Las fechas a veces son importantes. Un 17 de agosto de 1850, exhalaba su último suspiro, como se suele decir, el general José San Martín, figura emblemática de la historia de Argentina, donde se le conoce como el Padre de la Patria y como El Libertador. Tenía más o menos mi edad cuando se puso al servicio de la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata -Argentina-, por lo que aquí se le recuerda marcando en el calendario como feriado el día de su muerte. Cien años después de su fallecimiento, es decir, el 17 de agosto de 1950, un matrimonio catalán -él, Marcelino, oriundo de La Pobla, ella, Pilar, de Palafrugell- desembarcaba en la ciudad de San Pedro de Buenos Aires, después de casi un mes de travesía por el océano. Atrás dejaban una montaña de dudas y temores, la seguridad del núcleo familiar y la tierra que tanto amaban. Que no sabían que tanto amaban.
Pasaron muchas cosas, algunas muy tristes. Hubo pérdidas y conflictos, y Pilar, ahora casi centenaria, sobrevivió. Y un día, exactamente 65 años después de su llegada al que sería su nuevo mundo, un 17 de agosto de 2015, alguien llamó a su puerta venido de ultramar.
***
“A ver… ¿a quién se te parece este chico?”, le pregunta Noemí a la abuela Pilar, su suegra. Hemos venido a buscarla al centro donde reside. Nerviosos, hemos esperado hasta que la cortinilla se ha abierto y ha aparecido la anciana, flacucha pero ligera, que ahora avanza hacia nosotros con curiosidad.
“Mmm… no sé”.
“¡Es el nieto de Melchor!”
“¿En serio?”
“¡En serio!”
Y Pilar abre unos ojos como platos y se alegra, y nos besa y nos abraza, y se pone a hablar de aquellos años, de cómo la acogieron los tíos de su marido Marcelino, hasta que ellos pudieron abrirse camino y hacer su casa y progresar.
Por el saloncito pasan los recuerdos. Marcelino paseando por la calle, alegre y bromista, y todos saludándolos con un “¡Señor Navarri!”, y quizás un toque de sombrero. Cruzando una calle cualquiera de San Pedro, entrando en el bar y protestando con sorna: “¡eh, que no me han puesto mi vinito!”
Haciendo el payaso, le gustaba hacer de torero, contar chistes y bailar. Una vez, en un velorio, intentando alegrar un poco el ambiente, echó mano de sus imitaciones de torero, que nunca le fallaban, pero con la mala suerte que tropezó y casi deja caer el ataúd con el muerto dentro.
En Carnaval se escondía bajo la camisa globitos llenos de agua, pero cuenta Pilar que siempre acababan mojándolo a él. “Hablaba mucho, y tenía un caracter muy lindo”, “muy lindo”. Y se queda pensativa. Cuando nos despedimos, agarra a Marc por las muñecas y rompe a llorar, y Noemí la abraza y la consuela. Lloramos todos, sobre todo cuando el coche arranca y queda la imagen de ella diciéndonos adiós, agitando su mano huesuda entre los barrotes de la reja.
Con Pilar y Noemí hemos logrado dibujar el árbol genealógico de la familia, tarea nada fácil, dado que los bisabuelos de Marc, Francesc y Josefa, tuvieron diez hijos. Uno de ellos, Marcel·lí, fue el que emigró a América, si bien no fue el primero. En 1800 un primer pallarès de apellido Navarri cruzó el charco para llevar una vida que parece sacada de la película Leyendas de pasión.
Aventurero e inconformista, con ansias de abarcar el mundo ante sus ojos, marchó a la Patagonia sin rumbo fijo ni trabajo ni meta. Una Patagonia que, si ahora está desierta, en el siglo XIX era un territorio casi inexplorado, altamente solitario y hostil. Este Navarri viajero ha pasado a los anales de la historia familiar sin nombre conocido, porque confiesa Pilar que cuando ellos llegaron a Argentina él ya se había ido, y no lo llegó a conocer. Sólo sabe que anduvo vagando por la Pampa, comiendo lo que podía y durmiendo donde le agarraba el momento, refugiándose bajo los puentes y viviendo entre las ovejas, que muchas veces eran su única compañía.
Alguna vez volvió a San Pedro para intentar sentar la cabeza. Sabía que su cuñada se había quedado sola y quiso casarse, pero ella lo rechazó y preferió quedarse sola criando a sus hijos. Entonces el Navarri aventurero se dio la vuelta y se marchó. Otra vez buscó el consuelo de la árida Patagonia, de los vientos fríos y la ballena franca austral.
Quizás un día volvamos a Argentina, como hizo Bruce Chatwin en In Patagonia, siguiendo las huellas de un antepasado misterioso. Quizás en algún lugar algún viejo gaucho recuerde el nombre que pronunció su padre: “ah, sí, Navarri, estuvo esquilando ovejas con mi viejo”. Aquí hay una historia, y las grandes historias no se pueden dejar pasar.

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