No sabíamos que íbamos a tener una familia en Vicuña. Que una pareja chileno-belga nos iba a adoptar. Pero nuestro recorrido se detuvo en el Valle de Elqui, donde sólo íbamos a estar de paso. Porque sólo queríamos ver los astros del Norte Chico que no logramos observar en el desierto. Ver los planetas y marchar.
Michel y Luz Marina no tienen un hostal, tienen una casa de acogida. Viven en medio del microclima de Elqui, un paisaje precioso rodeado por montañas que más bien son una pared vertical. En el desayuno nos ponen huevos de sus gallinas, que comparten el corral con los perros, los gatos y el cordero. Su nana les trae pan amasado; hacen su yogur, su chicha, tienen el zumo de sus naranjas y su palta -aguacate- suave para untar. El primer día unas nubes inoportunas se instalaron en el valle. “¿Se quedan una noche más?” La excusa fue la observación de las estrellas, el asado que nos prometieron, que se nos hizo muy tarde o muy temprano, que ya no da lugar. Lo cierto es que cada día nos preguntaban lo mismo, y nosotros decíamos que nos teníamos que marchar. Pero siempre permanecíamos, y así, como San Pedro, negamos hasta tres veces, traicioneros, para al final decir que sí. El gallo nos lo recordaba cada mañana.
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La tercera noche nació sin luna. Fuimos campo a través con Carolina y Manuel. Tres visitas antes, Carolina fue huésped de este peculiar Hostal Luz del Valle; ahora es amiga fiel. En el planetario natural del centro astronómico Alfa Aldea nos dieron unas mantas y un caldito y nos llevaron bajo la cúpula estrellada del mundo, mientras los grillos rompían el silencio frotándose los pies. Avanzamos a oscuras sin poder vernos las caras. Había que llegar al anfiteatro donde estaba el telescopio. La Vía Láctea nos saludaba desde arriba con uno de sus brazos.
Aquella noche aprendimos a leer y a escribir. Vimos las señales del norte y del sur de nuestro barco a la deriva; seguimos a un satélite y dijimos adiós a una estrella fugaz. Saludamos a Altaïr y al Águila; dibujamos a Capricornio, a Sagitario y a Escorpión. Marte nos observaba con su luz rojiza, y Saturno hizo brillar sus mil anillos para que comprobáramos que existían de verdad. Un pensamiento te martillea la cabeza: la emoción, la casi certeza de que es imposible estar solos en esta inmensidad.
-¿Y cuántas galaxias hay?-, preguntamos.
-Más que granos en la arena, me refiero a la arena de todas las playas y de todo el mar.
-¿Alguna vez ha visto a un ovni?
-Puede ser. Muchas veces una está apuntando al cielo con el telescopio, y ve objetos que no sabe identificar. A veces ve estrellas que en realidad ya han muerto, pero nos ha llegado una ilusión óptica: su luz viajando a través de tantos millones de kilómetros.
-Quizá cuando nuestro reflejo llegue a otros ya estemos muertos- dijo algún cenizo.
-Quizá.