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Día 40 de confinamiento. De soledades, galerías y otras ausencias

Estos días siento los mismos temores que durante la concepción, embarazo y parto. Los surcos del azar son demasiado profundos, demasiado oscuros. Con ellos podría dibujar una rayuela en mi corazón; soñar que de un salto regreso a la casa de los espíritus de la calle Aire número 2, mi Ítaca; la que inspiró todas mis historias.

Regresar como regresó Ulises en la Odisea, aunque de momento no es posible. Esta es mi vida ahora: la historia de una maestra con alumnos invisibles; la confesión de una idealista que aún desea recorrer el libro de las maravillas del mundo. Cuando se pueda. Cuando lo dicten los ocho millones de dioses que andan escondidos en alguna de las islas griegas.

Os confieso que sueño con retomar mis viajes con Charley e instalarme sin fechas en el gallo de hierro, pero ahora solo me preocupa cómo cruzar los campos de Castilla desde Barcino hasta el sur. Os abrazaría a todos: padres, hermanos, tíos, primos, cuñados, amigos y compañeros, incluso al abuelo que saltó por la ventana. A todos.

Os susurraría al oído que no tuvierais miedo. Os diría que no hay razones para desconfiar de los vecinos, que aquí todas las banderas aplauden a las ocho. Porque todos somos hijos del dios binario que nos alejaba en libertad y nos acercó en confinamiento.

Me quedan mil y una narraciones que contaros, más de las que contiene Don Quijote de la Mancha, más de las que sobrevendrían con el despertar de Cervantes.

Os quiero. Quiero decíroslo antes de que el tiempo se escurra entre los dedos, antes de que el sol se ponga hoy, antes de que el progreso se ponga en pausa; antes de que la arena se convierta en desierto. En un desierto de seda inhabitado y silente, en el que siempre, siempre, y pase lo que pase, resonarán mis besos.

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¿Dónde están los niños? Reflexiones tras 16 días de confinamiento por el COVID19

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Hoy, como vengo haciendo desde hace 16 días, desde el principio del confinamiento, me he sentado a escuchar el silencio. Hasta ahora era difícil; había que ir a buscarlo: pasear por una calle solitaria, salir al exterior cuando todos duermen, acercarse a la playa para que el sonido de las olas apague el de los coches, taparse los oídos para acallar los gritos, taparse los ojos para no ver el ruido.

Hoy, si hubiera tenido perro, me habría fijado en que los coches siguen en los mismos aparcamientos que hace dos semanas. Habría mirado con tristeza –y quizás con un escalofrío- los parques clausurados y los columpios vacíos. Me habría preguntado dónde están los niños; habría pensado en las personas que me importan; habría deseado no tener que lamentar ninguna víctima más del maldito coronavirus.

Hoy, como no tengo perro, he salido a la terraza que me sirve de pulmón y me he puesto a pensar en las personas que me importan. Se escuchaba mucho el silencio, y no me ha dejado pensar. Aquí nunca lo había oído, rodeados como estamos por bloques de apartamentos  que me miran con esos ojos de colmena, impasibles durante el día y fantasmagóricamente iluminados por la noche.

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Hoy es una hora cualquiera de la tarde, y se oye el batir de alas de las palomas, y trinos, y hojas moviéndose, y una cortina que se descorre, y un portero automático lejano; ahora una puerta que se cierra, y otra que se abre. Por encima de todo, silencio.

De repente he escuchado una frase gritada al aire por un niño: “¡Me aburrooo!”. Lo ha dicho así, de repente, para desahogarse. Un niño solo con su yo. Pero entonces, a pocos metros, se ha producido el milagro: en otro balcón, otro niño le ha contestado: “¡Y yo tambiééééén!”. Y ya no han hablado más; de nuevo nos hemos sumido en el silencio. Pero me ha parecido que en ese breve diálogo se encerraba toda la poesía del mundo. Dos niños haciendo auténtica poesía de la soledad.

