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¡Viva México, cabrones!

No sabemos si es una locura, pero hemos cruzado la frontera. Estamos en México por culpa de una noche en el Little Italy de San Diego, donde conocimos a una familia mexicana, esperando para una pizza en el famoso restaurante Sanfilippo’s. Los niños se interesan por el fútbol: otra vez Messi y el Barça, mientras que las mujeres sonríen y entornan los ojos y nos hablan de La Reina del Sur, la telenovela basada en la obra de Pérez-Reverte que en México causó furor. A los más jóvenes les explico cómo se celebra en Barcelona el Día de México, con conciertos, tacos, burritos, enchiladas, y constantes gritos de su lema: “¡Viva México, cabroneees!”

A ellos les divierten mis anécdotas de esa noche de luna llena en el Pueblo Español de Montjuïc, hace ya unos años, iniciándome en el tequila junto a mis cicerones mexicanos Vane, Luis, Tono, Daniel y Rafa. Los hombres, por su parte, nos recomiendan ahora que visitemos Ensenada, que está en plena fiesta de la vendimia. Dicen que hay catas de vinos y quesos y conciertos de ópera en los viñedos. Marc y yo nos miramos; parece que pensamos lo mismo. Él se imagina con la copa de generosos y yo el espectáculo lírico, pero lo cierto es que México nos tienta… Contamos los días que nos quedan para hacer nuestra ruta, analizamos los pros y los contras, y al final, México gana. Estamos ya totalmente a merced de donde nos lleve el azar, el paisaje y la gente del camino.

Hemos parado en un mirador con un cartel de avistamiento de ballenas. Nos sentamos en el malecón a comernos los restos de la deliciosa pizza del Sanfilippo’s, mientras oteamos el horizonte sin mucha esperanza y balanceamos los pies, que miran al mar. El único ser viviente parece ser un hombre sentado en la puerta de los lavabos públicos, así que nos acercamos y le preguntamos por las ballenas. “Ya pasaron, ya pasaron… Las últimas en abril. A veces pasan y está el malecón solo, y otras veces hay algunos afortunados que las ven pasar. Entonces se forma una escandalera, ¿ves?, porque han podido ver estos animalotes”…

Nos despedimos -“que la pasen bien, bye”- y seguimos nuestro camino. Hemos pasado de Tijuana a Rosarito, y de Rosarito, a Ensenada. Ahora ésta última nos recibe con los últimos jirones de una niebla que nos ha acompañado por la costa, con las rancheras en la radio y con ese característico olor a sal de los puertos.

No puede decirse que al principio Ensenada no nos decepcionara. Veníamos buscando una ruta de vinos, pero ni el paisaje era como nos lo habían descrito ni las actividades tan variadas ni los precios tan llamativos. Ochenta dólares por dos copas de vino y un plato de queso nos pareció demasiado, incluso para unos gringos como nosotros. Eso unido a que nos intentaron timar dos veces -la primera lo consiguieron, y la segunda, ya escarmentados, sacamos nuestras calculadoras para hacer el cambio al dolarito– hizo que acabáramos deambulando por el pueblo sin más horizonte que el esperar a que se hiciera de día para poner pies en polvorosa. Pero los pies nos llevaron al puerto, y el puerto nos enseñó el México más alegre, el de los pescadores que venden en los puestos callejeros, el de los músicos ambulantes, los pelícanos pedigüeños y las gaviotas atrevidas; el de los hombres que aparcan sus coches en fila, uno junto al otro, para lavarlos, cada uno con su emisora de rancheritas; el de los tacos rellenos de pescado y marisco, el sushi imposible y la sonrisa de los niños.

Nos montamos en un barco a cinco dólares el paseo. Nos sentimos felices cuando el viento nos da en la cara y el barco salta en medio de las olas. Los leones marinos nos miran, sin vernos, mientras se desperezan sobre las rocas y juegan entre ellos, gruñendo al aire. Cuando nos acercamos otra vez al puerto, oímos los sones de una charanga que nos espera en el paseo. Sólo escuchamos la música, alegre y viva, de verbena de pueblo. Por fin, el barco atraca y la gente se baja; pasamos junto a los músicos, que se esfuerzan por mantenernos, tocan más fuerte, más fuerte, más fuerte… Es entrañable esta charanga. Pero nosotros pasamos de largo, como en Bienvenido Mr. Marshall.

***

Para entrar en México necesitamos un minuto. Para entrar en Estados Unidos, dos horas y buena dosis de paciencia.

Estamos en la cola para salir de Tijuana. Hemos cruzado tramos de carretera en obras, donde cada pocos metros, un hombre secándose al sol nos agita una banderita roja con desgana; hemos pasado puestos militares con soldados que nos apuntaban con sus metralletas; hemos dejado atrás la gran estatua de Jesucristo bendiciéndonos… Dicen que los mexicanos cruzan la frontera con estampitas de santos en los bolsillos, pero que cuando vuelven las han cambiado por las de superhéroes. Los mexicanos siguen cruzando la frontera con esperanza, con desesperación, o con miedo. Esta valla que discurre de forma paralela a nosotros es la frontera con el mayor número de cruces legales en el mundo… y el mayor de cruces ilegales. Entre sus alambres oxidados y su cemento se dejan la vida 250 personas cada año, sueños rotos e historias truncadas que sólo engrosan las frías estadísticas del Gobierno.

Vamos a paso de tortuga por la autovía, donde ahora la nota de color la ponen los vendedores ambulantes. Puedes comprar la prensa, burritos picantes, chicles, tabaco, crucifijos, toallas… Todo sin moverte del asiento. Los vendedores empujan sus carritos, haciendo maniobras imposibles entre la estrecha franja que queda entre coche y coche. Gritan sus mercancías, te dan un golpe en la ventana o esperan a que les inclines la cabeza. Entonces te preparan en un santiamén un buen plato de fruta variada: coco, sandía, melón, pepino, mango. Un poco de sal y limón por encima y ¡listo!, ya veo por el espejo retrovisor que la chica, contra todo pronóstico, nos alcanza.

Por fin estamos pasando por la garita. Me ha tocado conducir a mí este tramo, así que bajo la ventanilla y espero, resignada, el interrogatorio.

