No pasa nadie. La ruta 40 es un camino de grava que te conduce por un paisaje espectacular. Cambian los colores y las formas, y te encuentras riachuelos y lagunas, y ves patos, rapaces y llamas; montañas hechas de terrones, rocas colosales y vicuñas escalando los riscos. La ruta 40 son 5.000 kilómetros en los que podrías atravesar Argentina de norte a sur. Desde La Quiaca, en la frontera con Bolivia, hasta la Patagonia. Al igual que la Ruta 66, la Panamericana o la carretera que recorre California por el Big Sur, esta era una ruta con la soñábamos hace tiempo. Sólo podremos hacer un breve tramo de unos 400 kilómetros, porque, entre otras cosas, es muy difícil recorrerla entera sin sobresaltos. Normalmente los aventureros que lo hacen llevan vehículos todoterreno, puesto que en el norte de Argentina es frecuente que la desborden los ríos, mientras que en la Patagonia se suele cortar al tráfico por el hielo.
En San Antonio de los Cobres, la chica que nos sirvió los bifecitos de llama y croquetas de quinoa nos advirtió que había dos rutas para llegar a nuestro destino: la 40 nueva y la vieja. Una de ellas no era apta para nosotros, que veníamos en un coche tan justito, pero luego ya no nos acordábamos de cuál era cuál, y cogimos la que nos pareció más adecuada. A partir de aquí, yo empiezo a preocuparme y a sufrir como siempre en todos los viajes. Es una curiosa mezcla de deleite sensorial y miedo, porque la ruta, efectivamente, está pensada para todoterrenos. Nosotros seguimos con el troc troc troc del espejo caído golpeando en la puerta, cruzando pequeños riachuelos, deprisa, para no quedarnos encallados. Yo siempre le voy diciendo a Marc: “espera, que me bajo y lo veo”. Pero él no me deja tiempo. Pisa el acelerador y lo pasa, y me deja apretando los dientes y agarrada a la puerta como si eso me fuera a salvar.
Subimos a 3.500, a 4.000, a 4.400, uno de los puntos más altos de la ruta. Ya empezamos a notar el aire menos denso. Vamos por el camino mascando coca para combatir la fatiga. No pasa nadie. Quedan restos de hielo en algunas lagunillas, porque el invierno es crudo en la Puna. Va cayendo el sol hacia las seis de la tarde, y las colinas brillan, doradas, mientras por el valle avanzan algunas sombras. En Puesto Sey vemos a alguien: dos niños con gorritos rojos de lana que nos dicen adiós con timidez. No pasa nadie. “Creo que no habíamos estado en un lugar tan perdido”, me comenta Marc. “¿Seguro?”, le digo. “¿Ni en Arizona?, ¿ni en Chile?”. “Ni en Chile”.
No pasa nadie, ni en nuestro sentido ni a la inversa. Silencio. Silencio. Me acurruco en el asiento como puedo, mientras un escalofrío me recorre el cuerpo como una descarga eléctrica. La noche está cayendo en la Puna, y de nuevo no tenemos donde dormir.
Jajaja…Sé que in situ, en muchos momentos debes pasarlo muy mal, pero a toro pasado ¿tú sabes el regalazo de poder experimentar estas aventuras tan ricas y bonitas? Me alegro por ti.