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El cementerio judío más grande de Europa. Una triste historia de Chisinau

No había visto nunca un lugar declarado monumento nacional que estuviera en un estado tan lastimero. Al cementerio de Chisinau, la capital de Moldavia, hemos llegado al final de una calurosa mañana de caminata y fatigas. Situado en las afueras de la ciudad, como no entendemos los autobuses y no tenemos ni guías ni mapas, hemos echado a andar en línea recta, cruzando avenidas, parques y aceras hundidas. Marc ha ido por todo el camino echándome agua por la cabeza, en los brazos y en los muslos para que no me desmayara. Es algo a lo que ya estamos habituados…

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Después de recorrer media docena de kilómetros como quien cruza un desierto, sin viento ni sombra, de pronto nos hemos topado con una cancela con la estrella de David. Hemos llegado.

Unos dicen que el cementerio judío más grande de Europa está en Praga; otros que en Polonia; otros que en Chisinau. Depende de cómo se mire: por el número de tumbas, por superficie ocupada o dependiendo de si aún está en uso o no. Lo cierto es que el de Chisinau es uno de los mayores cementerios judíos de Europa y a la vez uno de los más olvidados.

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Recorrerlo es regresar a la historia más oscura del ser humano. Porque entre sus 23.430 tumbas yacen las víctimas de una de las masacres más famosas acaecidas contra los judíos: el Pogromo de Kishinev -la antigua Chisinau-.

Aquel 8 de abril de 1903, hace ya 114 años, los habitantes de la ciudad se levantaron con los ojos nublados por el odio. Los periódicos antisemitas decían que los judíos habían matado a un cristiano, y que su sangre se había usado en un ritual de índole religiosa. Era mentira, pero nadie se molestó en contrastarlo. Se organizaron bandas de diez a 20 personas y se asaltaron las casas judías: las hordas enfurecidas mataron a 49 personas, hirieron a 592, violaron a las mujeres y destrozaron a los bebés, golpeaban con sus armas mientras los judíos se defendían con las manos o herramientas de jardín. Después de tres días de violencia, 2.000 personas se habían quedado sin hogar.

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Este cementerio parece ser un mudo testigo salvaje de aquellos hechos. Los árboles han crecido escondiendo las tumbas, las raíces cierran las sendas y te hacen tropezar, las flores secas gritan de olvido… Es fácil perderse entre las lápidas de piedra y las rejas oxidadas, porque ya no hay caminos. Vamos visitando las tumbas de una en una, como si fuéramos Hayyim Rahman Bialik, el poeta nacional del pueblo judío, que entrevistó a los supervivientes para documentar sus historias.

A Bialik se le habría roto el corazón si hubiese sabido que ese esfuerzo fue un poco para nada, porque la humanidad no aprende de los errores. Solo unas décadas después de estos hechos, aún quedaba por llegar la II Guerra Mundial. El terror de los judíos no había hecho más que comenzar.

 

 

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Terremoto de conciencias. Recordando el terror

Foto: EFE

Foto: EFE

 

Se acaban de cumplir 80 años del golpe de Estado que triunfó parcialmente en España y que vino seguido de la guerra civil. En algunos municipios se celebran conferencias y exposiciones temáticas, en otros me temo que pasará desapercibido.

He tenido tiempo de pensar estos días en ello, mientras repasábamos las noticias de actualidad y comprobábamos cómo el terror siempre vuelve -el atentado de Niza, los atentados y fallido golpe de Estado en Turquía-, y ya no sabemos ni cómo actuar. Poner una bandera francesa en el Facebook me parece insuficiente. Y está bien que los políticos condenen la barbarie, pero… ¿no habrá que hacer algo más?

Hay que compartir información. Y a veces no será políticamente correcta. Podemos empezar por preguntarnos qué hay detrás del presunto golpe de Estado turco. Por qué hay tantos jueces detenidos. Por qué hay gente que condena muy fácilmente ese suceso y no lo que pasó en España.

Foto: RTVE

Foto: RTVE

 

Nos está ganando la partida el terror. A mí también.

En el aeropuerto de Estambul, cuando veníamos hacia Japón, hubo un suceso que me hizo darme cuenta de que los terroristas ya habían logrado sembrar el miedo, la desconfianza, el radicalismo… Estábamos sentados esperando embarcar, cuando de repente un hombre con la cara descompuesta se puso a gritar en medio de la sala:

Whose bag is this? Whose bag is this? WHOSE bag is this!!??– El último grito sonó a súplica. Hacía un par de días que ese mismo aeropuerto había sufrido un atentado por parte de los radicales islamistas.

