El saloon de Durango

Nos hemos dado cuenta de que nos sobrará un día, así que para no llegar un día antes a Albuquerque, retrocedemos un poco para visitar dos parques naturales más: Canyolands y Arches Park. Primero resolvemos el alojamiento. Hemos encontrado un albergue con mucho encanto, en Moab, y ya estamos disfrutando cuando traspasamos el umbral de nuestra cabaña de troncos. Nos tomamos nuestro tiempo en instalarnos y retomar nuestras lecturas. Hace bastantes días que dejé aparcado mi libro Amèrica, Amèrica, porque he querido verlo todo con mis ojos por primera vez, pero ahora vuelvo a cogerlo con ganas.

Hacia el mediodía visitamos Dead Horse Point, un poco descreídos de que nos vuelva a impresionar un nuevo parque natural, y con la esperanza de que al llegar se hayan disipado las nubes con las que hemos amanecido. Sin embargo, el paisaje de Estados Unidos tiene la particularidad de sorprenderte siempre, y cuando llegamos al precipicio, se me escapa un “¡Jooooder!” que hace reír a la pareja de americanos que hay en ese momento contemplando las vistas. Marc también está impresionado; me comenta que el lugar le parece mucho más espectacular que el Gran Cañón.

Lo que vemos es un paisaje caprichoso protagonizado por el río Colorado, que va haciendo meandros entre las rocas ocres y rojizas, mientras él mismo se torna ora verde ora marrón, a medida que va pasando por un sustrato u otro. Después de hacer un picnic en este inmenso cañón, entramos en Arches Park. Estamos emocionados porque hemos leído que hay 2.000 arcos de roca en este parque, esculpidos con el cincel imaginativo de las fuerzas naturales. Hacemos un poco de senderismo y, cuando se pone el sol, vemos el paisaje oscurecerse poco a poco desde la ventanita que nos proporciona en las alturas el Double Arch, el único arco doble del parque.

El día siguiente lo dedicamos a comer en Cortez y a cenar en Durango. En esta última ciudad se nos ocurrió entrar a tomar una copa en un auténtico Saloon. Marc pidió una cerveza local, de las que se elaboran en Durango, y yo una ginger ale. En eso estábamos, cuando un grupo de música comienza a tocar lo que me parecieron los grandes hits de música country del momento. Comienzan a salir parejas de lo más curiosas: la jovencita guapa con un tiarrón de cincuenta; los novios que visten sombrero de cowboy y la misma camisa a cuadros; la cincuentona que viste tacones altos y minifalda de veinte; la abuelita de setenta y pico que baila con el chico duro del local: tejanos, sombrero cowboy y navaja en las botas.

Nosotros los mirábamos siguiendo el compás de la música, hasta que de repente se me aparece un hombre con sombrero que me invita a bailar. Me lo pienso un segundo, pero al final me lanzo. Al principio me siento ridícula con mi camiseta friki de supergirl y catwoman, que está muy bien para darle un homenaje a mis amigos Deme y Antonio Montilla, pero no para bailar country. Sigo el ritmo como puedo, mientras Rob, mi pareja de baile, ríe como un loco y me pregunta cosas. Creo que no oye muy bien, porque constantemente me dice “thank you”, diga yo lo que le diga:

-¿What’s your name?

-Marisa.

-Thank you. What’s your husband’s name?

-Marc.

-Thank you.

-Are you a professional dancer?

-Thank you.

-Do you live in Durango?

-Thank you.

Y así durante dos o tres canciones. El sombrero de Rob se me mete por los ojos en los pasos difíciles, y mientras ríe me llega su aliento a tabaco reconcentrado. Pero es agradable este tipo que me explica que nunca tiene prisa, que se toma la vida tranquilamente, para saborearla, y que el propósito de sus fines de semana es venir a este saloon a bailar.

Cuando termina el tercer tema, regreso al lado de Marc, emocionada, y le pregunto si me ha visto bailar. “Emmm… bueno, no mucho… Es que estaba pidiéndole a la camarera que me guardara las chapas de las cervezas”… En fin, para qué insistir. De nada serviría explicarle que he bailado hasta tres canciones.

Cuando ya me disponía a beberme otra ginger ale, se nos acerca un hombre más joven, con ademanes de caballero, y esta vez se dirige a Marc: “Do you mind if I dance with your wife?”, “Absolutely not!”, responde él, así que volvemos a la pista cogidos de la mano. Me sorprende que me vuelvan a invitar a bailar con mis pasos de pato mareado, pero he descubierto que me siento cómoda en este ambiente sencillo de pueblo solidario, donde todos bailan con todos, incluso con los desconocidos; y no hay prejuicios con la edad ni con la belleza. El último que me saca a bailar es un viejito que se sorprende mucho cuando le digo que soy de España, y me cuenta que sus abuelos eran españoles, aunque no recuerda de dónde.

Ahora el saloon está totalmente ambientado. Han entrado las culebras, como les llamábamos en el periódico a las chicas que salían a ligar, y ya hay cinco parejas bailando delante de los músicos. Al principio de la noche, Marc me prometió que bailaría conmigo cuando hubiera seis parejas en la pista. Así que, cuando entra en escena la pareja sexta, lo miro, sin pretensiones -no se me ha olvidado que no quiso abrir conmigo el baile de la boda- pero, para mi sorpresa, Marc se levanta sin rechistar, me coge de la mano y me mete en el meollo, donde damos vueltas y más vueltas junto a los cowboys, los abuelos, las abuelas, las niñas guapas y los tipos raros. Puede que nos miren, porque nosotros hacemos otros pasos. Superado ya el trance de mi camiseta, ya no me importa que dancemos en sentido contrario, ni que nos tropecemos con ellos, ni que nuestro country se parezca más al merengue y a la salsa. Cuando nos despedimos de la camarera y le damos las gracias por las chapas, regresamos al hotel con la sensación que deben tener los valientes tras acometer una proeza en la batalla.

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