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La ciudad de los números mágicos

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La capital de China es la ciudad de las ciudades. Cuando aterrizamos en Beijing hace dos noches pensábamos que habíamos dejado demasiados días reservados para un solo lugar, pero lo cierto es que Pekín no da tiempo al aburrimiento: la vista se pasea por residencias imperiales, palacios, torres que saludan a golpes de tambor, pagodas, parques majestuosos,hutongs -callejones históricos- que se caen a pedazos y en los que la vida tradicional china palpita en cada esquina, largas avenidas ataviadas con farolillos rojos donde los chinos más acomodados se reúnen a comer marisco picante, rickshawsque se conducen temerariamente, mercados nocturnos donde los vendedores vociferan su mercancía, puestos de verdura y fruta, olores de fritos y especias, humos varios, y un sol sin nubes que reina, perenne, en el cielo de Beijing.

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La primera visita que hacemos no puede ser otra. La Ciudad Prohibida, antigua residencia de emperadores, nos aguarda entre un aluvión de multitudes, así que esperamos al último momento subidos al pabellón más alto del Parque Jingshan, concebido como una barrera de feng shui para proteger el palacio real de los malos espíritus. Desde aquí hay una vista hermosa de Beijing, y mientras nosotros admiramos los tejados rojos de la Ciudad Prohibida, otros visitantes prefieren ocupar su tiempo en rendir culto a la enorme estatua dorada de Buda que hay dentro del pabellón.

Un hombre se acerca y se arrodilla. Comienza a orar dando con su cabeza en el suelo, mientras sus ojos parecen evitar la mirada y la sonrisa petrificada del dios, que no obstante parece satisfecho con la selección de inciensos y frutas frescas con las que se ha adornado su altar.

El tiempo apremia. Bajamos y rodeamos completamente la Ciudad Prohibida -720.000 metros cuadrados- hasta que por fin hallamos la puerta de entrada. Los chinos tienen más interés que nosotros en penetrar los secretos de esta ciudad en miniatura que daba cobijo a 9.000 personas entre sirvientes, guardias, eunucos, concubinas y miembros de la familia real. No en vano ha sido el cerebro desde el que se gobernaba Beijing y que nadie podía ver. Cada noche recorría sus estancias la concubina que designaba el emperador; la muchacha se pasaba horas y horas en los salones de belleza de palacio, preparándose para no decepcionar al monarca. Mientras más veces la eligiera a ella, más alto podría subir en la escala social.

La entrada en la llamada Ciudad Púrpura se castigaba con la muerte, así que era cuestión de tiempo que los chinos se contaran a media voz espeluznantes historias sobre lo que acontecía entre las paredes del palacio: intrigas, traiciones y quizás algún asesinato; habladurías que hicieron dudar al propio Mao Zedong, quien rehusó vivir entre sus maravillosas maderas rojas finamente trabajadas.

Todo en la ciudad fortaleza está pensado al milímetro. No sólo se construyó siguiendo los principios del feng shui, para lo que hubo que levantar, incluso, una montaña artificial, sino que en su arquitectura se encuentra el número 9 por doquier, considerado “mágico”. Las cuatro torres de vigilancia tienen 9 vigas cada una, 18 columnas y 72 maderos, siempre números múltiplos de 9, y que además sumados dan: ¡99!

La falta de datos sobre quién ideó su diseño ha dado lugar a varias leyendas. Unos dicen que la Ciudad Prohibida fue soñada por un monje en el siglo XIV y que éste le cedió sus bocetos al príncipe Yongle, que la construyó en 1406. Mucho más sugerente y evocadora es la leyenda de las cuatro torres, que establece que cuando el emperador construyó la ciudad no existían aún las cuatro torres de vigilancia de las esquinas. Un día el rey soñó con ellas, y al despertar mandó que se construyeran igualitas. Entonces se reunieron en la corte a los mejores artesanos del reino, pero uno a uno iban siendo decapitados, porque no conseguían hacer realidad el sueño del emperador.

