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Sobre el lomo de la serpiente de piedra

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En chino, la serpiente simboliza lo enigmático, lo inesperado y lo misterioso. “Si no has subido a la gran muralla no eres un hombre de verdad”, dijo una vez el presidente Mao. Así que le hemos hecho caso, y nos hemos montado en un autobús para recorrer uno de los tramos de esta serpiente de piedra magnífica, que ahora ya por fin divisamos desde nuestro vehículo, tras un largo viaje de casi cuatro horas que nos ha traído hasta Jinshanling, uno de los tramos menos visitados por el turismo de masas y el preferido por los fotógrafos profesionales. Hemos huido de Badaling, donde dicen que en las instantáneas sólo salen cabezas de turistas, y ahora miramos hacia las montañas por las que discurre esta enorme mole de piedra caliza, granito o ladrillo cocido -¡parece ser que hasta arroz!-, que ha dado lugar a tantas leyendas y especulaciones.

Desde abajo, la muralla es todavía un hilillo que zigzaguea, nervioso, sobre las cumbres. Va dibujando el perfil de un paisaje de montañas ondulantes, espesos bosques y pastizales coloreados de un verde intenso. Las escamas de esta fascinante serpiente milenaria son las almenas, recortadas sobre un cielo azul que deslumbra, porque en estos parajes el verdadero enemigo no son los mongoles ni los manchúes, sino un sol implacable que nos golpea en la cabeza.

Tenemos tres horas para recorrerla. En principio nuestra idea era caminar desde Jinshanling hasta Simatai, la ruta preferida por los senderistas, pero esa parte de la muralla se encuentra actualmente restaurándose y cerrada al público. Así que subimos hasta la muralla y echamos a andar. Dicen que entre estas piedras perdieron la vida varios millones de chinos -algunas fuentes hablan de diez millones-, y que la llegó a defender un millón de guardias. Es fácil imaginarse el horror, a pesar de las bellas montañas que te rodean, de tantas vidas de usar y tirar. Hasta aquí desplazaron a los obreros y ciudadanos caídos en desgracia, que iban cayendo como moscas por el agotamiento y las duras condiciones de trabajo. Sus cuerpos se enterraban allí mismo, sin más contemplaciones. Por eso dicen que la Gran Muralla es en realidad el mayor cementerio del mundo.

Vamos subiendo pasarelas de piedra empinadísimas, y unos metros más adelante volvemos a bajar por otras que desafían las leyes de la gravedad. Pasamos por tramos reconstruidos y otros originales, paredes que se sostienen en pie trabajosamente, como ancianitas encorvadas. Algunas de estas paredes semiderruidas pudiera ser la de la historia de Meng Jiangnu, una de las tantas mujeres que perdieron a su marido en estos muros. Cuenta la leyenda que la señora, después de varios meses sin saber nada de él, fue a buscarlo con algunas prendas de abrigo para que no lo sorprendiera el invierno. Cuando llegó a la Gran Muralla, los soldados le dijeron que su amado había muerto. “¿Dónde están sus huesos..?, ¿dónde..?”, preguntaba la mujer, desconsolada. “Están sirviendo de argamasa”, respondieron los guardias. Así que Meng Jiangnu recorrió la muralla entera buscando los restos del marido, hasta que llegó al mar. Allí, impotente, comenzó a llorar. El llanto que la sacudía era profundo y amargo, y acabó conmoviendo al espíritu de la muralla, que se abrió y dejó caer los huesos del hombre para que los pudiera enterrar.

Vuelvo otra vez a concentrarme en la caminata. Ahora hay que tener cuidado para no tropezar con alguno de los muchos ladrillos descuajaringados. Castigamos los gemelos subiendo por escalones de medio metro de alto. Avanzamos de lado por los lugares difíciles, aprovechamos la sombra de las torres vigía, bebemos, continuamos. Subimos y bajamos montañas enteras como si fuéramos gigantes con nuestras botas de siete leguas, pero la Gran Muralla nos acaba venciendo. Nuestra vista no la alcanza. Cuando nuestro tiempo se agota, ella continúa arrastrándose, silbando al viento, por encima de las cumbres, y su estela acaba emborronándose en los ojos.

