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La leyenda del Gran Cañón

Son las cuatro de la mañana y no puedo dormir. Contar ovejitas aquí no tendría sentido, así que enumero los trenes que pasan. Estamos cerca de la estación de Flagstaff. Un tren, otro tren, otro… y otro. Sé que se hace de día por el filo de luz que se escapa de la ventana. Estoy cansada, muy cansada. Me pesan las piernas, los brazos, la cabeza y la espalda. Entro en una especie de sopor semiconsciente, y siento que voy cayendo al vacío lentamente, medio flotando. Es una caída lenta y agradable, caigo hacia el centro de la tierra, abajo, más abajo, caigo, caigo, caigo…

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Dicen los havasupai que al principio de los tiempos existían dos dioses. Tochapa, el de la bondad, y Hokomata, el malvado. Tochapa tenía una hija, Pu-keh-eh, que estaba llamada a ser la madre de todo ser vivo. Hokomata el malvado quiso evitarlo, y envió al mundo una gran inundación. Pero Tochapa colgó a su hija de un enorme árbol, y cuando las aguas bajaron, aparecieron los ríos. Uno de ellos creó la enorme brecha que se convirtió en el Gran Cañón.

Verdaderamente, el Gran Cañón parece la obra cumbre de la creación: una grieta enorme que divide en dos el valle y que deja sin aliento. De arriba abajo, la vista se detiene en los distintos colores que toma la tierra: ocres, verdes, marrones y, sobre todo, los tonos rojizos tan característicos. Miras hacia abajo y te acuerdas de la fobia que sentía el detective Scottie en la película Vértigo de Hitchcock. El precipicio ejerce una extraña atracción, y más ahora, que estamos tan solos. Un par de pájaros sobrevuelan este paisaje de otro tiempo, mientras suena el viento entre los peñascos y cantan las cigarras.

Es un privilegio poder observar el Gran Cañón en silencio. La enorme grieta es una herida profundísima, un corte preciso en la roca que acaba en la orilla del río Colorado. Desde arriba puedes seguir el caminito del agua, dibujando meandros y esculpiendo infinitamente el paisaje, que siempre cambia. Vamos bordeando el Gran Cañón con el coche, porque no lo puedes abarcar de un solo golpe de vista. Sin proponérnoslo, vamos haciendo la ruta al revés que la mayoría. Al principio del Bright Angel Trail, nos preparamos para el descenso a pie. Nos ponemos las gorras, cargamos con cinco litros de agua, bebidas energéticas y azúcar, por si las fuerzas fallan.

En seguida descubrimos la dureza del terreno. El sol nos abrasa, aunque son apenas las diez de la mañana. Vamos descendiendo con un desnivel considerable, por un camino de tierra estrecho y sin barandas, cruzándonos con senderistas que ya vienen de regreso, con las caras enrojecidas, los cabellos mojados y el cansancio en la mirada. Pero el recorrido merece la pena: vas bajando al centro de la tierra, que diría Julio Verne. Pasas por los diferentes sustratos que se han ido formando a lo largo de millones de años, por eso el color cambia. Rojo de arcilla, ocre de polvo y arenisca, verde de musgo, negro de rocas volcánicas. Me doy cuenta de que está resumida aquí media historia de la vida del planeta. Ahora los havasupai, las gentes de las aguas turquesas, habitan estas tierras, como también hicieron en su día los anasazi, los antiguos.

Nos acompañan por el camino las ardillas, que se van cruzando por delante, posan en lo alto de una roca como figurantes o descansan, despatarradas, a la sombra del camino. Cuando dejamos atrás el primer refugio, empiezo a notar los efectos del calor y la caminata: me noto mareada, débil, debo tener mala cara. Nos mojamos la cabeza con el agua que llevamos, pero a los dos minutos volvemos a tener el cabello seco: magia.

Nos cruzamos con las famosas mulas del parque, que llevan provisiones a la comunidad india havasupai; el principio de insolación, la fatiga y el hedor de sus heces frescas están a punto de hacerme vomitar, pero lo resisto y consigo saludar a los rangers. En el segundo refugio, nuestra meta, descansamos antes de emprender la subida. Unas nubes se han instalado en el valle y nos han salvado de los rayos. Suena un trueno en la lejanía, y todo retumba. Nos quedamos helados: el sonido se multiplica por toda la garganta, con un eco que te envuelve y sobrecoge. Me acuerdo de Pu-keh-eh, esperando en el árbol.

