque es país de buenos vinos. También pueden perseguirse algunos de sus 10.000 monumentos arqueológicos, o simplemente disfrutar de su gastronomía.

La asignatura pendiente que tiene Moldavia es sacudirse el yugo de Rusia. En 1991 dejó de formar parte de la URSS, junto con otros 14 estados. Pero el brazo de Putin es largo, y a día de hoy, Moldavia no se siente del todo libre. Hace malabarismos para acercarse a Europa sin que Rusia le suelte la mano. Su economía está basada en la agricultura, y Rusia es su principal importador. Así que… ¿cómo desairarlo? En 2005 hubo negociaciones intensas entre Moldavia y la UE, y a Rusia, como si fuera un amante despechado, eso le pareció muy mal: prohibió la importación del vino moldavo.

La vida cotidiana de Moldavia se encuentra en los mercados. Uno de ellos está junto a la estación de autobuses de Chisinau. Hasta allí fuimos para curiosear entre percheros de camisetas de saldo, comida, juguetes y otras curiosidades. Marc y yo nos separamos. Él se quedó viendo objetos de metal en la zona de los ferreteros, mientras yo buscaba un sombrero para sobrevivir al que dicen que está siendo el verano más caluroso de la historia de Moldavia.

Aquel mercado era como un zoco pero en suelo europeo: callejuelas por las que mi mochila quedaba atascada; sombrajos entre puesto y puesto que no dejaban ver ningún edificio para orientarte, olor a fruta, calor, cansancio. El tiempo pasaba y a mí todos los puestos me parecían ya iguales. Me empecé a poner nerviosa. Cuando pasé por quinta vez al lado de la babushka que vendía moras y frambuesas en la esquina, supe que me había perdido. No lo supe por mí, sino que lo vi en su cara: me miraba con una media sonrisa, entre compasiva y maternal.

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