-Pasaportes, por favor.

-Aquí tiene.

(Un minuto de silencio porque el policía nos mira, alternativamente, a nosotros, las fotos de los pasaportes, y otra vez nosotros)

-¿De dónde vienen?

-De Ensenada.

-¿A dónde van?

-A San Diego.

-¿Y luego?

-Al norte, a San Francisco.

-¿Y este coche?

-Es alquilado.

-¿Cómo dice?

-Que lo alquilamos en Albuquerque, Nuevo México.

(Intento aparentar seguridad, pero la cara del policía no me está gustando)…

-No pueden pasar los Estados Unidos, necesitan un permiso especial.

-¿Se refiere a la ESTA? Sí, lo tenemos. (Se lo enseño triunfante).

El hombre se mira y remira el papelito, y al ver que aterrizamos en Nueva York, se rasca la cabeza y vuelve a la carga.

-¿Y dice usted, señorita, que rentaron el coche en Albuquerque?

-Eso es.

-¡Pero no lleva placa!

-Sí que lleva, estos coches sólo ponen la matrícula detrás.

El policía sale de su garita y se mira el coche por todos lados. Cuando ya ha dado una vuelta de 360 grados, dispara otra vez:

-¿Qué día llegaron a los Estados Unidos?

-El día 1.

-¿De qué mes?

-De… agosto. (¡Mierda! Ya me ha hecho dudar).

-¿Y han comprado algo en Ensenada?

-Sólo un plato para un amigo, un recuerdo de la Baja California…

Intento buscar su empatía, arrancarle una sonrisa, pero sigue con la cara impasible; me hace esperar todavía un minuto más, y al final me devuelve mis papeles, dobladitos, dentro del pasaporte. No me dice ni que sí que no, pero yo ya he interpretado que puedo continuar, así que resoplo, aliviada, y me alejo de este sitio sin alma…

Voy pensando que somos unos privilegiados que hemos cruzado la frontera hacia el sueño americano, unos trotamundos que siguen la llamada del asfalto, unos enganchados a la carretera… Enciendo la radio y pongo música en lata; piso el acelerador y, por fin, me relajo, mientras Marc sigue el vuelo de un helicóptero de combate y mi cabeza baila al ritmo que me marca Britney Spears.

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Fin de la ruta 66: ¡El saludo a California!

Nos hemos quedado sin gasolina en pleno desierto de Mohave. La única estación de servicio en esta zona, durante millas y millas, es la vieja gasolinera de Amboy. Mientras Marc charla con el empleado -le está explicando que nos cobrará casi un 50% más por rellenar el depósito, ya que el coste de traer los tanques hasta este lugar tan remoto debe imputarse en el precio-, yo me dedico a curiosear los alrededores. Junto a la gasolinera, hay un motel abandonado y con aspecto un tanto tétrico que sin embargo fue muy conocido en su época. Se trata del Roy’s Motel and Café, que vivió su época de esplendor durante los años 40. Tal era su éxito, que los dueños tenían que ir a buscar empleados en otros estados, porque no daban abasto. Pero ahora aquellos días de actividad frenética parecen muy lejanos. Pueden verse las habitaciones, puesto que las puertas se han dejado abiertas, y muchas de las ventanas tienen los cristales rotos. Dentro no hay nada, sólo basura. Más adelante está la recepción, que sí que se conserva con algo más de cuidado: un impecable sofá de la época y un mostrador en una estancia luminosa y amplia. Al lado, el comedor familiar. Pego la nariz al cristal y veo una mesa rodeada de sillas. Está la vajilla puesta, cada plato con su cubierto y su taza. Pienso que no me sorprendería escuchar ahora una voz femenina llamando al marido y los hijos, enfadada porque no vienen a tomar el té…

Arrancamos de nuevo. Cruzamos el desierto y volvemos a toparnos con otra hilera de enormes vagones. Marc se la queda mirando, como siempre. “No me importaría ser conductor de tren”, me dice. Ya está tocado, aunque no lo sepa, por el virus aventurero del romanticismo.

***

En Barstow nos alojamos, cómo no, en el Motel Route 66. La recepción es tan pequeña que no cabemos los tres juntos: Marc, la maleta y yo. Una campanita ha sonado cuando hemos traspasado la puerta, así que esperamos que venga la dueña mientras repasamos las fotos antiguas que empapelan el mostrador y las paredes. Aparece Mridu Shandil, y nos acaba contando su vida.

Nacida en la India, vino a América siguiendo los pasos de su padre, que tenía una franquicia. Ya son 42 años en esta tierra de acogida, en la que ella ha puesto, junto con su marido, tantas ilusiones. Se muestra orgullosa de lo que ha trabajado en su vida: de cómo ha levantado el hotel, de cómo ha criado a un hijo que ahora es productor de cine en Hollywood, de cómo su marido y ella, junto con un pequeño comité, han creado el museo de la ruta 66 en Barstow… Tiene ganas de charlar y de que vengan los visitantes en tropel. Al día siguiente hacemos unas cuantas fotos a los coches de época y los dejamos a ambos en la pequeña recepción, repasando fotografías antiguas y álbumes de recuerdos.

***

Hemos seguido la ruta 66, paso por paso, hasta llegar a San Bernardino. A partir de aquí, hemos tenido que tomar una decisión: o la acabábamos, como está estipulado, en Los Ángeles, o nos volvíamos a desviar. Nuestro anfitrión de Albuquerque nos recomendó que fuéramos a visitar San Diego, que está mucho más al sur. Y la verdad es que, ahora que estamos en California por fin, lo que nos apetece es explorar, disfrutar de estas tierras tan fértiles y de la bajada de las temperaturas. Venimos del desierto con ganas de ver verdes y azules, la costa y el mar.

