Archivo mensual: abril 2013

Carnac y sus misterios

Pablo Domínguez-Palacios

Siempre hay algo mágico en la contemplación de un monumento megalítico, en la verticalidad esbelta e imponente del menhir, que es como un guarda del lugar, aquel que te da el alto con su mirada pétrea y fría, mientras tú te amilanas a su sombra, y te preguntas quién lo puso ahí y por qué. También te lo preguntas de sus primos hermanos los dólmenes -vocablo que significa “mesa grande de piedra”, en bretón-, aunque sabes que entre sus estructuras se escondía un sepulcro, y por eso la fascinación que ejerce transita entre la curiosidad científica y la morbosa, aquella que da rienda suelta a la imaginación y hace que pienses en la piel que habitó aquellos huesos, en el hálito de vida que llenaba a aquel ser humano de temores y esperanzas. El menhir, por su parte, es más místico. El visitante intuye que tiene algún significado religioso, que es como una especie de canalizador de la energía del entorno, una señal que apunta a los cielos.

Uno de los lugares más impresionantes para contemplar con serenidad un menhir es, sin duda, Carnac, en Francia. Mi cuñado Pablo nos condujo hasta los alineamientos megalíticos de esta península del noroeste francés, que se adentra en el Atlántico mientras cuenta las leyendas y sueños de los pueblos celtas, los primeros en invadir estas tierras.

Carnac es un museo al aire libre. Hay que dedicarle tiempo, puesto que hay casi 3.000 menhires en una longitud de unos 4 kilómetros, por lo que se ha ganado el título del monumento megalítico más extenso del mundo. Aquí están los menhires más famosos, dispuestos en una línea larguísima que atraviesa los campos verdes y húmedos de la que está considerada la capital de la Prehistoria. ¿Qué significan? Podrían ser los símbolos de la espiritualidad de esos pueblos, o todo lo contrario: herramientas que sirvieran para hacer complejos cálculos astronómicos y matemáticos.

Los misterios de Carnac apasionaron incluso al gran Gustave Flaubert, el escritor francés que me hizo palpitar con su Madame Bovary en mi época del instituto. Divertido por todas las hipótesis que de este lugar se lanzaban, un día exclamó: “Carnac ha inspirado la escritura de más tonterías que piedras tiene”. Aquel día, contemplando los menhires en medio del silencio, se me ocurrió decir que quizás las piedras habían estado ahí desde siempre, y todos rieron. Pero después de todo, esta absurda hipótesis que dejé ir sin procesar siquiera no es precisamente la más descabellada. Hasta este lugar peregrinaban mujeres con problemas de fertilidad, se frotaban con la piedra o incluso se desnudaban y simulaban una escena de acoplamiento, ya que creían en el espíritu que habitaba dentro del menhir, capaz de insuflar vida. Otras leyendas cuentan que por las noches las piedras se desentierran y se acercan al mar, o que los menhires son en realidad soldados romanos convertidos en piedra por Dios. La verdad es que, mientras menos probables, más bellas son las historias…

Pablo y Elena

Pablo Domínguez-Palacios

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La batalla del bretón

Bretaña. Foto: Pablo Domínguez-Palacios

Un lugar donde el mar nunca está demasiado lejos. Esta es una de las características que definen la península de la Bretaña francesa, un lugar plagado de leyendas que disfruta de sus temperaturas suaves y clima húmedo, incluso en verano; una tierra a menudo azotada por el viento y bendecida con la lluvia, con un acervo cultural que mezcla elementos latinos y celtas. Con un pueblo, el bretón, cargado de historia -parece que llegó a Francia, procedente de Gran Bretaña, durante los siglos IV y V- y de tozudez -dicen-, que además enriquecería el territorio con una lengua propia que hoy día, desgraciadamente, está en serio peligro de extinción.

Conocí la región de la Bretaña francesa en 2008, durante un viaje en el que nos acompañaron mi hermana y mi cuñado, que fue nuestro guía e intérprete. Éramos turistas y no nos hablaron bretón, o al menos no nos percatamos. Pero me hubiera gustado. Me refiero a que cuando regresé sentí que me faltaba algo para acabar de comprender las cosas que había visto y oído, los lugares, el paisaje, la historia. Tuve que buscar por internet canciones en bretón, porque necesitaba acabar de familiarizarme con el modo en que sonaba. Sin la lengua no se puede terminar de comprender una cultura.