En efecto, había una mochila abandonada en medio del aeropuerto. Nadie respondió a su pregunta, y se hizo un silencio de hielo, seguido por una estampida de personas que se alejaron discretamente del lugar.

Foto: CNN

Foto: CNN

 

Estoy releyendo a Amin Maalouf y sus Identidades asesinas, porque me parece que viene muy a cuento para entender qué está pasando en estos tiempos convulsos. Hay una frase que me parece interesante para reflexionar:

Suele concederse demasiado valor a la influencia de las religiones sobre los pueblos y su historia, y demasiado poco a la influencia de los pueblos y su historia sobre las religiones”.

Desde luego, no está justificando la barbarie que se pueda hacer en nombre de Alá; lo que nos está diciendo es que pensemos qué hay detrás del fanatismo. A veces hay guerras injustas, apropiación de los recursos naturales del territorio, venta de armas, muerte de civiles… Por eso, combatamos el fanatismo religioso, sí, y dejemos de justificar más guerras; concedámosle más recursos económicos a la educación y, en general, no dejemos que haya gente que no tenga nada que perder. Porque esos son los más peligrosos.

El servicio de Shinkansen fue temporalmente suspendido por el terremoto en Tokio.

El servicio de Shinkansen fue temporalmente suspendido por el terremoto en Tokio.

 

Estos días en Tokio también hemos experimentado un terremoto. Ha sido leve y ha durado unos segundos, un temblor que he sentido en las plantas de los pies, mientras nuestro pequeño bungalow prefabricado se movía. Le dije a Marc:

-¡Es un terremoto!

-No es un terremoto, será un tren.

Yo sabía que era un terremoto, porque el latigazo me venía de abajo, del mismo infierno…

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Pedro Bohórquez, el falso inca de origen andaluz

cachi-valles-calchaquiesHay un personajillo curioso en la historia de los calchaquíes. Supe de él cuando fuimos a visitar Cachi y los valles calchaquíes en busca de otro tipo de paisaje. Al pernoctar en Cafayate, pasamos por delante de la biblioteca pública y echamos una ojeada: una sala pequeñita, con pupitres de madera y tapetes verdes. Dentro, los ojos sabios de una anciana con rasgos indígenas se cruzaron con los míos, y busqué rápido en mi memoria algún libro que me pudiera prestar.

-¿Tiene algo sobre la historia de los calchaquíes?

-Mmm. Sólo tengo este libro sobre el segundo levantamiento contra los españoles…

-Me parece bien.

Nos sentamos en una de esas mesas-santuario y abrí el viejo libro con cuidado, con miedo de que se me pulverizara entre las manos. Al instante la historia se proyectó ante mis ojos; las imágenes llenaron la pequeña habitación, y oía los gritos de los indios y los lamentos de las indias, y al fondo apareció una figura peculiar con ropajes ricos, moreno de tez pero sin rasgos indígenas. Dijo llamarse “el redentor de la raza”, Pedro Bohórquez, descendiente de los incas.

***

valles-calchaquiesDesde los primeros tiempos hubo levantamientos indígenas contra los invasores. En la provincia de Catamarca vivían tribus como los quilmes, los pacciocas, los hualfines, tucumangastas, saujiles o huasanes, entre otros muchos. A todos ellos se le denominaban en su conjunto calchaquíes. En la serranía de estos valles donde nos encontramos había una barrera infraqueable para los soldados españoles, puesto que se enfrentaban a una lluvia de flechas caídas del cielo. Por eso preferían pelear en los llanos. Así, con sólo 50 hombres de caballería podían vender fácilmente a un ejército entero de los indios.