San Diego es una ciudad bien linda, pegadita a la frontera mexicana. Toma su nombre de fray Diego de Alcalá, que por cierto es el patrón de Almensilla. Hemos acudido al centro histórico para saber más sobre el origen, y así nos enteramos que este nombre se lo puso Sebastián Vizcaíno, un español que dio con su barco en estas tierras el día en que se celebra la fiesta del santo. La ciudad nos parece ordenada y limpia, moderna. De hecho, abundan los coches híbridos y eléctricos y la policía va en bicicleta. Pura fantasía en España. Dormimos en un albergue de juventud y tenemos que compartir habitación. En el desierto éramos los reyes del mambo, pero en California es otro cantar…

Esa noche me intentaron ligar a dos metros del recién estrenado marido. Eran las dos de la mañana, yo escribía en mi ordenador mientras todos dormían. Entonces entra un tipo por la puerta, brasileño, para más señas, y cuando ve que hay algo que atacar, saca toda la caballería. Hablamos de Barcelona, del Barça, de Messi, del Carnaval de Rio. Él se confiesa admirador de Cristiano Ronaldo y del Madrid, y eso da juego para un rato. Entonces veo que asoma la cabecita de Marc desde su litera; por un momento me parece que va a intervenir en la conversación, pero se nos queda mirando un momento y luego, desaparece. “¿Es tu novio?”, me pregunta el brasileño. “Marido”, respondo. Creo que preguntaba sólo por saber, porque, lejos de amilanarse, el brasileño se quita la ropa delante de mí, se queda en calzoncillos y sigue hablando y hablando, mezcla inglés y portugués, se pasea por la habitación y me enseña musculitos. A mí me parece la escena grotesca, me río para mis adentros y, cuando me canso, pronuncio las palabras mágicas: “buenas noches”.

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El cantante de Oatman

Tras la locura de Las Vegas, seguimos nuestro viaje por la ruta 66. Pasamos entre montañas, por parajes envueltos en la soledad más absoluta, y llegamos a Cool Springs, donde sólo vemos una vieja gasolinera de época y un neón que preside una pequeña tienda de bebidas, perdida en una curva del camino. El lugar nos produce tanta desazón que decidimos que hay que parar. Entramos, y tras el dintel de la puerta nos recibe George, un americano fornido con brazos como patas de elefante, que lo primero que nos dice, tras el “hello”, es que tenemos que firmar en su guest-book. Dejamos nuestros nombres para la posteridad en este lugar perdido de Arizona, mientras George se anima y nos cuenta sus historias. Tiene fotos acariciando al famoso road-runner, el correcaminos, un animal increíble que, aunque no vuela, es capaz de correr a más de 30 kilómetros por hora. Nosotros ya nos lo hemos cruzado en alguna ocasión en la carretera, aunque verlo, lo que se dice verlo, no lo vimos.

Paseamos por la tienda de George, que es todo un santuario de la ruta, le compramos un café y salimos. Vemos que hay una pareja de italianos haciendo fotos; están haciendo la ruta pero al revés que nosotros, así que nosotros les hablamos de Seligman mientras ellos nos anticipan lo que veremos en Oatman. George se aburre solo dentro de la tienda y sale a charlar con nosotros, pero los italianos han desaparecido dentro de su autocaravana y ya enfilan la carretera.

“European people, like us”, le dice Marc a George. “Italian. But they don’t spend money…” Quiere picarlo, ver cómo reacciona el hombre. El otro gruñe un poco, mira hacia la caravana diminuta y asiente: “Mmmm. Tight ass”. Que viene a ser algo así como: “culos apretados”. O sea, del puño…

***

Oatman es un lugar divertido para pasar un rato. Es un pueblito con casitas de madera al estilo far-west, al que se llega por una carretera de tierra después de varias curvas entre montañas, en las que te puedes tropezar con algún burrito. De hecho, los burros pasean alegremente por este pueblo, van solos, se acercan al turista, curiosos, y se dejan acariciar por si les cae alguna zanahoria.

Hemos entrado en la tienda de recuerdos Fast Funny Place; de repente me he cansado de la radio, y busco algún CD de música para ambientar el viaje. Durante el camino nos han acompañado las radiofórmulas americanas, las mismas canciones que causan furor en España. Y de vez en cuando, algún tema de Dylan, Springsteen, The Police o los Rollings. En los bares de carretera, sin embargo, gana Elvis por goleada. Saben lo que los nostálgicos vienen buscando, así que te comes la hamburguesa mientras el rey del rock canta: “train arrive, sixteen coaches long…

En Fast Funny Place hay un hombre cantando vestido de vaquero. El compañero, Rick, se me acerca, y cuando le explico lo que busco, me dice que si quiero puedo comprar el CD del cantante. Señala a Bob, que se desgañita la garganta, y pienso que por qué no, al fin y al cabo hemos venido buscando lo auténtico. Justo cuando estoy pagando, Bob acaba la canción y me reclama. “How do you do?” “I’ve just bought your CD”, le contesto. Bob se pone muy contento, y decide celebrarlo regalándome una canción, así que enciende los altavoces, coge un micrófono y me canta The long black train. “Te gustará”, promete. Entonces pasan tres minutos inolvidables, en los que Bob llena el valle de las notas alegres de esta canción country, mientras yo muevo mis pies siguiendo la música y Rick se entretiene matando moscas.

Desde luego, es un momentazo. Me da pena irme, pero en el bar de enfrente, el Olive Oatman Saloon, nos esperan para poder cerrar. Rick y Bob les han gritado desde el otro lado que por favor nos alimenten, así que cruzamos corriendo, mientras el valle vuelve a quedarse mudo. La gente se regresa a sus casas, se cuelgan carteles de “cerrado” en las tiendas, y los burros desaparecen. Ahora somos los únicos turistas, los únicos hidalgos errantes que desentonan en el pueblo.

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La ciudad de la mentira

La llaman Sin City, la ciudad del pecado, la ciudad de las luces, Las Vegas. Hemos venido hasta ella desviándonos de nuestra ruta otra vez, para averiguar por qué ejerce la fascinación que ejerce; qué tiene de especial esta ciudad inventada en medio del desierto. Como un preludio de la cutrez y el patetismo, la radio nos castiga con una canción horrible que pretende ser romanticoide: “No es una aberración sexual/ pero me gusta verte andar en cueros (…) / Si la naturaleza te hubiese querido con ropa, con ropa hubieses nacidooo…”

No hay palabras. Pero está claro que para ir a Las Vegas hay que dejar los prejuicios a un lado, el sentido del ridículo y el buen gusto, y lanzarse a participar de lo superficial, lo banal y lo efímero; convertirte en una de esas adolescentes que conducen coches con el volante forrado de piel de leopardo, escuchar reggaeton y soñar con casarte en una de estas capillas por las que pasamos, pastelitos floreados que te tientan a ambos lados de la carretera.

