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Carretera Panamericana: una ruta para conocer Chile de norte a sur

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Algunas carreteras justifican por sí mismas un viaje. Es el caso de la ruta 66 en Estados Unidos, la Highway 1 que recorre Californiaruta del Big Sur-, de la ruta 40 en Argentina o la carretera Austral en Chile. Son grandes obras de ingeniería para tomárselas con calma y sumergirse en el paisaje, que suele ser cambiante y bendecido por una naturaleza salvaje o caprichosa. La carretera Panamericana es una de ellas. Podrías conocer Chile de norte a sur. Podrías comenzar a recorrerla en Alaska y terminar casi en la Patagonia chilena. Podrías conducir a lo largo de miles de kilómetros y atravesar América entera: la del norte, la central y la del sur. Podrías visitar tantos países y tan variopintos que se merecerían estar en continentes diferentes.  Podrías, sin dejar de conducir, seguir la línea de grandes cordilleras como los Andes, guiarte por el sonido de las olas en los tramos en que la ruta pasa por la costa; atravesar desiertos, selvas y campos fértiles, padecer el calor o el frío de los hielos.

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Estamos conduciendo hacia las estrellas. Dicen que en el Norte Chico de Chile se encuentran los mejores cielos para verlas. Saliendo de Santiago, la Panamericana es una carretera moderna que discurre entre dos hileras de montañas. Tan moderna, que a veces te estropea el paisaje con algún que otro peaje que hay que pagar. A tu lado pasan cactus veloces y un terreno yermo donde no hallas ningún punto donde merezca la pena detenerse. De vez en cuando, sólo de vez en cuando, algún pobre bosque de eucaliptos y un horizonte limpio sin movimiento. Algún parque de molinos de viento que bracean sin ganas. A veces, la costa: playas extensas y vacías con olas mansas.

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El día va discurriendo sobre nosotros y nos regala toda su paleta de colores. Vemos a las montañas cálidas tornarse grises, azules o moradas, hasta que ya todo lo que nos rodea es negro, como el pensamiento que nos inunda mientras dejamos atrás tantos altarcitos desperdigados por el camino, el recuerdo de los chilenos que se dejaron la vida en la carretera, que ellos llaman animitas. Era noche cerrada cuando llegamos a La Serena. No hay nada que hacer. Los lugareños se divierten en el centro del pueblo con un humilde concurso de belleza. Nuestra casera, Aymara, no tiene muchas ganas de hablar. Es vieja y amable, pero reservada. Nos comenta que si no volvemos a las diez de la noche, la puerta estará cerrada. Así que nos acostamos, obedientes, haciendo el mismo horario que la abuela, y dormimos profundamente en dos estrechas camitas hasta que el gallo decide que ya es mañana. Cuando los perros callejeros -todos afectados por la sarna- comienzan a ladrar, me atrevo a preguntar en voz alta: “¿Duermes?”

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