En este contexto, un joven natural de Arahal (Sevilla), desembarcó en el Nuevo Mundo cuando contaba con 18 años. Para ganarse la vida echó mano de toda suerte de artimañas, que en gran medida tenían que ver con su gran capacidad de persuasión y oratoria. Aprendió los ritos, las costumbres y la lengua de los indios y se convirtió en un ser un tanto extraño, que los españoles acabaron marginando. Estaba deseoso de vivir una vida de aventuras, y a fe que la tuvo, puesto que se pasó media vida huyendo de las autoridades españolas. En 1656 legó a Tucumán, después de un largo rosario de empresas de exploración que fracasaban, promesas de descubrimiento de riquezas que no se cumplieron y embustes que soltaba de manera natural. Cuando tenía 55 años se inventó el mayor engaño de su vida: dijo ser descendiente de los incas y que estaba dispuesto a liberarlos del yugo de los españoles. Los indios se ilusionaron, y acudían a verlo desde todos los sitios.

valles-calchaquies2En cuanto a los españoles, a pesar de que su mala fama hizo fruncir el entrecejo a algún eclesiástico, no fue suficiente para detenerlo. Los lugares recónditos bañados de riquezas eran tan tentadores, que las autoridades españolas aceptaron un encuentro con él. En la entrevista, el falso inca apareció ricamente ataviado y con un séquito de indios, mientras el gobernador le recibía por su parte con fiestas y cortejos. Le había prometido el sometimiento de los indios a la Corona y su evangelización.

Lo cierto es que esta amistad a dos bandas no podía durar eternamente, y el falso inca acabó encabezando la II Gran Sublevación. Los españoles vencieron, y Pedro Bohórquez, el más torpe buscador de tesoros, acabó siendo ejecutado en la cárcel de Lima en 1667. Al día siguiente su cabeza fue expuesta en el puente para que sirviera de escarmiento. Dicen que los indios bajaban la cabeza y lloraban, desconsolados por haber perdido su última oportunidad de alcanzar la libertad.

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El rastro de los antepasados. ¡Nuestra familia argentina!

san pedro buenos aires argentina2Las fechas a veces son importantes. Un 17 de agosto de 1850, exhalaba su último suspiro, como se suele decir, el general José San Martín, figura emblemática de la historia de Argentina, donde se le conoce como el Padre de la Patria y como El Libertador. Tenía más o menos mi edad cuando se puso al servicio de la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata -Argentina-, por lo que aquí se le recuerda marcando en el calendario como feriado el día de su muerte. Cien años después de su fallecimiento, es decir, el 17 de agosto de 1950, un matrimonio catalán -él, Marcelino, oriundo de La Pobla, ella, Pilar, de Palafrugell- desembarcaba en la ciudad de San Pedro de Buenos Aires, después de casi un mes de travesía por el océano. Atrás dejaban una montaña de dudas y temores, la seguridad del núcleo familiar y la tierra que tanto amaban. Que no sabían que tanto amaban.

Pasaron muchas cosas, algunas muy tristes. Hubo pérdidas y conflictos, y Pilar, ahora casi centenaria, sobrevivió. Y un día, exactamente 65 años después de su llegada al que sería su nuevo mundo, un 17 de agosto de 2015, alguien llamó a su puerta venido de ultramar.

***

pilar serra batlle“A ver… ¿a quién se te parece este chico?”, le pregunta Noemí a la abuela Pilar, su suegra. Hemos venido a buscarla al centro donde reside. Nerviosos, hemos esperado hasta que la cortinilla se ha abierto y ha aparecido la anciana, flacucha pero ligera, que ahora avanza hacia nosotros con curiosidad.

“Mmm… no sé”.

“¡Es el nieto de Melchor!”

“¿En serio?”

“¡En serio!”

Y Pilar abre unos ojos como platos y se alegra, y nos besa y nos abraza, y se pone a hablar de aquellos años, de cómo la acogieron los tíos de su marido Marcelino, hasta que ellos pudieron abrirse camino y hacer su casa y progresar.

Por el saloncito pasan los recuerdos. Marcelino paseando por la calle, alegre y bromista, y todos saludándolos con un “¡Señor Navarri!”, y quizás un toque de sombrero. Cruzando una calle cualquiera de San Pedro, entrando en el bar y protestando con sorna: “¡eh, que no me han puesto mi vinito!”

Haciendo el payaso, le gustaba hacer de torero, contar chistes y bailar. Una vez, en un velorio, intentando alegrar un poco el ambiente, echó mano de sus imitaciones de torero, que nunca le fallaban, pero con la mala suerte que tropezó y casi deja caer el ataúd con el muerto dentro.