Las Vegas te engaña para que creas que eres rico. Puedes alquilar un coche por menos de diez euros al día, comer en un buffet libre de marisco por apenas 17; dormir en el Hilton por 80. El lujo -aunque sea falso- te deslumbra. Los hoteles ofrecen espectáculos pirotécnicos, shows de agua, luz y sonido, luces de neón por todas partes y el mayor derroche de decibelios que puedas imaginarte.

Como urracas, nos dejamos seducir por lo que brilla, aunque sea un espejismo, aunque sea un truco más de la industria de Hollywood, aunque todo sea una mentira. Las señoritas de los casinos te sonríen, las boutiques te llaman con descuentos al 70%, las máquinas tragaperras te desafían y te marean con la música y la caída de las monedas, y todo te parece como en un sueño, un gigantesco plató donde se graba El show de Truman y cada persona con la que te cruzas, un actor. Está el que camina vestido de Elvis Prestley, las jovencitas que van de despedida y por la noche salen a cazar, los jovencitos de despedida que vienen a coger una gorda, los que van vestido de Cupidos con un tanga y el culo al aire, los grupos de japoneses, con sus cámaras; los soldados americanos con sus uniformes, los negros que bailan breakdance, los buscavidas, los borrachos, las estampitas de prostitutas, las novias que posan mascando chicle, los ludópatas.

En los casinos, dan un poco de pena esas personas que aprietan el botón o la palanca sin pestañear, sin esperanza siquiera. A veces hay alguien que consigue premio, y entonces todo el mundo en el casino se entera. La máquina empieza a emitir una desagradable alarma, despliega sus luces de colorines como si fuera un pavo real, y te hace esperar varios minutos, hasta que vomita la ristra de moneditas tintineantes. A estas alturas, ya hemos pasado de la euforia del principio al cansancio del neón. Nos detenemos en un hotel cualquiera, jugando a averiguar quién es rico de verdad y quién, sólo, se lo cree. En menos de 24 horas, ya estamos saturados de falsas Venecias y falsos París.

Al día siguiente decimos adiós con alivio a estas calles de desenfreno. Miro atrás y veo la ciudad dormida, fea y triste sin las luces del encantamiento. Se ha acabado el número de magia; Las Vegas es una ciudad de juguete, un decorado mudo de película que ahora engullen las montañas del desierto.

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El motero de Seligman

Me despierto a las cinco y pico de la mañana en el Supai Motel de Seligman. Me he sentado fuera de la habitación, en una silla de plástico, a hacer recuento de la jornada. Huele a ceniza de cigarro, pero el hermoso día lo compensa. Tras la escapada al Gran Cañón hemos seguido la ruta 66, y ese periplo nos ha llevado hasta aquí, una pequeña localidad que parece haberse quedado congelada en la época gloriosa de los 50. En la calle principal, un café-tienda de recuerdos exhibe todo tipo de souvenirs para los peregrinos de carretera. Nosotros sólo nos dedicamos a apurar el café y a buscar la lavandería del pueblo, que aunque no sale en las guías bien se merecería un puesto en el ránking de lo decrépito.

Me tocó hacer la colada mientras Marc buscaba víveres. Iba pensando en memorables escenas de películas que ocurren en las lavanderías, pero nunca había visto una tan desangelada, tan muda, tan olvidada de la civilización. Me quedé escuchando el sonido ronco de la lavadora mientras esperaba sentada en una butaca con el asiento lleno de lamparones. Era la única que no estaba rota; lo sé porque las fui desplegando una por una, y todas tenían una grieta en el sillín, más grande o más pequeña.

Mientras pienso en estas cosas he sentido que se abría la puerta del vecino. Sale un hombre cincuentón, con el cabello largo y canoso y el torso desnudo, enfundado en unos estrechos tejanos y con barba de tres días. Apuesto a que es motero. Me dedica un “morning” lacónico, y confirma mis sospechas acercándose a una de las dos Harley Davidson que están aparcadas en la puerta. Regresa a mi lado, sin mirarme, y coge el paquete de Marlboro que hay en el alféizar de mi ventana. Parsimonioso, se enciende un pitillo y se sienta en la silla que hay libre junto a mí. Me maldigo por no fumar; es la oportunidad de entablar una conversación, pedirle un cigarro o una cerilla, comentar el recorrido que ambos hacemos, intercambiar mapas e impresiones del camino. Pero como no fumo, me contento con garabatear tonterías en el cuaderno, mientras él despliega un enorme mapa de Estados Unidos en el suelo, con la ruta 66 marcada en rosa fluorescente.

El motero saca el humo por la nariz y la boca, relajándose. Ahora estamos tan juntos que nuestros brazos se tocan, pero ambos hacemos como que el otro no existe. A mí me paraliza el miedo. A lo largo del camino he hablado con turistas, recepcionistas, excursionistas, cantantes, viajeros. Pero ahora no sé qué me pasa. Aquí lo tienes, un auténtico motero, como tú querías… Pero qué le pregunto que sea inteligente, qué decir que no quede forzado en este momento de relax…

Así estaba, absorta en mis pensamientos, cuando sale Marc de la habitación con cara de sueño. Al motero me lo espanta; veo que se levanta y se dirige hacia la moto; saca dos cascos con la banderita de Estados Unidos y los planta sobre el manillar, como trofeos. Entra en la habitación y regresa con la compañera: alta, delgada, con cara de mala leche. Ambos llevan camisetas en las que pone bien clarito: “Harley Davidson”. Por si hubiera alguna duda. La pareja se monta cada uno en una Harley, hacen rugir los motores un ratito a modo de despedida, antes de describir un semicírculo con la moto, para, finalmente, desaparecer en la carretera. Yo me quedo un momento más mirándolos en mi silla de plástico, viendo cómo se hacen pequeñitos.

