Hay un personajillo curioso en la historia de los calchaquíes. Supe de él cuando fuimos a visitar Cachi y los valles calchaquíes en busca de otro tipo de paisaje. Al pernoctar en Cafayate, pasamos por delante de la biblioteca pública y echamos una ojeada: una sala pequeñita, con pupitres de madera y tapetes verdes. Dentro, los ojos sabios de una anciana con rasgos indígenas se cruzaron con los míos, y busqué rápido en mi memoria algún libro que me pudiera prestar.
-¿Tiene algo sobre la historia de los calchaquíes?
-Mmm. Sólo tengo este libro sobre el segundo levantamiento contra los españoles…
-Me parece bien.
Nos sentamos en una de esas mesas-santuario y abrí el viejo libro con cuidado, con miedo de que se me pulverizara entre las manos. Al instante la historia se proyectó ante mis ojos; las imágenes llenaron la pequeña habitación, y oía los gritos de los indios y los lamentos de las indias, y al fondo apareció una figura peculiar con ropajes ricos, moreno de tez pero sin rasgos indígenas. Dijo llamarse “el redentor de la raza”, Pedro Bohórquez, descendiente de los incas.
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Desde los primeros tiempos hubo levantamientos indígenas contra los invasores. En la provincia de Catamarca vivían tribus como los quilmes, los pacciocas, los hualfines, tucumangastas, saujiles o huasanes, entre otros muchos. A todos ellos se le denominaban en su conjunto calchaquíes. En la serranía de estos valles donde nos encontramos había una barrera infraqueable para los soldados españoles, puesto que se enfrentaban a una lluvia de flechas caídas del cielo. Por eso preferían pelear en los llanos. Así, con sólo 50 hombres de caballería podían vender fácilmente a un ejército entero de los indios.
En este contexto, un joven natural de Arahal (Sevilla), desembarcó en el Nuevo Mundo cuando contaba con 18 años. Para ganarse la vida echó mano de toda suerte de artimañas, que en gran medida tenían que ver con su gran capacidad de persuasión y oratoria. Aprendió los ritos, las costumbres y la lengua de los indios y se convirtió en un ser un tanto extraño, que los españoles acabaron marginando. Estaba deseoso de vivir una vida de aventuras, y a fe que la tuvo, puesto que se pasó media vida huyendo de las autoridades españolas. En 1656 legó a Tucumán, después de un largo rosario de empresas de exploración que fracasaban, promesas de descubrimiento de riquezas que no se cumplieron y embustes que soltaba de manera natural. Cuando tenía 55 años se inventó el mayor engaño de su vida: dijo ser descendiente de los incas y que estaba dispuesto a liberarlos del yugo de los españoles. Los indios se ilusionaron, y acudían a verlo desde todos los sitios.
En cuanto a los españoles, a pesar de que su mala fama hizo fruncir el entrecejo a algún eclesiástico, no fue suficiente para detenerlo. Los lugares recónditos bañados de riquezas eran tan tentadores, que las autoridades españolas aceptaron un encuentro con él. En la entrevista, el falso inca apareció ricamente ataviado y con un séquito de indios, mientras el gobernador le recibía por su parte con fiestas y cortejos. Le había prometido el sometimiento de los indios a la Corona y su evangelización.
Lo cierto es que esta amistad a dos bandas no podía durar eternamente, y el falso inca acabó encabezando la II Gran Sublevación. Los españoles vencieron, y Pedro Bohórquez, el más torpe buscador de tesoros, acabó siendo ejecutado en la cárcel de Lima en 1667. Al día siguiente su cabeza fue expuesta en el puente para que sirviera de escarmiento. Dicen que los indios bajaban la cabeza y lloraban, desconsolados por haber perdido su última oportunidad de alcanzar la libertad.