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El abrazo de la secuoya

He leído en alguna parte que el fotógrafo Michael Nichols, para hacer una foto a una secuoya -un trabajo encargado por National Geographic- invirtió un año entero caminando por un parque nacional de Estados Unidos, tiempo en el que gastó tres pares de zapatillas y necesitó tres cámaras, un equipo de investigadores y científicos, un robot, un giroscopio y un montón de paciencia. Seguramente esta afirmación se la inventó el director de marketing de la revista, porque la verdad es que las secuoyas que encuentras en Estados Unidos son tan impresionantes que a un fotógrafo profesional, cualquiera le serviría para componer una obra maestra.

La primera vez que vimos una secuoya fue en Yosemite. Y nos impactó tanto, tanto, que dedicamos el día siguiente al Secuoia National Park, más al sur. La secuoya es un árbol difícil de describir, porque lo importante de él no es lo que se ve, la imagen que pueda quedar congelada en una fotografía -que por otra parte tampoco es fácil si no tienes un gran angular-; sino lo que se siente al pie de este gigante que puede medir un centenar de metros y vivir más de 3.000 años.

Primero te sorprende el tronco: ancho como para que sólo lo puedan abrazar cuatro o cinco personas con los brazos abiertos de par en par. Después, la altura: el tronco que se hace más estrecho a medida que se acerca a la copa, hasta casi marearte y dejarte un dolor molesto en el cuello. Luego, si pasas un ratito con ella, la secuoya te recompensa enseñándote sus secretos: sus hojas pequeñitas y sus piñas enanas, con sus semillas minúsculas como copos de avena; su corteza fina y quebradiza, que tiene un tacto áspero y cálido; las raíces casi prehistóricas; las heridas azabache de los incendios a los que ha sobrevivido y las arrugas que surcan toda su longitud, que albergan completos ecosistemas: ardillas, hormigas mayúsculas, arañas y sus redes transparentes, orugas y pájaros carpintero…

Yo me sentí muy pequeñita al pie de estos troncos que me imaginaba como patas de elefante, o como los ent, los árboles gigantes de El señor de los anillos, o como las columnas de los templos egipcios. Nosotros no nos metimos en las cavidades de su tronco ni las intentamos abrazar, como hacen todos los turistas. Pero escuchamos su silencio majestuoso pegando el oído a la madera, y sentimos cómo la corteza crujía, y el árbol nos contó sus historias milenarias.

 

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