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La leyenda del Gran Cañón

Son las cuatro de la mañana y no puedo dormir. Contar ovejitas aquí no tendría sentido, así que enumero los trenes que pasan. Estamos cerca de la estación de Flagstaff. Un tren, otro tren, otro… y otro. Sé que se hace de día por el filo de luz que se escapa de la ventana. Estoy cansada, muy cansada. Me pesan las piernas, los brazos, la cabeza y la espalda. Entro en una especie de sopor semiconsciente, y siento que voy cayendo al vacío lentamente, medio flotando. Es una caída lenta y agradable, caigo hacia el centro de la tierra, abajo, más abajo, caigo, caigo, caigo…

***

Dicen los havasupai que al principio de los tiempos existían dos dioses. Tochapa, el de la bondad, y Hokomata, el malvado. Tochapa tenía una hija, Pu-keh-eh, que estaba llamada a ser la madre de todo ser vivo. Hokomata el malvado quiso evitarlo, y envió al mundo una gran inundación. Pero Tochapa colgó a su hija de un enorme árbol, y cuando las aguas bajaron, aparecieron los ríos. Uno de ellos creó la enorme brecha que se convirtió en el Gran Cañón.

Verdaderamente, el Gran Cañón parece la obra cumbre de la creación: una grieta enorme que divide en dos el valle y que deja sin aliento. De arriba abajo, la vista se detiene en los distintos colores que toma la tierra: ocres, verdes, marrones y, sobre todo, los tonos rojizos tan característicos. Miras hacia abajo y te acuerdas de la fobia que sentía el detective Scottie en la película Vértigo de Hitchcock. El precipicio ejerce una extraña atracción, y más ahora, que estamos tan solos. Un par de pájaros sobrevuelan este paisaje de otro tiempo, mientras suena el viento entre los peñascos y cantan las cigarras.

Es un privilegio poder observar el Gran Cañón en silencio. La enorme grieta es una herida profundísima, un corte preciso en la roca que acaba en la orilla del río Colorado. Desde arriba puedes seguir el caminito del agua, dibujando meandros y esculpiendo infinitamente el paisaje, que siempre cambia. Vamos bordeando el Gran Cañón con el coche, porque no lo puedes abarcar de un solo golpe de vista. Sin proponérnoslo, vamos haciendo la ruta al revés que la mayoría. Al principio del Bright Angel Trail, nos preparamos para el descenso a pie. Nos ponemos las gorras, cargamos con cinco litros de agua, bebidas energéticas y azúcar, por si las fuerzas fallan.

En seguida descubrimos la dureza del terreno. El sol nos abrasa, aunque son apenas las diez de la mañana. Vamos descendiendo con un desnivel considerable, por un camino de tierra estrecho y sin barandas, cruzándonos con senderistas que ya vienen de regreso, con las caras enrojecidas, los cabellos mojados y el cansancio en la mirada. Pero el recorrido merece la pena: vas bajando al centro de la tierra, que diría Julio Verne. Pasas por los diferentes sustratos que se han ido formando a lo largo de millones de años, por eso el color cambia. Rojo de arcilla, ocre de polvo y arenisca, verde de musgo, negro de rocas volcánicas. Me doy cuenta de que está resumida aquí media historia de la vida del planeta. Ahora los havasupai, las gentes de las aguas turquesas, habitan estas tierras, como también hicieron en su día los anasazi, los antiguos.

Nos acompañan por el camino las ardillas, que se van cruzando por delante, posan en lo alto de una roca como figurantes o descansan, despatarradas, a la sombra del camino. Cuando dejamos atrás el primer refugio, empiezo a notar los efectos del calor y la caminata: me noto mareada, débil, debo tener mala cara. Nos mojamos la cabeza con el agua que llevamos, pero a los dos minutos volvemos a tener el cabello seco: magia.

Nos cruzamos con las famosas mulas del parque, que llevan provisiones a la comunidad india havasupai; el principio de insolación, la fatiga y el hedor de sus heces frescas están a punto de hacerme vomitar, pero lo resisto y consigo saludar a los rangers. En el segundo refugio, nuestra meta, descansamos antes de emprender la subida. Unas nubes se han instalado en el valle y nos han salvado de los rayos. Suena un trueno en la lejanía, y todo retumba. Nos quedamos helados: el sonido se multiplica por toda la garganta, con un eco que te envuelve y sobrecoge. Me acuerdo de Pu-keh-eh, esperando en el árbol.

Vamos subiendo mientras a nuestros pies el paisaje se tiñe de rojo, rosa, azul y violeta. Por fin, cuando estamos a punto de alcanzar tierra firme, otra nube nos alcanza. Sopla viento de tormenta, el cielo se abre un poquito y el gris se instala. Unas gotas finísimas me salpican la cara. A lo lejos me parece oír la risa de Hokomata.

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De indios y vaqueros

Dicen que Harry Goulding, un aventurero de Colorado que llegó a Monument Valley en 1924, estuvo tres días esperando en la oficina de John Ford antes de ser atendido por el cineasta. Había viajado hasta allí para enseñarle fotos de este hermoso paraje situado en la frontera de Utah con Arizona, que ahora era su hogar. Parece que Goulding y su mujer, que al principio vivían en una sencilla y diminuta tienda azotada a menudo por las tormentas de arena, se encariñaron pronto con este paisaje de picos rocosos de color rojizo, un increíble desierto de curiosas formaciones, a veces enormes moles de roca y otras altísimas puntas que arañan el cielo.

John Ford estaba preparando el rodaje de La diligencia. Al ver las fotos, tuvo claro que este era el escenario de su historia, y así nació la vinculación de Monument Valley con el cine, que le ha dado fama mundial. Monument Valley, por su parte, le ha regalado al séptimo arte las estampas más famosas de Fort Apache, Centauros del desierto o incluso Regreso al futuro III.

Monument Valley no nos pilla de paso; tenemos que desviarnos de la ruta 66, pero tenemos claro que es un enorme plató natural que no nos podemos perder. Así que planificamos dos noches en Flagstaff, y hacemos un paréntesis en nuestro peregrinaje por la carretera.

