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¿A dónde van los desaparecidos? El Museo de la Memoria de Santiago de Chile

“El hombre es el único animal que es capaz de torturar”. Eso dice un joven guía seguido por un grupo de chilenos que escuchan mudos las explicaciones. El Museo de la Memoria de Santiago de Chile es un moderno edificio de tres plantas que acoge exposiciones temporales, vídeos, documentos sonoros, cartas, dibujos e incluso artesanía relacionada con el golpe de Estado de Pinochet, la dictadura, el exilio y las desapariciones de presos políticos acaecidas en Chile desde 1973. Me acuerdo de Rolando, un chileno que entrevisté hace unos meses con motivo de un reportaje que elaboraba sobre los comedores sociales. Allí, en una residencia de ancianos de Arenys (Barcelona), Rolando estuvo muy contento de explicarme su historia, que comenzaba precisamente aquí, en los años de las persecuciones políticas de los que no eran afines al régimen. Consiguió un pasaje para dejar su país. Acabó en España buscándose la vida: durmiendo en la playa, trabajando de mecánico en Mataró, enamorándose, desenamorándose, sonriéndole a la vida, aunque de vez en cuando se queje de la soledad.museo-memoria-santiago-chile

«¿A dónde van los desaparecidos?», cantaba Maná en su tema Desapariciones, versionando a Rubén Blades. Yo creo que la memoria nos hace fuertes. No obstante intuyo que muchos deben de pasar de largo de este interesante museo, que sin embargo no se ceba en el dolor, el sufrimiento, los fusilamientos. Claro que lo explica, pero de forma responsable. Más bien tuve la sensación de que era una deuda saldada, una especie de terapia de las víctimas. Hay testimonios sonoros de presos que sobrevivieron a las torturas, de niños que perdieron a sus familiares que andan quién sabe dónde, de mensajes que enviaban los encarcelados escritos donde podían, aunque fuera la suela de un zapato. Pero sus voces suenan tranquilas, sin odio, felices de poder contarlo. Sólo la voz del presidente Salvador Allende me hizo estremecer: “Yo no voy a renunciar. Pagaré con mi vida la confianza del pueblo”. Mientras, la radio controlada por los militares avisaba a la población de que “los detenidos serán fusilados en el acto”.

Porque tenemos memoria aprendemos. Y porque la tenemos somos capaces de amar y padecer. Quizás por ello Chile está plagado de memoriales de toda clase en recuerdo de las víctimas: memoriales de los médicos desaparecidos, de los periodistas y estudiantes, de los ferroviarios, de las mujeres. Cada gremio o colectivo ha eregido el suyo.

Los cementerios de Santiago de Chile son también otro homenaje a la memoria. En la capital, Marc y yo teníamos que cumplir una promesa. Por eso nos despedimos de la ciudad en el Parque del Recuerdo, donde una muy buena amiga en España tiene enterrado a un ser querido. Fuimos a llevarle flores. Al final de la mañana, decidimos por fin nuestra ruta: conducir por la carretera Panamericana hacia el norte, hacia el desierto, hacia las estrellas.

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¿Hablan los chilenos de la dictadura de Pinochet?

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No puedo dormir con el jetlag, menuda novedad. Estoy dando vueltas en la cama en mi primera noche en Chile y sólo pienso a través de imágenes inconexas. Se me aparece un Pablo Neruda enamorado; repaso mentalmente algunas escenas de La casa de los espíritus; pienso en los chilenos que han sido ya capaces de pasar página. He visto a un Chile recuperado, aunque las víctimas no olviden; un Chile valiente que es capaz de hablar de la dictadura de Pinochet con extranjeros; un Chile que ha sido capaz de llamar las cosas por su nombre y que se siente orgulloso de poder gritarle al mundo: esto es lo que hemos vivido, señores.

Lo primero que vimos de Chile fueron los dientes nevados de los Andes. Desde el avión, los picos impresionantes de la cordillera desfilaron ante nuestros ojos cansados durante minutos. Lagos helados y agujas afiladas se sucedían como un océano encrespado o el lecho de un faquir. Mi madre, antes de salir, se había quejado de que tuviera que sobrevolar las montañas: “mira lo que les pasó a aquellos pobres jugadores de rugby que se estrellaron allí”, me dijo. Resulta muy confortante acordarse de ello a diez mil metros de altura mientras te abrochas el cinturón, porque la voz de la azafata te avisa de que las turbulencias en los Andes pueden especialmente movidas.

Finalmente, tomamos tierra en el aeropuerto Arturo Merino Benítez de Santiago, con apenas 5ºC de temperatura y cuando la mañana aún bostezaba. Sólo queríamos dormir. Fuimos directos a nuestra habitación alquilada, y así pasamos por el centro histórico y la conocida Plaza de Armas, protagonista de varios episodios violentos. Como en Lima, la plaza originariamente se diseñó como un damero alrededor del cual se fueron ubicando los comercios. Por allí se encuentra el Palacio de la Moneda -otro hito en la historia negra de Chile por el golpe de Estado de Pinochet y la muerte de Salvador Allende– y las calles aledañas, donde se reúnen los enamorados del ajedrez a echar unas partidas.

Siento rabia porque estoy perdiendo el tiempo aquí, dando vueltas en la cama, y no puedo ni vivir ni descansar. Nos hemos ido a la cama cuando los chilenos han acabado su jornada laboral y comienzan a invadir el metro, el cine, los bares. Nosotros, no. Nosotros debemos dormir un poco. Pero aquí hay demasiado silencio, sólo escucho una suave respiración que no sé si gime o sueña, y a través de la fina cortina de mis párpados cerrados adivino que el día está naciendo, quizás unos primeros rayos estén ya encendiendo el espectacular skyline natural de Santiago.

Camino a casa nos topamos con un chileno aficionado a la poesía. Estuvimos un rato hablando de la dictadura chilena y la española. Fue quien nos ayudó a encontrar la parada de metro, y cuando supo de dónde veníamos no se pudo contener: “¿Son de España? ¡Baltasar Garzón..!”, exclamó con orgullo. Es la primera vez que no nos gritan: ¡¡Barça!!

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