Una noche se hallaba reunido el tercer grupo de artesanos, que ya no podía comer ni dormir, pensando que irremediablemente serían los siguientes en morir, cuando se escuchó el ruido fuerte de unas cigarras. Eran tan ruidosas que uno de los artistas, harto después de un rato, salió para ver si podía hacerlas callar. Entonces vio a un anciano que estaba vendiendo saltamontes, y comenzó a discutir con él. “¿Cómo puede una cigarra guardar silencio?”, decía el anciano. Finalmente todos los artesanos, ante tanto barullo, salieron a ver qué pasaba. El viejo entonces aprovechó para levantar la jaula y que todos la vieran: “Señores, ¿no quieren comprar mis cigarras en su hermosa jaula?” Todas las miradas se centraron en la jaula del insecto, que estaba hecha de tallos de sorgo. El techo se dividía en tres plantas, con aleros en sus cuatro lados.

Los artesanos decidieron construir las cuatro torres de vigilancia inspirándose en la jaula, y sorprendentemente el emperador quedó satisfecho. Por eso se dice que el anciano era Lu Ban, el abuelo de todos los carpinteros chinos.

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El mirador más alto está en Shanghai

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El mirador más alto del mundo está en Shanghai. Aunque no es el rascacielos más alto del planeta, sí ostenta este récord en cuanto a su observatorio, situado en la planta 100 del Shanghai World Financial Center y con impresionantes pasarelas de cristal que recorres para ver la ciudad a tus pies. Visitamos el Pudong de noche, intentando adivinar qué edificio ganaba en altura. A ras del suelo es imposible saberlo, incluso la vista te engaña con ilusiones ópticas. Actualmente el rascacielos más alto del mundo está en Dubai, pero Shanghai, que no quiere quedarse atrás en la lista de los récords Guiness, está culminando ya las obras del que será el segundo rascacielos más cerca del cielo: la Shanghai Tower, cuyas obras acabarán en 2015.

Resulta curiosa esta competencia por la altura, este gusto por las etiquetas “el más…”, tanto derroche de soberbia… En Pudong, los ricos de la ciudad se pasean con sus bolsas de ropa de marca y sus ojos ocultos tras las gafas de sol. Pero sólo a dos paradas de metro, una vez que se cruza a la otra orilla del río, la escena ya es bien diferente: motos que circulan sin luz y transportan a tres pasajeros -sin casco, por supuesto-, conductores que se protegen del sol con una toalla sobre la cabeza, tenderos que dormitan en una butaca en el medio de la acera, torsos desnudos por doquier, transeúntes que escupen a tu lado, hedores varios. Pero como ya es el tercer día en Shanghai, esas cosas ya no te molestan, e incluso agradeces pequeños gestos de deferencia hacia ti, que no eres más que un turista desorientado, un insignificante mosquito en la ciudad más poblada del mundo.

También asombra el caos del tráfico, que me recuerda a El Cairo. En ambas ciudades tienes la sensación de que la vida humana vale muy poco; la sensación se inseguridad viene dada porque aquí no importa de qué color esté el semáforo. En cualquier momento pueden embestirte, por la izquierda o la derecha, motos silenciosas o ciclistas que circulan en sentido contrario. El tránsito de coches, motos, bicis y rickshaws prácticamente se regula a sí mismo, las normas básicas de circulación son muy laxas, y para integrarte debes hacer como ellos: lanzarte a correr por las grandes avenidas, esquivando a los vehículos o siguiendo a los autóctonos.

Entre otras lecturas que me acompañan en este viaje se encuentra el relato del viaje a la China del escritor Vicente Blasco Ibáñez, englobado en su libro La vuelta al mundo de un novelista. Resulta muy interesante leer las descripciones que realiza de Shanghai, a la que llega en 1923, en una época en la que el país había terminado hacía unos años con la última dinastía de emperadores. Blasco Ibáñez llega a bordo de un barco surcando el río Yangtzé, el río Azul. Eso sí que era una aventura. En aquel Shanghai de principios del siglo XX pululaban cortesanas con sus vestidos floreados y sus caras de muñequitas de porcelana; frailes y sacerdotes ingleses, norteamericanos, franceses o españoles destinados a extender la propaganda católica o la protestante; cónsules, profesores, escritores, leprosos y mendigos. Sólo unos años después de su visita, la ciudad ya ostentaría el título de quinta ciudad más grande del mundo y hogar de 70.000 extranjeros.

Mucho ha cambiado Shanghai, aunque en esencia sea la misma. Ahora a nosotros se nos antoja también explorar un poco de la región del Yangtzé, así que cogemos un tren hasta Suzhou, que nos concede un respiro a la locura de la metrópoli. Comprar un billete por cuenta propia ya es en sí una hazaña, pero esta… ya es otra historia.

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