JA-PÓN. Pronuncio en voz alta la palabra y me viene a la mente el gong que hacen las campanas en los templos sintoístas.
El viajero de Occidente, a pesar de su escepticismo, adquiere en esta tierra exquisita cierto nivel de espiritualidad, se siente cerca del Paraíso pero con tintes exóticos; un paraíso en el que los jardines te envuelven con el olor a hierba recién cortada y el verde aparece, intermitente, a los ojos. Un paraíso en el que el canto de los pájaros te acompaña en tu deambular -ellos escondidos en las copas de los árboles, tú recorriendo las veredas acotadas que la suprema corrección nipona prohíbe traspasar-.
Lo mejor de hoy ha sido descansar en Hama-rikyu Onshi-teien, con vestigios de lo que un día fue el jardín de un palacio sogunal. Ahora los patos zambullen sus cabezas en el lago, y todo parece un decorado de lo que sería el Paraíso en una mente oriental, con sus casitas de té alzándose coquetas en medio de la frondosa vegetación, sus pinos de 300 años y hortensias orgullosas.
Aquí hemos cambiado el trasiego del mercado de pescado de Tsukiji -la mayor lonja de pescado del mundo- por la quietud del parque; la imagen de los cangrejos-rey sin dueño, mirándonos desde sus cajones de vidrio, por el verde, limpio y ordenado silencio.
Casi te sobresaltas cada vez que los cuervos -magníficos ejemplares de medio metro que graznan, desafiantes, mientras dan saltitos en la hierba- bajan de los árboles centenarios.
Hemos querido detener un poco el tiempo mientras el aire erizaba la piel del río Sumida-gawa. Tres viejecitas japonesas se relajaban en el banco de al lado: una hacía estiramientos con los brazos; otra luchaba contra las hormigas; la última estaba asomada al río y miraba hacia el horizonte con una serena sonrisa en los labios.
Era la más bella. Sumamente delgada, blanca y frágil, sus pequeños ojos se alargaban dibujando una raya menuda en el mármol de su cara. Estaba descalza, y su falda blanca dejaba ver sus huesudas piernas hasta la altura de las rodillas. Miré en la dirección que ella miraba, pero yo nada vi.
Me fascinaron sus suaves movimientos, el modo en el que se frotaba las plantas de los pies con el suelo o se asomaba al agua, agarrándose a la baranda con ambas manos, con sus labios pintados de rojo sin dejar de sonreír. Como una niña que jugaba…
Finalmente, cuando regresó con sus compañeras se sentó con las rodillas flexionadas, los pies apoyados sobre el banco de madera. Las rayas de sus ojos se hicieron casi imperceptibles. Se durmió.
Entonces pensé que buena parte de la esencia de Japón se podía resumir en esa anciana que buscaba en ese parque su paz y su descanso, y que un barquito en la lejanía la hacía feliz. (Sí. En efecto. Finalmente, lo descubrí).