En Carnaval se escondía bajo la camisa globitos llenos de agua, pero cuenta Pilar que siempre acababan mojándolo a él. “Hablaba mucho, y tenía un caracter muy lindo”, “muy lindo”. Y se queda pensativa. Cuando nos despedimos, agarra a Marc por las muñecas y rompe a llorar, y Noemí la abraza y la consuela. Lloramos todos, sobre todo cuando el coche arranca y queda la imagen de ella diciéndonos adiós, agitando su mano huesuda entre los barrotes de la reja.

familia navari emigrantes san pedro buenos aires argentinaCon Pilar y Noemí hemos logrado dibujar el árbol genealógico de la familia, tarea nada fácil, dado que los bisabuelos de Marc, Francesc y Josefa, tuvieron diez hijos. Uno de ellos, Marcel·lí, fue el que emigró a América, si bien no fue el primero. En 1800 un primer pallarès de apellido Navarri cruzó el charco para llevar una vida que parece sacada de la película Leyendas de pasión.

Aventurero e inconformista, con ansias de abarcar el mundo ante sus ojos, marchó a la Patagonia sin rumbo fijo ni trabajo ni meta. Una Patagonia que, si ahora está desierta, en el siglo XIX era un territorio casi inexplorado, altamente solitario y hostil. Este Navarri viajero ha pasado a los anales de la historia familiar sin nombre conocido, porque confiesa Pilar que cuando ellos llegaron a Argentina él ya se había ido, y no lo llegó a conocer. Sólo sabe que anduvo vagando por la Pampa, comiendo lo que podía y durmiendo donde le agarraba el momento, refugiándose bajo los puentes y viviendo entre las ovejas, que muchas veces eran su única compañía.

Alguna vez volvió a San Pedro para intentar sentar la cabeza. Sabía que su cuñada se había quedado sola y quiso casarse, pero ella lo rechazó y preferió quedarse sola criando a sus hijos. Entonces el Navarri aventurero se dio la vuelta y se marchó. Otra vez buscó el consuelo de la árida Patagonia, de los vientos fríos y la ballena franca austral.

Quizás un día volvamos a Argentina, como hizo Bruce Chatwin en In Patagonia, siguiendo las huellas de un antepasado misterioso. Quizás en algún lugar algún viejo gaucho recuerde el nombre que pronunció su padre: “ah, sí, Navarri, estuvo esquilando ovejas con mi viejo”. Aquí hay una historia, y las grandes historias no se pueden dejar pasar.

foto para el recuerdo famiia navarri argentina

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Argentina espera el corralito

buenosaires-barrio-palermoTengo una ventana en Buenos Aires por la que me escapo por las noches. Mientras tratamos de dormir, se nos cuela la ciudad entera en esta habitación de techos altísimos, paredes frisadas y puertas de madera que chirrían y dejan entrar a los gatos de Elena.

Cierro los ojos y me deslizo a través de las cortinas, accedo a la calle ruidosa, recorro a pie la Avenida 9 de julio, llego a la Plaza de Mayo y aguardo a las madres abnegadas que aún se concentran cada jueves para pedir justicia social. Miro hacia la Casa Rosada: detrás de alguna de esas ventanas puede que esté Cristina, como la llaman sin ningún tipo de problemas los argentinos, dando órdenes, leyendo un artículo de prensa, consultando con su equipo las posibilidades que tiene de ganar otra vez las elecciones. Desde su ventana quizás se vea la pancarta que dice: “Cristina, 100% orgullosos”. Acaban de pasar las primarias y Buenos Aires ha amanecido una vez más cubierto de pancartas electorales: el Frente de Izquierdas, los verdes…

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Los periodistas han acudido a la plaza de Mayo a hacer entrevistas. Los veteranos de guerra se concentran a unos metros para no caer en el olvido. Y los porteños continúan abarrotando los cafés, los boliches, los restaurantes que sirven bife mientras ellos pueden hablar de fútbol o política. Unos confían en Cristina; otros comentan con sorna que “Cristina ha dicho que en Argentina no hay tanta pobreza, que hay más en Alemania”… y ríen, se encogen de hombros, para finalmente admitir que esperan el corralito.

