Llega el momento de dejar atrás Marrakech, así que nos despedimos de nuestros anfitriones: Gilles y Dominique, un matrimonio francés que hace dos años decidió dejar su vida en Lille e invertir sus ahorros en una casa marroquí que ahora explotan como riad -las típicas casas señoriales-, en la que te sientes como en casa por muy poco dinero. No sabemos adónde ir, así que nos plantamos en la estación de autobuses y decidimos encaminarnos hacia la costa, Essaouira mismo, que hemos leído que es muy bonita y con un ambiente un tanto hippy. A ver qué hay.
Lo malo de improvisar es que te expones a las malas noticias, como encontrarte que no hay billetes. Ni tren, ni autobús. Nos armamos de valor y nos acercamos a los taxis que vociferan en la puerta de la estación, intentando atrapar turistas. Con tanto que los hemos intentado evitar… Comienza el regateo -¡qué pereza!-, pero como ya tenemos unos cuantos palos dados, conseguimos que nos hagan el precio que les hacen a los autóctonos. Eso sí, precio de marroquí significa que viajarás como lo hacen ellos, así que viajamos siete personas en un taxi normal de cinco plazas: dos personas en el asiento del copiloto -el culo del chico chocando con el cambio de marchas- y cuatro personas detrás. A mí me colocan entre Marc y Samira, que viaja con su amiga Amina desde Suiza. Son chicas árabes occidentalizadas, no utilizan el velo islámico y una de ellas chapurrea un poco el inglés.
El trayecto dura más de tres horas, amenizadas con la música pop marroquí que sale de la radio y los coros que le hace el ruido del cojinete. Lo único que espero es que el coche aguante, me digo, y me concentro en la carretera, intentando averiguar cuántas veces puede el conductor adelantar con línea continua y viniendo vehículos de frente sin que los otros le digan nada… Tengo mucho tiempo para pensar, porque, tras las presentaciones pertinentes, Amina ya no sabe qué más decirnos, así que nosotros nos volvemos invisibles mientras ellos cinco se enzarzan en una animada conversación en árabe. Primero hablan de Marrakech, luego ya no sé qué dicen, porque no pillo nada. Pero el conductor grita mucho y hace muchos aspavientos, incluso parece enfadado, hasta que por fin nos damos cuenta que solo está gastando bromas…
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Dicen muchas cosas de Essaouira. Que si es la perla del Atlántico, que si es el paraíso de los hippies, que si fue la fuente de inspiración de músicos y artistas, como Jimi Hendrix… Pero es difícil describirla sin caer en cualquiera de esos tópicos. Es un pueblo realmente bonito, para pasear sin prisas, y para perderse por sus callejones de cal desconchada y puertas azules, más que por el bullicio del zoco, que al fin y al cabo es como todos los demás. A mí me recuerda un poco a Tarifa por su ambiente surfero y espíritu hippy moderno -es decir, de alternativos con pasta-, aunque veo que la comparan más con Ibiza.
El puerto bien merece la pena, con su hilera de cañones del siglo XVIII, provenientes de las fundiciones de Sevilla y Barcelona. El olor a mar y salitre tan característico de las ciudades de la costa te abre el apetito de pescado y marisco, mientras como telón de fondo tienes el sonido de las gaviotas, que te recuerdan que esta fue la antigua Mogador, zona de piratas y corsarios.
Casi que entran ganas de lanzarse a la mar, como si fueras un Sandokán moderno que pudiera traficar con estos tesoros: aceitunas sazonadas de distintos sabores, dátiles, frutos secos y especias, alfombras, lámparas, babuchas, el cuero y la madera cuidadosamente trabajados, cerámica, joyas y pinturas.
Essaouira es un paisaje fotogénico que ha servido de escenario para diversas películas, desde el Otello de Orson Welles hasta Juego de Tronos. Pero lo más interesante sin duda son los gremios, las pequeñas tiendecitas que puedes descubrir deambulando por la medina: telares, sastres, zapateros, orfebres, farmacias de remedios naturales. Paseando por estas calles estrechas y oscuras nos tropezamos con Abdul, que antes de ser un anciano arrugado era mecánico de barcos y viajaba mucho a las Canarias. Ahora regenta una tiendecita tranquila -servicio de hachís incluido-, y nos quiere contar su historia. Y es que todos nuestros viejos llevan un artista cuentacuentos dentro…