Son las cuatro de la mañana y no puedo dormir. Contar ovejitas aquí no tendría sentido, así que enumero los trenes que pasan. Estamos cerca de la estación de Flagstaff. Un tren, otro tren, otro… y otro. Sé que se hace de día por el filo de luz que se escapa de la ventana. Estoy cansada, muy cansada. Me pesan las piernas, los brazos, la cabeza y la espalda. Entro en una especie de sopor semiconsciente, y siento que voy cayendo al vacío lentamente, medio flotando. Es una caída lenta y agradable, caigo hacia el centro de la tierra, abajo, más abajo, caigo, caigo, caigo…
***
Dicen los havasupai que al principio de los tiempos existían dos dioses. Tochapa, el de la bondad, y Hokomata, el malvado. Tochapa tenía una hija, Pu-keh-eh, que estaba llamada a ser la madre de todo ser vivo. Hokomata el malvado quiso evitarlo, y envió al mundo una gran inundación. Pero Tochapa colgó a su hija de un enorme árbol, y cuando las aguas bajaron, aparecieron los ríos. Uno de ellos creó la enorme brecha que se convirtió en el Gran Cañón.
Verdaderamente, el Gran Cañón parece la obra cumbre de la creación: una grieta enorme que divide en dos el valle y que deja sin aliento. De arriba abajo, la vista se detiene en los distintos colores que toma la tierra: ocres, verdes, marrones y, sobre todo, los tonos rojizos tan característicos. Miras hacia abajo y te acuerdas de la fobia que sentía el detective Scottie en la película Vértigo de Hitchcock. El precipicio ejerce una extraña atracción, y más ahora, que estamos tan solos. Un par de pájaros sobrevuelan este paisaje de otro tiempo, mientras suena el viento entre los peñascos y cantan las cigarras.
Es un privilegio poder observar el Gran Cañón en silencio. La enorme grieta es una herida profundísima, un corte preciso en la roca que acaba en la orilla del río Colorado. Desde arriba puedes seguir el caminito del agua, dibujando meandros y esculpiendo infinitamente el paisaje, que siempre cambia. Vamos bordeando el Gran Cañón con el coche, porque no lo puedes abarcar de un solo golpe de vista. Sin proponérnoslo, vamos haciendo la ruta al revés que la mayoría. Al principio del Bright Angel Trail, nos preparamos para el descenso a pie. Nos ponemos las gorras, cargamos con cinco litros de agua, bebidas energéticas y azúcar, por si las fuerzas fallan.
En seguida descubrimos la dureza del terreno. El sol nos abrasa, aunque son apenas las diez de la mañana. Vamos descendiendo con un desnivel considerable, por un camino de tierra estrecho y sin barandas, cruzándonos con senderistas que ya vienen de regreso, con las caras enrojecidas, los cabellos mojados y el cansancio en la mirada. Pero el recorrido merece la pena: vas bajando al centro de la tierra, que diría Julio Verne. Pasas por los diferentes sustratos que se han ido formando a lo largo de millones de años, por eso el color cambia. Rojo de arcilla, ocre de polvo y arenisca, verde de musgo, negro de rocas volcánicas. Me doy cuenta de que está resumida aquí media historia de la vida del planeta. Ahora los havasupai, las gentes de las aguas turquesas, habitan estas tierras, como también hicieron en su día los anasazi, los antiguos.
Nos acompañan por el camino las ardillas, que se van cruzando por delante, posan en lo alto de una roca como figurantes o descansan, despatarradas, a la sombra del camino. Cuando dejamos atrás el primer refugio, empiezo a notar los efectos del calor y la caminata: me noto mareada, débil, debo tener mala cara. Nos mojamos la cabeza con el agua que llevamos, pero a los dos minutos volvemos a tener el cabello seco: magia.
Nos cruzamos con las famosas mulas del parque, que llevan provisiones a la comunidad india havasupai; el principio de insolación, la fatiga y el hedor de sus heces frescas están a punto de hacerme vomitar, pero lo resisto y consigo saludar a los rangers. En el segundo refugio, nuestra meta, descansamos antes de emprender la subida. Unas nubes se han instalado en el valle y nos han salvado de los rayos. Suena un trueno en la lejanía, y todo retumba. Nos quedamos helados: el sonido se multiplica por toda la garganta, con un eco que te envuelve y sobrecoge. Me acuerdo de Pu-keh-eh, esperando en el árbol.
Vamos subiendo mientras a nuestros pies el paisaje se tiñe de rojo, rosa, azul y violeta. Por fin, cuando estamos a punto de alcanzar tierra firme, otra nube nos alcanza. Sopla viento de tormenta, el cielo se abre un poquito y el gris se instala. Unas gotas finísimas me salpican la cara. A lo lejos me parece oír la risa de Hokomata.