Siempre hay algo mágico en la contemplación de un monumento megalítico, en la verticalidad esbelta e imponente del menhir, que es como un guarda del lugar, aquel que te da el alto con su mirada pétrea y fría, mientras tú te amilanas a su sombra, y te preguntas quién lo puso ahí y por qué. También te lo preguntas de sus primos hermanos los dólmenes -vocablo que significa “mesa grande de piedra”, en bretón-, aunque sabes que entre sus estructuras se escondía un sepulcro, y por eso la fascinación que ejerce transita entre la curiosidad científica y la morbosa, aquella que da rienda suelta a la imaginación y hace que pienses en la piel que habitó aquellos huesos, en el hálito de vida que llenaba a aquel ser humano de temores y esperanzas. El menhir, por su parte, es más místico. El visitante intuye que tiene algún significado religioso, que es como una especie de canalizador de la energía del entorno, una señal que apunta a los cielos.
Uno de los lugares más impresionantes para contemplar con serenidad un menhir es, sin duda, Carnac, en Francia. Mi cuñado Pablo nos condujo hasta los alineamientos megalíticos de esta península del noroeste francés, que se adentra en el Atlántico mientras cuenta las leyendas y sueños de los pueblos celtas, los primeros en invadir estas tierras.
Carnac es un museo al aire libre. Hay que dedicarle tiempo, puesto que hay casi 3.000 menhires en una longitud de unos 4 kilómetros, por lo que se ha ganado el título del monumento megalítico más extenso del mundo. Aquí están los menhires más famosos, dispuestos en una línea larguísima que atraviesa los campos verdes y húmedos de la que está considerada la capital de la Prehistoria. ¿Qué significan? Podrían ser los símbolos de la espiritualidad de esos pueblos, o todo lo contrario: herramientas que sirvieran para hacer complejos cálculos astronómicos y matemáticos.
Los misterios de Carnac apasionaron incluso al gran Gustave Flaubert, el escritor francés que me hizo palpitar con su Madame Bovary en mi época del instituto. Divertido por todas las hipótesis que de este lugar se lanzaban, un día exclamó: “Carnac ha inspirado la escritura de más tonterías que piedras tiene”. Aquel día, contemplando los menhires en medio del silencio, se me ocurrió decir que quizás las piedras habían estado ahí desde siempre, y todos rieron. Pero después de todo, esta absurda hipótesis que dejé ir sin procesar siquiera no es precisamente la más descabellada. Hasta este lugar peregrinaban mujeres con problemas de fertilidad, se frotaban con la piedra o incluso se desnudaban y simulaban una escena de acoplamiento, ya que creían en el espíritu que habitaba dentro del menhir, capaz de insuflar vida. Otras leyendas cuentan que por las noches las piedras se desentierran y se acercan al mar, o que los menhires son en realidad soldados romanos convertidos en piedra por Dios. La verdad es que, mientras menos probables, más bellas son las historias…