La Isla del Diablo. Kallisti (La Bella). Strongyle (La Redonda). Thera (La Salvaje). Y, por fin, Santorini (Santa Irene). Diferentes nombres para designar la misma realidad: una isla de una belleza magnética y un pasado digno de una epopeya griega. Estamos en esta isla del mar Egeo, una de las míticas Cícladas, cargando con Abel, que a sus 9 meses estrena pasaporte y está aprendiendo a salir de su zona de confort.
Hemos llegado hasta aquí dejándonos arrastrar deliberadamente por cantos de sirena, surcando el Egeo a bordo de un ferry lento y compartiendo mesa con una familia griega que se distrae durante el viaje cogiendo a nuestro bebé en brazos, hablándole en este idioma imposible del que no puedo retener ni una palabra. Pero el niño sonríe con ellos. Abel da cabezaditas contra la frente del padre de familia, y los griegos (padres e hijos) se ríen a carcajadas.
Después de que el ferry atracara en el puerto y de que se nos pasara un poco el aturdimiento de la horda de turistas que ha bajado del barco buscando autobuses, coches de alquiler y transfers, hemos llegado hasta Emporio. Aquí no hay extranjeros. Una familia, a lo sumo, que se cruza contigo mientras deambulas por el casco antiguo de este pueblecito medieval en el que empiezas a descubrir la arquitectura blanca y ocre con la que soñabas desde tu imaginario europeo.
Aquí llevamos ya más de 48 horas. Nunca habíamos estado tanto tiempo sin movernos ni tan pocos metros recorridos. Pasamos nuestras horas haciendo la compra en el súper minúsculo del pueblo; saludando a nuestra vecina, que habla algo de español; pasando una y otra vez por la esquina de la cafetería donde desayunamos; cruzándonos la mirada con la pareja obesa que se sienta cada tarde en la parada del bus para ver cómo pasan los transfers turísticos hacia la playa de Perissa. Todo es calma. Es raro. Cocinamos y lavamos la ropa, y nos hacemos la cama, y escribimos y leemos, y nos tomamos una copa de vino en el patio blanco y azul mientras Abel juega con las pinzas de la ropa.
Parece que esperamos algo. Pero no. Leo sobre la historia de la isla, de esta isla tan codiciada que una erupción volcánica casi borra del mapa. Se me eriza la piel al pensar en la columna de fuego y lava que se elevó 30 kilómetros sobre el nivel del mar. En el tsunami posterior que avanzó a 350 kilómetros por hora, cabalgando sobre una ola diabólica de 250 metros de altura que barrió toda una civilización. Hace 3.600 años de aquello. Ahora, los pubs sin gracia donde los jóvenes de Emporio salen a tomarse una copa nos recuerdan que estamos en otra era. En la nueva Santorini que resurgió de las cenizas cual Ave Fénix, en medio de cenizas, de roca y de piedra pómez, y que espera de forma indolente, sin miedo ni impaciencia, la próxima erupción de su volcán.