Michel Renouard explica en su libro Bretaña que en el caso de los bretones no hay que imaginar una invasión, puesto que se limitaron a establecerse en la zona noroeste de Francia, sin prestar atención al resto, y además sin eliminar culturalmente a las poblaciones anteriores. Irónicamente, ellos no consiguieron mantener intacto su legado: la lengua bretona la hablan sólo unas 200.000 personas de los 4.300.000 que constituyen la Bretaña francesa. Para más inri, de las que lo hablan, el 40% tiene más de 60 años: las nuevas generaciones lo desconocen, y creo que es debido a que no acaba de conquistar su espacio en la escuela, a pesar de que los alumnos pueden escoger estudiar en clases bilingües. Sólo unos pocos miles de chicos estudian totalmente en lengua bretona.

En este post sólo pensaba hablar de castillos, monolitos y leyendas celtas. Pero releyendo uno de los libros que me compré en aquel viaje y ampliando información no he podido evitar trazar paralelismos con la polémica que ahora tenemos en España con el catalán en las escuelas. Lo que intento decir es que desterrar un idioma de ellas y dejar que pase de lengua vehicular a ser una asignatura más es condenarlo a largo plazo. Habría que encontrar un justo equilibrio, puesto que, como le argumentaba ayer a un colega periodista, esto no significa que el sistema educativo actual no tenga sus fallos. Con todo, es importante dejarlo como está, que no me gustaría que a un turista curioso como yo le pasase en un futuro lo mismo que a mí en Francia, y que acabase buscando por internet, como último recurso, un poema de Ramon Llull. Nuestras lenguas peninsulares son una joya del patrimonio, pero no para que queden reducidas a piezas de museo o meras anécdotas del folklore popular.


Bretaña. Foto: Pablo Domínguez-Palacios

Foto: Pablo Domínguez-Palacios

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Foto: Pablo Domínguez-Palacios

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De cuando vi al lince en Doñana

linceNo se me había ocurrido nunca visitar Doñana hasta que en la época de Zapatero los telediarios no dejaron de recordarme que había sido siempre refugio de reyes y jefes de estado. Fue entonces cuando comencé a sentir un poco de remordimiento por no haberme interesado antes por una excursión tan cerca de casa, y me dije que algún día la haría. Esa promesa se hizo realidad durante esta Semana Santa.

Hay varias empresas que ofrecen sus servicios con diferentes itinerarios, incluyendo el de la zona norte, el de la zona sur, paseos a caballo, en barco, visitas personalizadas en jeep… En nuestro caso, éramos un grupo numeroso que salió de la aldea de El Rocío en un vehículo 4×4, con 4 horas por delante para el avistamiento de la flora y fauna. La que se deja ver, claro está.

Lo maravilloso de Doñana es que en cualquiera de las cuatro estaciones del año te ofrece algo especial. En verano, aunque incómodo por los 50 y pico grados que se pueden alcanzar en el interior del parque, es impactante ver las marismas transformadas en una gran extensión de arcilla seca y resquebrajada. En otoño, con las primeras lluvias, la marisma comienza a inundarse y atraer hasta 50.000 aves. Florece la mandrágora y afloran las setas. En invierno, la hasta ahora tímida marisma se convierte en un lago majestuoso que continúa atrayendo nuevas aves para ella y para los bosques, y dicen que es especialmente bonita la luz de esos días invernales. Nosotros, sin embargo, hemos hecho la visita asomando abril a la vuelta de la esquina, en un día lluvioso que no ofrecía grandes expectativas, pero que sin embargo consiguió deslumbrarnos con el verde que refulgía, orgulloso, sobre el campo. Es el regalo de la primavera: Doñana vestido de un verde que araña los ojos, ataviado con la explosión jubilosa del amarillo de los jaramagos, la pureza del narciso y la sencillez de las esparragueras.

Las lluvias generosas de los últimos meses han dejado caminos anegados, y obliga a los guías del parque a dar rodeos y a rediseñar el recorrido sobre la marcha. Vamos saltando sobre el agua sucia y el lodo, salpicando a nuestro paso los acebuches, estos olivos silvestres que son testigos del tiempo en el parque, y nos vamos encontrando con fresnos, alcornoques envejecidos que nos miran desde sus troncos centenarios -uno de ellos, como el olmo de Machado, partido por un rayo- y numerosas especies que nos saludan, cimbreándose, con una naturalidad pasmosa: anchusas, geranios silvestres, jaguarzos, palmitos… y la manzanilla de agua a los pies de la marisma, entre tantas y tantas.

