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Los mineros creen en Dios. La historia del hombre de Copiapó

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El señor X es minero. Lleva toda su vida viajando al centro de la tierra en un pequeño balde en el que no puede bajar más de una persona. Se pasa todo el día solo en la montaña desnuda acompañado solamente por los perros. Sus ladridos le ponen sobre aviso. Sale con el casco puesto.

-Buenos días, señorita.

-Buenos días.

Le explico que vengo visitando las minas abandonadas, y el señor X me pone cara de pocos amigos.

-Aquí no hay minas abandonadas, señorita.

-Bueno, algunas sí. Hemos visto una del siglo XIX, que…

-Por aquí no hay ninguna abandonada, señorita. ¿Es usted española?

-Sí.

-Aquí no queremos nada con los españoles. Vienen con grandes empresas y se quedan con el agua, la luz, el teléfono. Sólo quieren la plata.

-Entiendo. Bueno, yo sólo quería información…

-Yo tengo muchas historias que podría contar, pero no tengo tiempo. Además, los periodistas le ponen a uno esquivo. Vienen, te hacen fotos y no piden ni permiso. Desde la tragedia de los 33 han venido unos cuantos.

(Yo no le he dicho que soy periodista, pero como por aquí no pasa nadie, él hace sus suposiciones. Marc se acerca. Le prometo que no le haré fotos. Tampoco le pido el nombre).

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El señor X trabaja para una empresa que lo ha contratado para explotar esta mina. Un poco más arriba tiene a otro compañero, y entre los dos le van arrebatando a la tierra sus riquezas: oro, plata y cobre. Está casi siempre incomunicado, pero cada quince días puede ver a su familia, que está en Copiapó, a unos 100 kilómetros. Para hablar con ellos tiene que subir a un cerro que hay en las cercanías, y pelearse con la chica imaginaria que le sale al teléfono, que le dice, invariablemente, o que no hay cobertura, o que ponga más plata.

A unos 100 metros de profundidad, el señor X tiene agua. Lo malo es que es muy dura, y no le sirve ni para beber ni para cocinar. Pero puede regar con ella sus plantitas, un pequeño jardín que ha plantado en medio del desierto. “Es para que den un poco de vida, porque un lugar sin plantas es como un hogar sin niños”.

-¿Hay muchos mineros por aquí?

-No. Están matando a los mineros. Ya no les dejan trabajar. Seguridad de Minas no nos deja excavar y que nos ganemos la vida. Dicen que es peligroso. ¡Pero mucha más gente se mata en las carreteras!

El señor X no tenía tiempo, pero al final nos dedica más de media hora.

-Perdonen por lo de antes.

-¡No hay por qué!

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Cuando ya nos estamos dando la mano para irnos, el señor X baja la voz y nos pregunta:

-Y si yo les dijera que he visto al diablo, ¿me creerían?

-Sí… ¿Lo vio?

-Eso me pareció. Regresaba con el compañero caminando al pueblo. Era noche cerrada. Fue un momento, y luego desapareció. Ninguno de los dos dijo nada, pero cuando llegamos a Inca de Oro reunimos el valor. “¿Lo viste?”, dijo mi amigo. “Lo vi”, dije yo.

El señor X dice que fue la única vez que sintió miedo. Está acostumbrado a meterse en la panza de la tierra, él solo con sus herramientas. Allá dentro, donde la oscuridad es total, puede escuchar las detonaciones de las minas vecinas. Su pequeño agujero retumba, pero él no siente miedo. Sólo aquella vez que le pareció ver al diablo cerca de Inca de Oro. Y si el diablo existe, también existe Dios.

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Inca de Oro. El pueblo minero que no sale en los mapas

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Bzzz…Bzzz… El teléfono móvil nos avisa de que tenemos un e-mail. Lo estábamos esperando. Es Claudio, el administrador de la Kasa del Río, nuestro hogar mientras estuvimos en San Pedro de Atacama. Como la policía de la aduana no nos deja sacar el coche de Chile, no podemos regresar a Santiago por Argentina, que era lo que pretendíamos. Pero Claudio prometió enviarnos las indicaciones para que no tuviéramos que repetir la misma ruta a la inversa. Nos dijo que conocía un lugar por el que ni los chilenos pasan: “Si quieren hacer una ruta diferente, vayan al sur por la pequeña carretera de Diego de Almagro. Por allí pasó el descubridor de Chile, y hoy día, 500 años después, la zona sigue estando muy poco intervenida. Les esperan seis horas de viaje. No hay poblamiento alguno en 300 kilómetros”. Y aquí estamos.

***
Inca de Oro no sale ni en los mapas. Se respira decadencia. El 70 por ciento de las casas parecen abandonadas. Los perros se revuelcan en la arena de las calles o buscan un rincón y se amodorran, hasta que llegue algún extraño al que ladrar. En otro tiempo fue un pueblo rico gracias a las minas de la zona, que sacaban de las entrañas de la tierra oro, plata, cobre, molibdeno. Tanto oro había, que los primeros pobladores decidieron que el preciado metal debía salir en el nombre del topónimo.

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Ahora ya no hay mineros. El pueblo -600 habitantes- se divide en dos sectores: los que viven del tráfico que trae la carretera y los que no. Aunque llevan una vida sobria y sencilla, no les faltan servicios: dos restaurantes, un kiosko de bocadillos y bebidas, un pequeño minimarket, un museo, una escuela, los carabineros, el cuerpo de bombero -así, en singular-, la guardería, el hombre que vende minerales, el hombre que recarga baterías.

Cuando cae el sol, lo niños pasean en bicicleta y los hombres se sientan al fresco con una cerveza en la mano. De vez en cuando, grupos de moteros se paran delante del kiosko para pedir un completo. Sólo de vez en cuando, alguien de paso. Turistas, casi nunca. Claudio suele venir por aquí a buscar minerales, por eso aquí se le conoce como “el señor de las piedras”.

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Paseando por el pueblo -que consta de unas pocas calles-, se ven las típicas casas de la época gloriosa de la minería, que tienen más de cien años y se caen a pedazos. Son del tiempo en que todo se pagaba con una pepita de oro. De eso se acuerda bien Alejandro, el representante del alcalde en el pueblo, que además es superintendente del cuerpo de bomberos. Hijo de minero, dice sentirse orgulloso de sus raíces. “Éramos pobres, pero no nos faltaba de nada”, recuerda. Se ofrece a llevarnos a las minas abandonadas. Nos presenta a la secretaria del Ayuntamiento. Nos da las gracias por escuchar su historia, porque ahora que lo piensa, nunca la contó.

Damos una última vuelta antes de meternos en la cama y así conocemos la plaza. Por las voces creemos que hay una multitud, pero sólo son predicadores. ¿Testigos de Jehová? No lo sabemos. Pero gritan que hay que seguir a Jesucristo, que lo cura todo. “¡El señor es el mejor médico! ¡Hasta el cáncer cura! ¡Alabemos a Dios!» Hay cuatro predicadores subidos a un atril que se turnan para elaborar el sermón, pero sólo dos mujeres como público, que repiten las letanías moviendo levemente los labios. Nos vamos a la cabaña, a dormir junto a los trabajadores que han hecho una parada en el camino, y no nos olvidamos de las palabras de Alejandro:
-Mañana visiten las minas. Quizá puedan hablar con algún minero.
-Quizá. Veremos…

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