“No pasa nada. Europa vive una crisis cada 40 años. Argentina cada diez. Ya estamos acostumbrados”. Viven pendientes de la actualidad pero sin agobiarse, consultando a cómo está el peso, tanto el oficial como el del mercado negro -el blue, un cambio no oficial que se acepta oficialmente-; asumen la inflación en sus vidas y se sorprenden de que nuestros sueldos sean los que son. Parecen un poco decepcionados. “Yo pensaba que el sueldo medio en España sería casi de 3.000 euros…”, nos comentó un joven estudiante en la cola del autobús del aeropuerto. Y con esa naturalidad tan argentina, con una generosidad que te avergüenza, no te deja que saques tus malditos euros, los únicos que te has traído de España; no quiere que busques un sitio donde te los quieran cambiar. Saca su tarjeta SUBE y te invita al trayecto. No acepta tu billete ridículo, extendido hacia él como un puente ruinoso y fláccido, un insignificante papel que ahora queda como la prueba inequívoca de la derrota.

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En qué pienso mientras corro

Murakami puso de moda la frase “De qué hablo cuando hablo de correr”, porque ese es el título de su libro sobre este deporte que tantos practican. Yo no. Yo solo corrí una vez cuando fui al instituto y había que correr media hora seguida para aprobar la asignatura de Educación Física. Así que durante varias semanas estuve entrenándome en el parque con mis compañeros de curso, avergonzada por mi nula velocidad aunque aceptable resistencia, mientras mis admirados adonis, musculados gracias a tantas horas dedicadas al fútbol, baloncesto y no sé cuántas cosas más, me pasaban una y otra vez, dándole la vuelta al circuito. Yo no podía ni respirar, pero ellos saltaban, charlaban entre ellos y hacían cabriolas.

Hoy hacía un día tan hermoso que he tenido que salir a correr. Me he puesto la música y he dejado que Red, Bonnie Tyler, U2 y otros cantasen para mí. El mundo se ha parado mientras yo corría siguiendo ese mar tan azul de los días luminosos. Me he acordado de Murakami, cuando dice eso de que Mientras corro, tal vez piense en los ríos. Tal vez piense en las nubes. Pero, en sustancia, no pienso en nada. Simplemente sigo corriendo en medio de ese silencio que añoraba, en medio de ese coqueto y artesanal vacío.arenys-de-mar

Yo puedo decir que pensaba en el mar, porque era el protagonista absoluto de mi paisaje. De lejos se le ve enorme, majestuoso, inmóvil. Una franja azul pintada en un cuadro, con la espuma de las olas detenida en ese momento en que están a punto de romper. Con la textura transparente de un vaso de agua. Con la línea del horizonte arrodillándose bajo el cielo, también azul, pero pálido y sin ganas.

He pasado al lado de parejas que corrían, niños que jugaban, ciclistas, jubilados, perros con correa, carritos de bebés, policías. Todos estaban en movimiento, pero a mí me parecían solo figurantes, puro atrezzo para una película que transcurre fuera de las coordenadas del espacio y el tiempo: la película de mi yo, corriendo. Estaba triste y apática, pero me he sentido mejor cuando Freddy Mercury me ha cantado al oído, y el mar estaba más cerca y he podido ver que se movía.

Cuando estás triste lo mejor que puedes hacer es lo que hace el mar: no dejar de moverte. Aunque sea en la aparente monotonía del movimiento de las mareas. Moverte y no dejarte morir como agua estancada.

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La librería móvil de Jorge Pineda: un oficio singular en Chile

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-¿A dónde vamos, Pa?
-¡Adonde nos lleve el viento!
Parece una utopía, pero no lo es. Jorge Pineda -y su hijo, con mismo nombre, y que gustoso herederá este oficio singular- se dedica a vender libros por los pueblos a lo largo y a lo ancho de Chile. Su librería móvil ha recorrido ciudades importantes y otras más humildes, como Vallenar, aún en el Norte Chico, donde estamos ahora. Cada vez que pasan por un lugar escriben su nombre en la vieja camioneta: en el capó, el maletero, por toda la carrocería; como en una suerte de frugal diario de viaje, que sin embargo les permite atesorar un montón de recuerdos.