Flagstaff nos pareció una ciudad interesante, mucho más animada y atrayente que los últimos lugares pintorescos por los que nos habíamos ido deteniendo en la última jornada. El centro está lleno de vida, y la ciudad exhibe cierto toque western en la arquitectura de sus edificios, así que parecía un buen punto de partida.

Pasamos por Cameron y su puente sobre el río Little Colorado, dejamos atrás Tuba City y Kayenta, y, por fin, vemos que la carretera se adentra en el característico desierto rojo de las películas del Oeste. Al fondo, cuando la carretera se convierte en un hilillo de plata que brilla bajo el sol de las cuatro de la tarde, vemos las primeras rocas esculpidas por la erosión, el viento y el agua. Formas caprichosas que sin embargo no nos parecen extrañas. Las hemos visto en alguna parte, no importa dónde, forman parte de nuestra memoria cinematográfica.

Estamos en plena reserva navajo, los indios que controlan la zona, a los que algunos turistas contratan tours guiados por el valle. Paseos en jeep, a pie o a caballo, pero nosotros lo recorremos con nuestro coche, parándonos aquí y allá, admirando el entorno desde todos los puntos de vista, encontrándonos con los indios que venden sus mercancías en medio del camino polvoriento, viendo cómo sale una expedición de japoneses que se pierde entre las montañas.

Hemos intentado reservar una noche en un hogan, una típica casa india hecha de adobe y madera. Despertarse en el Monument Valley, o Valle de las Rocas, como lo llamaban los primeros indios, debe ser inolvidable. Pero estamos en temporada alta, y los hogan no abundan. Preguntamos a una mujer navajo que alquila uno, y nos dice, parcamente, que está ya reservado. Que si queremos nos deja una tienda de campaña que podemos instalar junto a su tráiler-casa. Nos cierra la puerta en las narices y nos deja pensarlo. La idea nos seduce; a decir verdad, nos seduce muchísimo, pero al final decidimos pasar de largo. Dormir en el hogan tenía su gracia, pero ahora la perspectiva es hacer noche junto al grupo de turistas que se nos han adelantado.

Emprendemos la marcha hacia Flagstaff; otra vez la carretera y la soledad nos acompañan, que rompen a veces las manadas de caballos que caminan en fila junto al asfalto, con la cabeza gacha, soportando como pueden la canícula de agosto. A medio camino, nos paramos. El paisaje es demasiado abrumador, majestuoso ahora que se pone el sol; inconmensurable. Dejamos el coche al borde del camino y nos concedemos el momento romántico del viaje. Nos olvidamos de que se hace tarde y no tenemos dónde dormir, que mañana hay que madrugar para ir al Gran Cañón, que la noche en Arizona es fría y despiadada. Sienta bien esta pausa en el camino, este paréntesis para conectar con el paisaje, con la madre tierra que un día poseyeron los indios.

Ya tenemos nuestro final made in Hollywood, así que volvemos a la carretera a que nos engulla la noche. Recuerdo que pensé que el Gran Cañón no podría superar aquello. Afortunadamente, me equivocaba.

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On the road

Saliendo de Albuquerque, en seguida el paisaje se abre ante nosotros. Circulamos junto a pocos coches, y la antigua carretera 66 -aquí machacada por la freeway– se extiende delante, interminable.

Al final Albuquerque no nos ha parecido tan mal; el día extra que hemos pasado aquí nos ha permitido buscar los restaurantes que nos recomendado el revisor del tren, un mexicano simpático y espontáneo que sin embargo se expresa mejor en inglés que en español. Cosas del emigrante.

El revisor tiene a su madre cerca de Ciudad Juárez. Estuvo un rato sentado junto a nosotros en el Lounge-Wagon, preguntándonos si cruzaríamos la frontera con México y contándonos historias del cártel de la droga, anécdotas que nos parecieron escalofriantes.

Vamos haciendo recuento del viaje mientras pasamos por Laguna Pueblo y, un poco después, por un poblado muy primitivo, sin nombre aparente. Aquí nos paramos, junto a las vías del tren, para hacer una foto a la enorme mole de contenedores andante que nos ha ido acompañando por el camino, enroscándose al bordear las montañas cual serpiente gigante del desierto. Cuando se va acercando a nuestra posición, el tren emite un agudo pitido y, al alcanzarnos, el maquinista saca su brazo por la minúscula ventanilla y nos saluda. Esto es un pasatiempo normal aquí. La gente acude a las estaciones a ver pasar el tren. Las madres llevan a sus niños; los jubilados dirigen sus paseos matinales hacia las paradas; los jóvenes se besan mientras esperan. Y, cuando el tren llega, todos dicen adiós a los viajeros, aunque no los conozcan. Saludan y sonríen, agitan sus manos y luego se marchan. No hay mucho que hacer en estos pequeños pueblos de Nuevo México.

Seguimos conduciendo y dejamos atrás reses muertas al borde de la carretera y bares abandonados. Ahora, un 66 pintado en el asfalto -la famosa señal de la Mother Road de América- nos indica que nos encontramos en uno de los tramos que ha sobrevivido del trazado original, una carretera que se pavimentó en 1926 -aunque existía desde mucho antes- y que discurría desde Chicago a Los Ángeles. Casi 4.000 kilómetros que recorren los estados de Illinois, Missouri, Kansas, Oklahoma, Texas, Nuevo México, Arizona y California. Estamos haciendo el mismo recorrido que hicieron las familias campesinas en la década de los años 30, cuando iniciaron el éxodo hasta la tierra prometida de California, buscando el futuro que en el este se les negaba.

En Budville, la vieja carretera pasa en medio de un cementerio de coches decrépitos, escampados a derecha e izquierda sin orden ni concierto, como si hubieran sido espolvoreados desde las alturas. Más adelante recorremos un curioso paisaje formado por rocas negras de lava que los exploradores españoles bautizaron en su día como Malpaís. Comemos en Nana’s, una de las viejas glorias de la ruta 66, y dejamos atrás Grants y Gallup.