Ciertamente, es una de las maravillas del mundo, aunque no se vea desde el espacio, como dicta una falsa creencia. Pero es majestuosa y mágica, capaz de asustar a los curtidos jinetes mongoles de la estepa, acostumbrados a llanuras sin fin. Debieron sorprenderse mucho ante esta visión; para ellos una tierra cercada por todas partes era sinónimo de pesadilla. Ya lo cantaba el gran Gengis Khan en El libro secreto de los mongoles: “Mirando las estrellas estoy, tengo la tierra por almohada”…

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Qin Shihuang, el emperador obsesionado por la inmortalidad

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Cuenta la leyenda que una mujer se hallaba en la ladera de una montaña, cuando de repente apareció volando un enorme dragón de los cielos. La señora se desmayó, y cuando despertó había salido el sol y estaba embarazada del que sería el primer emperador chino, Qin Shi Huangdi.

Este nombre ha pasado a la posteridad por muchas razones. Además de ser el responsable de la unificación de China, Qin Shi Huangdi subió al trono con 13 años, y fue el responsable de una de las mayores quemas de libros de la Historia, particularmente de obras literarias, filosóficas e históricas, pero respetando los tratados científicos y los de agricultura. Además, el hombre tuvo el detalle de conservar un ejemplar de cada obra quemada, que sólo era consultable por las autoridades. A este emperador se le atribuye la construcción de la Gran Muralla y el invento de la brújula.

Su gobierno fue de tipo totalitario, hecho que le granjeó muchos enemigos, de manera que lo intentaron asesinar en algunas ocasiones. El recurso del emperador fue buscar dobles que despistaran a los matarifes y guardar absoluto secreto acerca de en cuál de sus 260 palacios se encontraba. Quizás por este miedo a perder la vida el emperador pasó sus días obsesionado por la inmortalidad: organizó varias exploraciones en busca del elixir de la vida eterna, y dice la leyenda que encargó a uno de sus súbditos, al que llamaban Xu Fu, que se lo trajera, no sin antes obsequiarle con los más valiosos tesoros para ofrecérselos a los dioses. Pero más de diez años después, el preciado elixir seguía sin aparecer. Al emperador sólo le quedaba el consuelo de su tumba, que lo haría inmortal a los ojos de las civilizaciones venideras. Así, mandó construir 8.000 guerreros de terracota; un poderoso ejército a tamaño natural con caballos, carros de combate y armas auténticas que protegerían su alma. Mandó reproducir todos los ríos de China utilizando mercurio, y después lo cubrió todo con una bóveda que pretendía simular el cielo. Sólo así se quedó tranquilo.

El secreto permaneció guardado hasta la primavera de 1974, cuando tres campesinos que buscaban agua en los alrededores de Xi’An desenterraron con asombro la escultura completa de un guerrero. Hasta esta ciudad del norte hemos venido para contemplar si es verdad todo lo que dicen. Caminamos por las tres fosas y vemos guerreros soldados, oficiales, arqueros arrodillados y cabezas desparramadas. Pero lo más impresionante es que ciertamente es el retrato de un ejército real: no hay dos rostros iguales, ni siquiera coinciden los dibujos de las suelas. Tal es su realismo que sus ojos rasgados parecen no bajar la guardia mientras te desplazas por la sala. Estos curiosos guardianes de la vida de ultratumba aguardan, alertas, a que comience la batalla. Esperan la señal de su señor, que descansa dos kilómetros más al oeste, en el interior de una pirámide aún no completamente excavada, y según parece custodiada por trampas para evitar el saqueo, entre las que se incluyen ballestas que se disparan solas, muy a lo Indiana Jones.

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La leyenda del Gran Cañón

Son las cuatro de la mañana y no puedo dormir. Contar ovejitas aquí no tendría sentido, así que enumero los trenes que pasan. Estamos cerca de la estación de Flagstaff. Un tren, otro tren, otro… y otro. Sé que se hace de día por el filo de luz que se escapa de la ventana. Estoy cansada, muy cansada. Me pesan las piernas, los brazos, la cabeza y la espalda. Entro en una especie de sopor semiconsciente, y siento que voy cayendo al vacío lentamente, medio flotando. Es una caída lenta y agradable, caigo hacia el centro de la tierra, abajo, más abajo, caigo, caigo, caigo…

***

Dicen los havasupai que al principio de los tiempos existían dos dioses. Tochapa, el de la bondad, y Hokomata, el malvado. Tochapa tenía una hija, Pu-keh-eh, que estaba llamada a ser la madre de todo ser vivo. Hokomata el malvado quiso evitarlo, y envió al mundo una gran inundación. Pero Tochapa colgó a su hija de un enorme árbol, y cuando las aguas bajaron, aparecieron los ríos. Uno de ellos creó la enorme brecha que se convirtió en el Gran Cañón.