Vamos subiendo mientras a nuestros pies el paisaje se tiñe de rojo, rosa, azul y violeta. Por fin, cuando estamos a punto de alcanzar tierra firme, otra nube nos alcanza. Sopla viento de tormenta, el cielo se abre un poquito y el gris se instala. Unas gotas finísimas me salpican la cara. A lo lejos me parece oír la risa de Hokomata.

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On the road

Saliendo de Albuquerque, en seguida el paisaje se abre ante nosotros. Circulamos junto a pocos coches, y la antigua carretera 66 -aquí machacada por la freeway– se extiende delante, interminable.

Al final Albuquerque no nos ha parecido tan mal; el día extra que hemos pasado aquí nos ha permitido buscar los restaurantes que nos recomendado el revisor del tren, un mexicano simpático y espontáneo que sin embargo se expresa mejor en inglés que en español. Cosas del emigrante.

El revisor tiene a su madre cerca de Ciudad Juárez. Estuvo un rato sentado junto a nosotros en el Lounge-Wagon, preguntándonos si cruzaríamos la frontera con México y contándonos historias del cártel de la droga, anécdotas que nos parecieron escalofriantes.

Vamos haciendo recuento del viaje mientras pasamos por Laguna Pueblo y, un poco después, por un poblado muy primitivo, sin nombre aparente. Aquí nos paramos, junto a las vías del tren, para hacer una foto a la enorme mole de contenedores andante que nos ha ido acompañando por el camino, enroscándose al bordear las montañas cual serpiente gigante del desierto. Cuando se va acercando a nuestra posición, el tren emite un agudo pitido y, al alcanzarnos, el maquinista saca su brazo por la minúscula ventanilla y nos saluda. Esto es un pasatiempo normal aquí. La gente acude a las estaciones a ver pasar el tren. Las madres llevan a sus niños; los jubilados dirigen sus paseos matinales hacia las paradas; los jóvenes se besan mientras esperan. Y, cuando el tren llega, todos dicen adiós a los viajeros, aunque no los conozcan. Saludan y sonríen, agitan sus manos y luego se marchan. No hay mucho que hacer en estos pequeños pueblos de Nuevo México.

Seguimos conduciendo y dejamos atrás reses muertas al borde de la carretera y bares abandonados. Ahora, un 66 pintado en el asfalto -la famosa señal de la Mother Road de América- nos indica que nos encontramos en uno de los tramos que ha sobrevivido del trazado original, una carretera que se pavimentó en 1926 -aunque existía desde mucho antes- y que discurría desde Chicago a Los Ángeles. Casi 4.000 kilómetros que recorren los estados de Illinois, Missouri, Kansas, Oklahoma, Texas, Nuevo México, Arizona y California. Estamos haciendo el mismo recorrido que hicieron las familias campesinas en la década de los años 30, cuando iniciaron el éxodo hasta la tierra prometida de California, buscando el futuro que en el este se les negaba.

En Budville, la vieja carretera pasa en medio de un cementerio de coches decrépitos, escampados a derecha e izquierda sin orden ni concierto, como si hubieran sido espolvoreados desde las alturas. Más adelante recorremos un curioso paisaje formado por rocas negras de lava que los exploradores españoles bautizaron en su día como Malpaís. Comemos en Nana’s, una de las viejas glorias de la ruta 66, y dejamos atrás Grants y Gallup.

A estas alturas del viaje ya nos hemos dado cuenta de que el aire acondicionado no va bien, así que bajamos las ventanillas y nos imaginamos que vamos en un mustang descapotable. Así recorremos la ruta que va de Gallup a Holbrook, en la que el paisaje ha pasado de las estupendas llanuras de rocas rojas a las largas planicies salpicadas a veces por solitarios molinos de agua.

Al llegar al territorio Navajo, me pongo alerta. Nos hallamos en las proximidades de esta reserva india, uno de los pocos territorios que aún se encuentran bajo la soberanía de una de las tribus nativas de Norteamérica, junto con los hopi, los apache, los havasupai o los zuni. Hoy vamos a dormir en Flagstaff, así que vamos por la carretera tranquilamente, recreándonos en el paisaje que nos hipnotiza. Seguimos las notas de la flauta de Hamelin, una melodía que aquí suena a música country.

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