A estas alturas del viaje ya nos hemos dado cuenta de que el aire acondicionado no va bien, así que bajamos las ventanillas y nos imaginamos que vamos en un mustang descapotable. Así recorremos la ruta que va de Gallup a Holbrook, en la que el paisaje ha pasado de las estupendas llanuras de rocas rojas a las largas planicies salpicadas a veces por solitarios molinos de agua.

Al llegar al territorio Navajo, me pongo alerta. Nos hallamos en las proximidades de esta reserva india, uno de los pocos territorios que aún se encuentran bajo la soberanía de una de las tribus nativas de Norteamérica, junto con los hopi, los apache, los havasupai o los zuni. Hoy vamos a dormir en Flagstaff, así que vamos por la carretera tranquilamente, recreándonos en el paisaje que nos hipnotiza. Seguimos las notas de la flauta de Hamelin, una melodía que aquí suena a música country.

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Albuquerque: encuentro con la ruta 66

Albuquerque, la ciudad más grande del estado de Nuevo México, nos golpea salvajemente con una bofetada de aire caliente al saltar al andén. Risas, abrazos, bye bye… La señora que nos ha acompañado en el último trayecto, originaria de Stuttgart, Alemania, pero afincada en esta ciudad desde hace décadas, nos grita un “bye, honeys!” antes de lanzarse a los brazos de su hija, que ha venido a buscarla, y de estrechar al pequeño perrillo que también ha acudido a recibirla.

La última hora en tren ha sido apasionante. Unas niñas indígenas de unos tres o cuatro añitos, seguramente de las que viven en alguna reserva de Arizona, se sentaron en los asientos de al lado a pintar con lápices de colores, revolcarse por la moqueta del tren y tirarse al suelo desde el respaldo del asiento. “They’re so sweet...”

No paré hasta ganármelas. Saqué la libreta y me puse a dibujar, enseñándoles de vez en cuando lo que hacía. En seguida la curiosidad pudo más que la timidez y conseguí que vinieran a sentarse conmigo. Las invité a contribuir con mi obra de arte, aunque sólo logré que me dedicaran puntos y rayas…

***

Dejamos atrás la estación y nos disponemos a subir por Central Avenue para llegar al motel. Tiene wi-fi, así que esperamos poder entrar en contacto con nuestras familias, que después de cuatro días deben estar deseando que llamemos. Mientras esperamos en un semáforo, otro de los “amigos” que hemos hecho en el tren llega a nuestra altura. Es un sikh, un seguidor del sikhism, una religión monoteísta fundada en el siglo XV en la India, cuyos creyentes se distinguen, entre otras cosas, por practicar la meditación y por el turbante que llevan. Nuestro amigo tiene una larga barba blanca rizada y despeinada, larguísima, y 57 años a sus espaldas, aunque parece más joven. Se ofrece a acompañarnos porque vamos en la misma dirección, y cuando pasa por la marquesina del autobús se para. Ve que no tenemos intención de coger el bus, así que se encoge de hombros y nos sigue, animado por la charla. Pero al cabo de dos o tres calles nos pregunta que por qué caminamos bajo este sol abrasador que no deja respirar, a las cuatro de la tarde y cargando con mochilas. “Estamos acostumbrados a caminar, y además así vemos mejor la ciudad”, decimos. “Oh, yeah”.

El pobre hombre resopla a nuestro lado, y eso que no está gordo. Mira a Marc y le pregunta si pesa mucho su mochila, que ve más voluminosa que la suya propia. “A little”, dice él con una sonrisa. El sikh ya no puede más. Se para en la próxima marquesina jadeando y se despide de nosotros. “¡Disfrutad de vuestras cuatro manzanas hasta el motel!”, nos grita, riendo. A mí me suena la frase a cierto retintín.

***

La habitación del motel no está mal, pero la wi-fi no funciona. Al día siguiente, descubrimos que el desayuno continental que prometía la página web a la hora de reservar ha quedado reducido a unos tristes cereales que parecen llevar ahí mucho tiempo, una máquina de zumos de esos de aguachirri y un café al agua. Para colmo comemos en la propia recepción del motel, en la única mesita que se han dignado a poner, y bajo la atenta mirada del viejo recepcionista, que parece disfrutar viéndome apurar el último culillo de leche de la botella, puesto que no mueve un músculo para volverla a rellenar.

“No importa, no importa”, pienso para mis adentros. “En unos minutos habremos alquilado el coche y nos largaremos de aquí”. Pero la suerte no estaba entonces de nuestra parte. Yo me regreso a la habitación para escribir -son apenas las siete de la mañana- mientras Marc busca algún lugar con conexión a internet para alquilar el vehículo. Como no tenemos cargado el portátil, tendrá que hacerlo por el móvil. Lo compadezco, aunque no se lo digo.

Poco después de las diez regresa, y con malas noticias. Ni él ni yo hemos caído en que es domingo, y por tanto no podemos alquilar nada. Aquí no tenemos noción de tiempo, pero no es nada raro, hasta el Phileas Fogg de La vuelta al mundo en 80 días sucumbe a las malas pasadas de los husos horarios; casi pierde su apuesta por eso. En fin, tendremos que hacer otra noche en Albuquerque, y la perspectiva no me deja muy contenta. Me pongo un poco de morros porque Marc me propone coger un avión hasta Las Vegas, pero eso rompe todo el espíritu de este viaje. Ni ruta 66, ni indios, ni pueblos fantasma, ni nada de lo que me he estado empapando antes de venir. Él se enfada porque yo me enfado, pero afortunadamente el conflicto no pasa de cinco minutos. Pronto hallamos una solución.

Lo primero es cambiar de hotel. Empezamos a caminar por Central Avenue de nuevo, bajo un sol de justicia, arrastrando las mochilas cada vez a paso más lento. De repente, pego un respingo y señalo una vieja casita blanca y turquesa de la acera de enfrente. He reconocido un hostal que aparece en mi guía de la ruta 66, así que nos animamos, porque la cosa promete.

