Cada nación tiene sus héroes populares. En el caso de Argentina, hay uno especialmente curioso, un hombre corriente que se venera como un santo. Le dicen Gauchito Gil, y era un gaucho llamado Antonio Mamerto Gil que nació en el siglo XIX en la provincia de Corrientes, aunque su vida transcurre entre la realidad y la leyenda, y hay diferentes versiones de su fecha de nacimiento, así como de su muerte.
Conduciendo por la carretera, sobre todo por la provincia de Salta, no dejábamos de ver pequeños altarcitos decorados con cintas rojas, en los que a veces te encontrabas urnas de cristal y dentro la que parecía ser la figura de un santo. Pero no era un santo, no. La Iglesia católica no lo reconoce como tal, aunque el argentino devoto y supersticioso acude a su tumba a rezar, le hace peticiones y le pone velitas. Y cada año, una multitud de 200.000 personas peregrina hasta su tumba.
Gauchito Gil era un soldado. Le tocó luchar en el enfrentamiento de liberales -a los que llamaban celestes- contra autonomistas -los colorados-. Como ocurrió en España con la Guerra Civil, hubo muchos casos en los que a republicanos de corazón les obligaban a luchar en el otro bando, y a la inversa. Antonio Gil era colorado hasta la médula, y a la primera de cambio huyó. La historia oral dice que se refugió con algunos compañeros con los que formó una banda que robaba a los ricos para dárselo todo a los pobres. Al pueblo le encanta eso, un héroe generoso que les dé esperanza y que imparta algo de justicia social, cuando lo que se ve a tu alrededor es justo lo contrario.
Primero fue la admiración, luego la leyenda y, por último, la adoración religiosa. Gauchito Gil acabó ajusticiado, colgado cabeza abajo de un algarrobo, porque dicen que así evitaban sus poderes hipnóticos. No hay santo sin milagro, y así, Gauchito tenía que hacer uno. Cuenta la historia que cuando lo iban a ejecutar, le dijo a su verdugo que su hijo se pondría muy enfermo, pero que si cuando llegara a casa rezaba por su alma y volvía para darle sepultura, el hijo sanaría. Así ocurrió, y el verdugo regresó hasta donde lo había ejecutado para enterrar sus huesos.
Nosotros seguimos la carretera de Susques hasta la Quebrada de Humahuaca, donde vemos las Grandes Salinas, y pueblos pintorescos como Purmamarca, con su cerro de los Siete Colores y su algarrobo centenario; Tilcara, donde pegamos precariamente el espejo retrovisor para que no dé más la lata, y Humahuaca, donde esperamos encontrar un poco de paz a 3.000 metros -aún me noto un poco mareada-. Pueblos pobres, sobre todo el último, que nos impactaron por su situación de abandono. Marc me dijo dos o tres veces: “¡no tienen nada..!” Es como si el gobierno los hubiera excluido de su plan de inversiones; al fin y al cabo el turista no sale de las tiendas de artesanía y las calles adoquinadas.
Esperamos que el Gauchito nos proteja en la carretera. Dicen que cuando pasas por uno de sus santuarios debes tocar el claxon repetidamente, so pena de quedarte varado en un atasco o no llegar vivo a tu destino. Pasamos por varios. Las cintas y la banderas rojas ondean al viento. Nadie osa ahora desafiarlo. Ni los ingenieros que construían la carretera que pasa por el punto exacto donde murió colgado. Dicen que las máquinas excavadoras se negaron a funcionar, lo que se interpretó como una señal para que la carretera, en vez de ir recta, hiciera una forzada curva y salvara el lugar. El Gauchito debió pasárselo en grande, desternillándose de risa y medio sofocado bajo una montaña de ofrendas: cabellos humanos, trajes de novia, flores, chales, cigarrillos, estampitas y exvotos de plata.