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La vida loca en Osaka

noche-osakaLa vida nocturna en las grandes ciudades de Japón no es tranquila. Por la noche las avenidas se encienden y se convierten en un universo de luces de neón, pantallas de led y carteles luminosos. El japonés silencioso y sofisticado se transforma, se desinhibe y sale a beber con los amigos, a veces hasta el punto de perder el sentido del tiempo -él, que por la mañana ha sido tan meticuloso e impecable en su trabajo- y entonces descubre que ha perdido el último tren y deberá dormir en una cápsula.

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A la salida de los grandes edificios de oficinas, por la tarde, se concentran decenas de ejecutivos vestidos iguales: pantalón de traje negro, camisa blanca y paraguas transparente. Un ejército de clones que espera pacientemente a que el semáforo cambie a verde, y que en cuanto caen las primeras gotas abren sus paraguas y se reparten entre las distintas bocas de metro.

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Los que no tienen que llegar aún a casa se van a las izakayas o tabernas. Nuestra primera noche en Osaka no podía pasar sin probar unas tapas japonesas, así que dimos unas cuantas vueltas y nos metimos en la más cutre que vimos.

Son pequeñas, atendidas por un solo camarero; unos taburetes en la barra y una carta que normalmente no está traducida al inglés. Éramos los únicos extranjeros en aquel tugurio peculiar. Al entrar saludamos, parecían sorprendidos.

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El camarero nos alcanzó una carta en la que sólo entendíamos los precios, porque eran lo único legible. Como había algunas fotografías señalamos una tapa de setas con mantequilla y otra de sashimi de aguacate. Nuestro hombre asintió con la cabeza y continuó con el pedido de los comensales de al lado. Habían pedido yakitori, unas brochetas de pollo. El camarero les daba la vuelta sobre la parrilla parsimoniosamente, en ángulos de 15 grados, y mirándolas fijamente durante minutos.

Esto ha sido una de las cosas que más nos han sorprendido de Japón: cómo ponen el corazón y sus cinco sentidos en cada cosa que hacen, aunque sea el trabajo más nimio. Lo hacen como si fuera el hecho más importante del mundo y de eso dependiera la salvación de la humanidad. Da igual que sea una brocheta o se esté moviendo una banderita roja en medio de la carretera para dirigir el tráfico. Nunca parece que lo hagan de mala gana. Nunca parecen cansados, o fastidiados, o aburridos. Y siempre tienen una inclinación de cabeza para el ciclista o el peatón.

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Salimos de la izakaya y aún tenemos tiempo de curiosear otras vidas a través de los cristales. En otro bar, el ambiente es de algarabía: un grupo de amigos ríe escandalosamente; brindan y cuentan cosas graciosas. Sus risas nos acompañan muchos metros hasta que llegamos al cruce. Un taxi se para en el paso de peatones. Dos japoneses bien vestidos se bajan haciendo eses mientras el taxista se afana por sacar su bici del maletero. A nuestra izquierda, una pareja de novios bromea y tontea, y él acaba subiéndola a caballito porque ella ya no puede dar un paso.

Nos vamos alejando de la zona de marcha. Ahora estamos en una calle tranquila, con muchas mujeres elegantes que nos miran descaradamente. Tardamos en darnos cuenta de que son prostitutas, porque visten con elegancia, aunque sus zapatos de tacón son exageradamente altos. Una de ellas susurra: “¡Hello, papi!” a un hombre que pasa a nuestro lado. A nosotros no nos dicen nada, sólo nos miran con curiosidad.

Las prostitutas japonesas son bellas. Si vas al barrio rojo de Tobita te las encuentras sentadas tras los escaparates, sentadas en sus rodillas sobre un cojín. Tiernas y delicadas, iluminadas por una luz sugerente y a veces acompañadas por flores o peluches. Pálidas y perfectas tratando de seducir.

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