Verdaderamente, el Gran Cañón parece la obra cumbre de la creación: una grieta enorme que divide en dos el valle y que deja sin aliento. De arriba abajo, la vista se detiene en los distintos colores que toma la tierra: ocres, verdes, marrones y, sobre todo, los tonos rojizos tan característicos. Miras hacia abajo y te acuerdas de la fobia que sentía el detective Scottie en la película Vértigo de Hitchcock. El precipicio ejerce una extraña atracción, y más ahora, que estamos tan solos. Un par de pájaros sobrevuelan este paisaje de otro tiempo, mientras suena el viento entre los peñascos y cantan las cigarras.

Es un privilegio poder observar el Gran Cañón en silencio. La enorme grieta es una herida profundísima, un corte preciso en la roca que acaba en la orilla del río Colorado. Desde arriba puedes seguir el caminito del agua, dibujando meandros y esculpiendo infinitamente el paisaje, que siempre cambia. Vamos bordeando el Gran Cañón con el coche, porque no lo puedes abarcar de un solo golpe de vista. Sin proponérnoslo, vamos haciendo la ruta al revés que la mayoría. Al principio del Bright Angel Trail, nos preparamos para el descenso a pie. Nos ponemos las gorras, cargamos con cinco litros de agua, bebidas energéticas y azúcar, por si las fuerzas fallan.

En seguida descubrimos la dureza del terreno. El sol nos abrasa, aunque son apenas las diez de la mañana. Vamos descendiendo con un desnivel considerable, por un camino de tierra estrecho y sin barandas, cruzándonos con senderistas que ya vienen de regreso, con las caras enrojecidas, los cabellos mojados y el cansancio en la mirada. Pero el recorrido merece la pena: vas bajando al centro de la tierra, que diría Julio Verne. Pasas por los diferentes sustratos que se han ido formando a lo largo de millones de años, por eso el color cambia. Rojo de arcilla, ocre de polvo y arenisca, verde de musgo, negro de rocas volcánicas. Me doy cuenta de que está resumida aquí media historia de la vida del planeta. Ahora los havasupai, las gentes de las aguas turquesas, habitan estas tierras, como también hicieron en su día los anasazi, los antiguos.

Nos acompañan por el camino las ardillas, que se van cruzando por delante, posan en lo alto de una roca como figurantes o descansan, despatarradas, a la sombra del camino. Cuando dejamos atrás el primer refugio, empiezo a notar los efectos del calor y la caminata: me noto mareada, débil, debo tener mala cara. Nos mojamos la cabeza con el agua que llevamos, pero a los dos minutos volvemos a tener el cabello seco: magia.

Nos cruzamos con las famosas mulas del parque, que llevan provisiones a la comunidad india havasupai; el principio de insolación, la fatiga y el hedor de sus heces frescas están a punto de hacerme vomitar, pero lo resisto y consigo saludar a los rangers. En el segundo refugio, nuestra meta, descansamos antes de emprender la subida. Unas nubes se han instalado en el valle y nos han salvado de los rayos. Suena un trueno en la lejanía, y todo retumba. Nos quedamos helados: el sonido se multiplica por toda la garganta, con un eco que te envuelve y sobrecoge. Me acuerdo de Pu-keh-eh, esperando en el árbol.

Vamos subiendo mientras a nuestros pies el paisaje se tiñe de rojo, rosa, azul y violeta. Por fin, cuando estamos a punto de alcanzar tierra firme, otra nube nos alcanza. Sopla viento de tormenta, el cielo se abre un poquito y el gris se instala. Unas gotas finísimas me salpican la cara. A lo lejos me parece oír la risa de Hokomata.

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