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El cementerio judío más grande de Europa. Una triste historia de Chisinau

No había visto nunca un lugar declarado monumento nacional que estuviera en un estado tan lastimero. Al cementerio de Chisinau, la capital de Moldavia, hemos llegado al final de una calurosa mañana de caminata y fatigas. Situado en las afueras de la ciudad, como no entendemos los autobuses y no tenemos ni guías ni mapas, hemos echado a andar en línea recta, cruzando avenidas, parques y aceras hundidas. Marc ha ido por todo el camino echándome agua por la cabeza, en los brazos y en los muslos para que no me desmayara. Es algo a lo que ya estamos habituados…

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Después de recorrer media docena de kilómetros como quien cruza un desierto, sin viento ni sombra, de pronto nos hemos topado con una cancela con la estrella de David. Hemos llegado.

Unos dicen que el cementerio judío más grande de Europa está en Praga; otros que en Polonia; otros que en Chisinau. Depende de cómo se mire: por el número de tumbas, por superficie ocupada o dependiendo de si aún está en uso o no. Lo cierto es que el de Chisinau es uno de los mayores cementerios judíos de Europa y a la vez uno de los más olvidados.

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Recorrerlo es regresar a la historia más oscura del ser humano. Porque entre sus 23.430 tumbas yacen las víctimas de una de las masacres más famosas acaecidas contra los judíos: el Pogromo de Kishinev -la antigua Chisinau-.

Aquel 8 de abril de 1903, hace ya 114 años, los habitantes de la ciudad se levantaron con los ojos nublados por el odio. Los periódicos antisemitas decían que los judíos habían matado a un cristiano, y que su sangre se había usado en un ritual de índole religiosa. Era mentira, pero nadie se molestó en contrastarlo. Se organizaron bandas de diez a 20 personas y se asaltaron las casas judías: las hordas enfurecidas mataron a 49 personas, hirieron a 592, violaron a las mujeres y destrozaron a los bebés, golpeaban con sus armas mientras los judíos se defendían con las manos o herramientas de jardín. Después de tres días de violencia, 2.000 personas se habían quedado sin hogar.

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Este cementerio parece ser un mudo testigo salvaje de aquellos hechos. Los árboles han crecido escondiendo las tumbas, las raíces cierran las sendas y te hacen tropezar, las flores secas gritan de olvido… Es fácil perderse entre las lápidas de piedra y las rejas oxidadas, porque ya no hay caminos. Vamos visitando las tumbas de una en una, como si fuéramos Hayyim Rahman Bialik, el poeta nacional del pueblo judío, que entrevistó a los supervivientes para documentar sus historias.

A Bialik se le habría roto el corazón si hubiese sabido que ese esfuerzo fue un poco para nada, porque la humanidad no aprende de los errores. Solo unas décadas después de estos hechos, aún quedaba por llegar la II Guerra Mundial. El terror de los judíos no había hecho más que comenzar.

 

 

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Moldavia: el país más pobre de Europa

“¿Por qué habéis venido a Moldavia?”, nos pregunta una familia que nos aloja una noche. Marc y yo nos encogemos de hombros, nos miramos y tardamos unos segundos en contestar. Nos resultó difícil explicar en italiano que nos daba un poco igual el destino. Buscábamos algo económico, interesante y fuera de las rutas turísticas habituales. La manera en que lo elegimos no tuvo mucha ciencia: le preguntamos a Google varias cosas: “¿cuál es el país más pobre de Europa?”, “¿cuál es el país menos visitado de Europa?”. Moldavia siempre salía en esta lista, la mayoría de veces en primer lugar.

Transitar por una ciudad en la que no te cruzas con ningún turista es una experiencia que creías ya olvidada y desterrada de tus deseos, tan resignados como estamos a visitar monumentos esperando con paciencia nuestro turno para hacernos una foto, mirando cómo las parejitas se hace su selfie para demostrarse que son felices. Es cierto: ya no aspiramos a fotografiar un enclave que no esté rodeado y conquistado por masas de gente que siguen, como rebaños, paraguas de colores alzados sobre decenas de cabecitas.

Pero caminar por Chisinau, la capital de Moldavia, es diferente. Sientes que eres el único turista, aunque no sea cierto. Casi que te da cosa sacar la cámara para no estropear uno de los pocos lugares que quedan en Europa libres del turismo de masas. Y así, como quien no quiere la cosa, pasas por delante del Parlamento, de la sede del gobierno de Moldavia, de la estatua de Stefan cel Mare (Esteban III de Moldavia), del Teatro Nacional, de la Ópera, el Arco del Triunfo, de la playa urbana del lago Valea Morilor o por el Theodor Tiron Convent, una de las innumerables iglesias ortodoxas que te encuentras en este país, donde conviven varias lenguas, etnias y religiones.

Moldavia, aunque sea una gran desconocida, permite hacer rutas temáticas: hay quien colecciona monasterios -hay 1.200 iglesias en el país, 81 de las cuales están incluidas en la lista de monumentos protegidos por el Estado-. Otros eligen las rutas vitivinícolas, porque es país de buenos vinos. También pueden perseguirse algunos de sus 10.000 monumentos arqueológicos, o simplemente disfrutar de su gastronomía.

La asignatura pendiente que tiene Moldavia es sacudirse el yugo de Rusia. En 1991 dejó de formar parte de la URSS, junto con otros 14 estados. Pero el brazo de Putin es largo, y a día de hoy, Moldavia no se siente del todo libre. Hace malabarismos para acercarse a Europa sin que Rusia le suelte la mano. Su economía está basada en la agricultura, y Rusia es su principal importador. Así que… ¿cómo desairarlo? En 2005 hubo negociaciones intensas entre Moldavia y la UE, y a Rusia, como si fuera un amante despechado, eso le pareció muy mal: prohibió la importación del vino moldavo.

La vida cotidiana de Moldavia se encuentra en los mercados. Uno de ellos está junto a la estación de autobuses de Chisinau. Hasta allí fuimos para curiosear entre percheros de camisetas de saldo, comida, juguetes y otras curiosidades. Marc y yo nos separamos. Él se quedó viendo objetos de metal en la zona de los ferreteros, mientras yo buscaba un sombrero para sobrevivir al que dicen que está siendo el verano más caluroso de la historia de Moldavia.

Aquel mercado era como un zoco pero en suelo europeo: callejuelas por las que mi mochila quedaba atascada; sombrajos entre puesto y puesto que no dejaban ver ningún edificio para orientarte, olor a fruta, calor, cansancio. El tiempo pasaba y a mí todos los puestos me parecían ya iguales. Me empecé a poner nerviosa. Cuando pasé por quinta vez al lado de la babushka que vendía moras y frambuesas en la esquina, supe que me había perdido. No lo supe por mí, sino que lo vi en su cara: me miraba con una media sonrisa, entre compasiva y maternal.

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