Recortando su silueta sobre el cielo gris, no dejan de vigilarnos desde su posición privilegiada milanos, águilas y buzardos ratoneros. De vez en cuando, alguna cigüeña levanta el vuelo y nos alegra la vista con su plumaje blanco y negro, arrancando la sonrisa de los niños. Hacemos una parada técnica de pocos minutos en el Centro de visitantes José A. Valverde, y hacemos recuento de todas las aves que hemos visto: ánade real, zampullín, garceta y grajilla, somormujo, martinete, focha, calamón, grajillas y abubillas, los pequeños trigueros posados sobre el alambre, los cuervos escandalosos, la garcilla bueyera que no se separa de los équidos, los preciados moritos, la garza imperial, la canastera, la cigüeñela, que parece una cigüeña que aún no haya cumplido la mayoría de edad… Todas estas aves y las que no pudimos identificar, y al fin, cual imagen publicitaria del ecosistema, nuestros chulescos flamencos, que miraban con desdén a la lejanía haciendo sus equilibrios sobre una pata. La marisma es más bonita ahora, con la fina lluvia que me separa de ella, aunque nos mojemos, aunque no salgan bien las fotos, aunque la mayoría de animales se escondan. Pero esta estampa es bella por su simpleza, porque purifica el aire y mantiene a tus sentidos despiertos, porque es romántica y onírica a la vez.

A lo largo del camino contemplamos la vida salvaje de las yeguas marismeñas, y vimos ciervos y gamos. Sesteaban en el bosque y miraban con recelo nuestro vehículo; eran asustadizos y se escabullían a la primera de cambio. Me acordé de algunos cervatillos que vimos en Canadá, confiados e inocentes, que, muy al contrario, dejaban que te acercases bastante si lo hacías con suavidad. Cuando ya enfilábamos el camino de regreso, vimos un corral hecho por los guardas a base de tocones partidos para que sirviera de refugio a los conejos. Estos logomorfos se miman en Doñana, porque son la comida básica del lince, que es un animal muy señorito y desdeña la mayoría de posibilidades que ofrece Doñana. El lince, el rey de este ecosistema. El protegido, el niño mimado, el que lleva tantos años debatiéndose entre la extinción y la supervivencia.

-¡EL GATO!

Un grito inusitado del conductor de nuestro vehículo y un frenazo que casi hizo golpearme con el asiento delantero obligó a ponerme en pie. Lo que vi me emocionó sobremanera. Tendido a lo largo del camino de tierra, una de las vías pecuarias por las que están autorizados a transitar estos vehículos oficiales -y las carretas durante la romería de El Rocío- se hallaba un ejemplar de lince ibérico. Parecía una esfinge egipcia impertérrita. Sólo estaba a unos cuarenta metros, y nos había visto y oído desde hacía tiempo, puesto que detecta un conejo a 250 ó 300 metros y a un cérvido de tamaño medio a una distancia de medio kilómetro. Y posee una agudeza auditiva que supera la de los perros. Entonces, ¿por qué se dejó ver?

El guía nos explicó que seguramente estaba al acecho de un conejo, puesto que durante los escasos segundos que permaneció tendido en el suelo, miraba fijamente un matorral. Luego, con mala gana, nos miró como diciendo: “me habéis espantado la comida”. Se levantó, se escurrió entre los matojos y desapareció para siempre de nuestras retinas.

No es fácil ver al lince en estas tierras. En toda la comarca quedan 70 ejemplares, y sólo el año pasado murieron 21 entre Doñana y Sierra Morena, por enfermedad, atropellos y en manos de los furtivos. Pero de vez en cuando este espacio natural de más de cien mil hectáreas te depara alguna sorpresa. Y si no, que se lo pregunten a los habitantes de Hinojos, que hace unos cinco años leyeron en prensa que la Atlántida, el continente perdido al que se refería Platón en sus textos, podría haberse situado en pleno corazón del parque natural. Varias polémicas, excavaciones y documentales después, la duda sigue sembrada.

Foto: National Geographic

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