He vuelto a Marruecos. Hace ya muchos años del primer viaje, pero entonces ya sabía que volvería. Igual que sé ahora que habrá una tercera vez, a ser posible, en el desierto. Es curioso. En Sevilla hemos dejado atrás las calles abarrotadas de gente, en plena Semana Grande del cristianismo, con las imágenes de nuestras vírgenes y cristos bendiciendo a sus fieles desde sus pasos de madera labrada y pan de oro. Aquí hemos entrado de lleno en el mundo musulmán, admirando la arquitectura de las mezquitas y confundiéndonos entre el gentío: niños que nos siguen, llamándonos con un “monsieur” o “madame”; mujeres de mediana edad que me dicen algo escondidas tras el niqab -yo no las entiendo, sólo les veo los ojos y sus voces no me llegan con este barullo-; el traqueteo de los carritos de burros; el olor de la menta y las especias; las mil y una tiendas. Estamos en Marrakech, cuyo nombre en bereber significa “tierra de Dios”.
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Hemos recorrido un largo camino. De Barcelona a Cádiz en coche, que finalmente hemos abandonado en Tarifa. Luego, el ferry. Luego Tánger, la ciudad fronteriza, que aún mantiene en el recuerdo su pasado como Zona Internacional, por la que a principios del siglo XX pululaban artistas bohemios, drogadictos, amantes del sexo, espías y todo tipo de personajes excéntricos. De allí hemos cogido un tren nocturno hasta Marrakech, en una peculiar “primera clase” que te invita a compartir camarote con cuatro desconocidos más, que te ofrece butacas no reclinables para dormir y que te maltrata psicológicamente con el recital de la megafonía que se te cuela en tus sueños. Así conocimos a Jim, un canadiense jubilado que ahora se dedica a viajar por el mundo. Cuando le preguntas que a qué se dedica, esboza una sonrisa de oreja a oreja antes de contestar: “Absolutely nothing”. Pero en realidad quiere decir que se pasa varios meses del año viajando, mientras que el resto los utiliza para preparar el siguiente viaje. Qué mal lo pasan algunos.
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Lo primero que ves de Marrakech es la ciudad nueva, afrancesada, y después de una caminata, la muralla de adobe. Ahora ya sabes que estás en la medina de mil años de antigüedad, y que entre sus muros pasará todo lo importante. Puede que te pierdas por sus calles, aunque también es posible que te lleven invariablemente a la plaza de Jamaa el Fna, la plaza por antonomasia. Lo que se vive en este lugar es difícil resumirlo en unas líneas, pero sobre todo es una cura contra el aburrimiento. Durante el día se concentran aguadores, artistas, pedigüeños, vendedores de zumo de naranja y mujeres que te tatúan con henna, entre otros muchos. La gente va y viene sin prisas, se concentra en esta plaza que acoge a marroquíes y extranjeros, y los entretiene a todos. Una hermosa costumbre es ver ponerse el sol en las montañas desde una de sus elevadas terrazas, mientras te sirven un té de menta o de romero y abajo el mundo continúa haciendo corros alrededor de los músicos africanos, los adivinadores del futuro y encantadores de serpientes. Pero el oficio más bonito de todos es el de los cuentacuentos, viejos sabios que comparten sus historias con los presentes a cambio de unas monedas.
Ahora no se me ocurre trabajo más bonito que este. Imagino que uno de estos ancianos es mi abuelo, contando sus historias de otros siglos, y pienso que no se diferenciaría mucho de ellos, porque lo importante no es lo que cuentas, sino cómo. Y hay personas que tienen esa capacidad. Los cuentacuentos de la plaza Jamaa el Fna narran pasajes bíblicos, las historias de Las mil y una noches, explican leyendas y narraciones antiguas que a su vez escucharon de sus mayores, siendo ellos niños. Y así el legado se mantiene vivo, aunque sea oral -no hay que olvidar que todavía hoy un tercio de la población es analfabeta-. Sobre el humo de las planchas y los olores de las cocinas, que rebosan actividad para repartir brochetas, tajines de verduras o cuscús, se eleva la voz del almuédano llamando a la oración. A lo largo del día hemos visto numerosas veces a la gente cumplir con este precepto del Corán: rezar cinco veces al día en dirección a la Meca. Allá donde estén, los buenos musulmanes dejan lo que están haciendo, extienden su alfombra y se arrodillan con la imagen de la ciudad santa en sus cabezas. Puede que dejen aparcado el autobús que conducen, que hagan una pausa en sus trabajos o que acudan a un parque en medio de la ciudad. Pero a la mayoría de ellos les hemos visto subir a las terrazas de sus casas y allí cumplir con Allah. Después de todo, es en ellas donde están más cerca del cielo.
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Que arribin les vacances té per mi un nou alicient: viatges, ergo escrius. Merci per les teves cròniques.
Xavi, gràcies! ;D Ja necessitava una injecció de positivisme d’aquestes que només tu pots oferir… Ens veiem aviat per Arenys? Una abraçada :*
Qué recuerdos me has despertado Marisa, Marrackech maravillosa ciudad, pasadlo muy bien!!!! bss
Olga, toda la razón! Lo que más me ha gustado de todo el viaje ha sido Marrakech…te sientes en otro mundo… También tenemos pendiente Estambul, que creo que también estuvisteis, verdad? Besos gigantes, se os echa de menos.