Un par de días antes de que llegásemos a Valparaíso, la ciudad había temblado. Por enésima vez, como muchos otros puntos sensibles en Chile. Nosotros estábamos en el Valle de Elqui y no sentimos nada. Mientras los cerros de Valparaíso se sacudían, yo leía un libro sobre un terremoto: el que ocurrió en 2010, que fue el más largo de la historia y tuvo consecuencias devastadoras en el sur del país.
Nuestros nuevos amigos chilenos Carolina y Manuel me habían regalado un ejemplar de El Mercurio para que me lo llevara de recuerdo. Y entonces vi la noticia en portada. Al momento de ocurrir el temblor se disputaba el partido entre Unión Española y Universidad de Concepción. Muchos espectadores se levantaron de las gradas, pero el encuentro se continuó celebrando. “¡Ha habido un terremoto en Valparaíso!”, exclamé, no sé si preocupada. “Ah, sí”, me dijo Manuel tranquilamente. “Sólo 6,4 puntos en la escala de Richter”. Claro, para un chileno los terremotos son rutina. Hace cuatro años fue otra cosa: 8,8 puntos; dos minutos de duración. Todo el mundo se acuerda de lo que estaba haciendo ese día. Michel, por ejemplo, estaba en Coquimbo. Cuando el suelo comenzó a moverse bajo sus pies buscó algo a lo que agarrarse, pero todo parecía más inestable que sus pies. Tuvo que esperar a que pasara el terremoto separando las piernas, para así evitar que las sacudidas lo tiraran al suelo. Afuera había una piscina, en la que se producían pequeños tsunamis.
En Valparaíso la gente se acuerda del terremoto de 2010, y los periodistas culturales de España, también, porque iba a celebrarse el Congreso de la Lengua Española de Valparaíso, que finalmente no pudo ser. Hasta esta ciudad bohemia comenzaban a desplazarse todos los culturetas del viejo mundo: académicos, expertos del Instituto Cervantes, escritores, periodistas, políticos. A mí me gusta especialmente una escena concreta que leí y que tengo en la cabeza desde entonces: la lujosa habitación de hotel agitándose como un cóctel mientras Víctor García de la Concha se vestía tranquilamente y hasta se peinaba mirándose al espejo epiléptico. ¡Seguro que exageraba!
Marc y yo hemos paseado por estas calles soñando que buscábamos una casa para comprar. No nos han disuadido ni las empinadas escaleras de colores de los albergues ni los inquietantes carteles de evacuación en caso de seísmo y el tsunami posterior. Los únicos temblores que ahora nos parecen reales son los que provocan los famosos pisco-sour chilenos: el terremoto y la réplica. Humor negro para quien está acostumbrado a lidiar con las fuerzas naturales.
Afuera el día está nublado pero entran ganas de quedarse hasta que salga el sol por las montañas, escale el Cerro Alegre y suba a Concepción, para luego morirse en la bahía. A una le entran ganas de hablar con los viejos que recorren las calles con una caja de música a manivela, los que conducen los ascensores centenarios como quien lleva una locomotora, los que regentan las pequeñas librerías de libros viejos y usados que huelen como olían los cajones prohibidos de mi infancia; los que venden regaliz en una manta en el suelo, los que tocan la guitarra en una esquina fea y triste; los que no puedo ver porque se esconden en sus casas. Casas de maderas pintadas que hacen equilibrios en la montaña y le hacen guiños al mar. Los jóvenes algo deben contagiarse de esta atmósfera de cuento legendario, porque andan pintando murales que contienen todos los colores del mundo y van componiendo canciones en las terrazas.
No tengo suficiente tiempo, no me da tiempo, quiero tener más tiempo para aburrirme de esta ciudad. “Son muchos los extranjeros que vienen de visita pero ya no se vuelven”, me dijo René, un músico de Valparaíso al que le compré su música. Marc y yo nos reímos, pero en el fondo sentimos un poco de miedo, un leve mareo, ese aguijón envenenado que se te clava en el cuerpo y con el que te atreves a preguntar: “¿Y si…?” Tal vez nuestro sitio no esté aquí, pero este sitio nos lo llevaremos. Así que, amigos del puerto, artistas callejeros, niñas de uniforme azul, periodistas que salís de la sede de El Mercurio sin saber que sois observados: quizás algún día nos estrechemos las manos. Cuando vuelva, cuando regrese; cuando os reclame mi corazón.