Ahora están en la plaza del pueblo, donde llevan dos meses, todo un récord para su periplo, porque nunca están más de un mes en una localidad. “¿Y da para vivir?”, pregunta Marc, haciendo ya sus cábalas. “¡Por supuesto!”, exclama el hijo Jorge. “Ten en cuenta que nosotros vamos a buscar a nuestro público, no son ellos los que tienen que venir. Hay pueblitos que no tienen librería, y allá vamos nosotros a llevarle sus libros queridos”. A todo esto se acerca una señora.
-¿Tienes El alquimista?
-No, no me ha llegado… De Paulo Coelho, ¿sí?
-Ya, ya…, ¡chao!

Jorge nos enseñó su librería, de la que está especialmente orgulloso por ser única en Sudamérica. Entra adentro y saca un libro titulado 21 sueños, un delicioso recopilatorio de los oficios más originales de Chile. «Sale mi padre», nos comenta. Es verdad. Así le ponemos cara al alma mater del negocio, que a esta hora estará probando una buena cazuela de vacuno y un pollo con ensalada en el restaurante Capri (nosotros haremos lo mismo en un instante). Junto a su foto curioseamos las historias de otros valientes: la anciana que navega con su barquito por los gélidos mares de la Patagonia chilena y vende luego lo pescado; o el heladero del desierto, un hombre que con esta idea tan loca y sencilla le ha pagado la carrera a todos sus hijos.

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Olor a viejo

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Cuando era aún una niña pequeña, en la edad esa en la que lo preguntas todo sin pudor ni prudencia, le pedí a mi abuela Antonia que me explicara qué era ese olor tan peculiar que había en su habitación. “¿Qué olor?”, me preguntó extrañada. “Ese olor que hay en las sábanas”, decía yo. “El abuelo y tú lo tenéis”. Y entonces ella, ni molesta ni nada, me dijo tranquilamente que era olor a viejo, pero que no era nada malo. Simplemente era el olor de las cosas que se gastan.

Hace un par de semanas tuve que ir a varias residencias de ancianos para hacer un reportaje para l’Agenda, y al entrar en la primera se me vino a la cabeza este episodio. Allí estaba ese olor tan característico: entre ácido y amargo, una curiosa mezcla de jabón neutro y medicinas. Olía a limpio, y olía a viejo. Me gustó que me trajera a la memoria a mis abuelos, pero también me puso triste, porque esa vejez ante la que me encontraba no era, seguro, la que habían soñado aquellas personas.

Hice las entrevistas que tenía que hacer y pasé un momento por el salón para ver qué hacían los ancianos. Afuera lucía el sol, pero nadie miraba por la ventana. Todos estaban sentados en sillas de ruedas o sillas normales, dispuestos en fila siguiendo el perímetro de la habitación, y todos miraban hacia el frente, hacia un punto infinito que no supe descifrar, absortos en su mundo interior, si es que lo tenían. Nadie hablaba con el compañero. Parecían estar esperando algo toda la vida; quizás la cena, y luego, la hora de dormir, y luego, la hora de levantarse. Parecían no percatarse de que estaba yo allí.

La persona que me acompañaba a la puerta pasó al lado de uno de los viejos y lo saludó: “¡Adiós, Fulanito, hasta mañana!”, y entonces el hombre despertó de su letargo, alzó la cabeza y comenzó a hablar lúcidamente, me miró y se interesó por quién era yo. Cuando me fui, me despidió con un “hasta otro día, señorita, ya nos veremos por aquí, ¿no?”, que me sonó desgarrador. Me explicaron que son muchos los que no reciben visitas nunca. Otros pasan el tiempo esperando la visita que no llega.

Vivir en una residencia no tiene por qué ser malo; no tiene por qué ser triste. No sé por qué no queremos a los viejos, si fueron ellos los primeros que nos cuidaron y nos enseñaron a ser lo que somos. Ellos, con su olor a ropa almidonada y jarabe para la tos, son auténticos. Como los libros viejos de las librerías: amarillentos y un poco ajados, pero luego, cuando los abres, son los que te cuentan las grandes historias.

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