Tom es una agradabilísima persona. Nos ofrece constantes sonrisas mientras nos pregunta cosas y nos explica qué podemos hacer en Albuquerque por segundo día consecutivo. Sin embargo, cuando descubrimos el encanto de la habitación -nos ha dado la suite, la única con baño incorporado- decidimos que los museos no son suficientemente interesantes. Nos tomamos el día de relax, paseando tranquilamente por el centro histórico y regresamos pronto a la habitación; los comercios cierran a las cinco y el calor sigue siendo insoportable. Además, Marc ha conseguido cargar el ordenador con un cable viejo que ha encontrado en la carretera. Ha hecho un empalme con el cable de mi ordenador y el de la lámpara del cuarto y ¡eureka! El portátil funciona. Menos mal que tengo un MacGyver en casa.

Me pongo a pasar al ordenador todo el trabajo que tengo acumulado. Fuera suenan las Harley Davidson que recorren la ruta 66, la misma en la que ahora nos encontramos nosotros. Antes ya nos hemos topado con ellas; los moteros nos han sonreído al pasar. No son tipos tan duros.

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Criaturas del tren

Vamos montados en un tren que une Chicago con Los Ángeles. Nosotros nos bajaremos en Albuquerque, con la idea de alquilar el coche allí y empezar a hacer kilómetros. Sin querer hemos desoído los consejos del puertorriqueño del bloody mary y no lo llevamos contratado. Nuestro ordenador se ha quedado sin batería mientras hacíamos una búsqueda por internet para encontrar el coche perfecto: ¿una motorhome?, ¿una camper?, ¿un mustang descapotable? Yo soñaba con hacer este viaje a lo Thelma & Louise, con el aire caliente del agosto americano dándonos en la cara. O en Harley Davidson, parando en moteles de carretera en los que esperaba ver moteros llenos de tatuajes que nos mirarían como quien mira un reportaje del National Geographic. Pero he fantaseado demasiado, a juzgar por los precios que vemos. Es igual, ahora mi máxima preocupación es encontrar la manera de cargar el ordenador. Si no, no podré seguir con este proyecto.

El transformador que llevábamos para adaptar nuestros gadgets electrónicos a la tensión de 110 voltios de Estados Unidos ha pasado a mejor vida. Un pequeño chispazo y ¡voilà! El enchufe de mi mac sale negro negrísimo, como salido de una cartoon movie de esas que calcinarían por exigencias del guión al pobre coyote o al gato de Tom y Jerry. Esto es una auténtica desgracia para nosotros, puesto que supone prescindir del móvil y del mac, o lo que es lo mismo, decir adiós al mail, las llamadas por skype, los mapas, el libro electrónico, etc.

Aunque finalmente conseguimos comprar uno en Chicago -tras perder toda la mañana y gastarnos 50 $ , menos mal que lo compensamos cenando en modo supervivencia- a mí no me ha resuelto el problema. El mac no carga, así que me resigno a continuar mis notas escribiendo en el cuaderno que he traído desde España, just in case.

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Llevamos 14 horas viajando en tren. Son las cuatro de la mañana y ya no puedo dormir más, como me ocurre desde que aterrizamos en Estados Unidos. Debe ser jet-lag. Aguanto aún una hora más, envidiando la capacidad de mi compañero para dormir. No puedo ver nada por la ventana y me he intentado acomodar en la butaca de todas las maneras posibles, así que a las cinco enciendo mi luz y continúo escribiendo. Marc se está despertando y con suerte podremos hacer una excursión a la cafetería, ya deben haber abierto. Descorro la cortina y aún me encuentro con otro regalo más: está amaneciendo. Es un amanecer digno de la Metro Goldwyn Mayer; un cielo anaranjado que nos acompaña hasta el Lounge Wagon.

***

El trayecto hacia el vagón-salón es, en esencia, un viaje por América. Hay hispanos, negros, jóvenes con rasgos indios, boy-scouts y el estereotipo del bohemio de turno con pinta de dormir en estaciones. No hay ejecutivos: la business class viaja en avión.

En seguida me alegro de haber venido en tren. El Lounge Wagon tiene unas cómodas mesas para escribir y unos amplios ventanales -incluso en el techo- para admirar el paisaje, que ya ha cambiado numerosas veces: desde los cultivos de trigo de Illinois -pasando por bosques, lagos, graneros, caballos, vacas, cerdos- hasta los campos interminables de Kansas. Mientras Marc admira los cultivos transgénicos, los bosques incendiados y los generadores eólicos, yo me extasío mirando cómo va cambiando la luz sobre los campos. Y me acuerdo de Dorothy de El Mago de Oz, que parece que va a salir en cualquier momento de unos de estos graneros abandonados de Kansas.

El tiempo también cambia, como en una película que hacemos avanzar con el mando a distancia. A nuestra espalda, el sol; frente a nosotros, un cielo que amenaza tormenta. Junto a la ventana, los prados verdes se mueven al compás del viento; parece un gigantesco mar verde que nos persigue. Como un tsunami.

***

El paisaje se vuelve más árido. Pasamos terrenos llanos y deshabitados. Interminables. Y, en Colorado, el tren se adentra entre montañas y bosques de robles y pinos.

Nos hemos sentado en una mesa detrás de una familia amish. Me quedo maravillada de lo pulcras que llevan sus ropas. Sin una arruga, sin una mancha. La madre y la hija llevan el cabello perfectamente recogido en los graciosos gorritos. El padre y el hijo, unas camisas impecables y los consabidos tirantes. Me miro a mí misma y a Marc. Sucios, despeinados, con cara de cansancio y camisetas arrugadas. “¿De verdad hemos hecho el mismo trayecto desde Chicago?”

Los amish rechazan la tecnología, así que los niños no muestran el menor interés por el adolescente que juega a un videojuego en la mesa de al lado. Se entretienen mirando el paisaje, señalando la ventanilla cada vez que pasamos por alguna granja, leyendo y jugando a las cartas. Así pasamos más de seis horas seguidas en este vagón con vistas panorámicas, viendo cómo cambian nuestros compañeros de viaje en las mesas circundantes. Sólo permanecemos los amish y nosotros. Ellos no nos hablan; ya tienen bastante con su mundo. Pero la mujer de vez en cuando me dedica una sonrisa, y con eso me conformo.

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