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De indios y vaqueros

Dicen que Harry Goulding, un aventurero de Colorado que llegó a Monument Valley en 1924, estuvo tres días esperando en la oficina de John Ford antes de ser atendido por el cineasta. Había viajado hasta allí para enseñarle fotos de este hermoso paraje situado en la frontera de Utah con Arizona, que ahora era su hogar. Parece que Goulding y su mujer, que al principio vivían en una sencilla y diminuta tienda azotada a menudo por las tormentas de arena, se encariñaron pronto con este paisaje de picos rocosos de color rojizo, un increíble desierto de curiosas formaciones, a veces enormes moles de roca y otras altísimas puntas que arañan el cielo.

John Ford estaba preparando el rodaje de La diligencia. Al ver las fotos, tuvo claro que este era el escenario de su historia, y así nació la vinculación de Monument Valley con el cine, que le ha dado fama mundial. Monument Valley, por su parte, le ha regalado al séptimo arte las estampas más famosas de Fort Apache, Centauros del desierto o incluso Regreso al futuro III.

Monument Valley no nos pilla de paso; tenemos que desviarnos de la ruta 66, pero tenemos claro que es un enorme plató natural que no nos podemos perder. Así que planificamos dos noches en Flagstaff, y hacemos un paréntesis en nuestro peregrinaje por la carretera.

Flagstaff nos pareció una ciudad interesante, mucho más animada y atrayente que los últimos lugares pintorescos por los que nos habíamos ido deteniendo en la última jornada. El centro está lleno de vida, y la ciudad exhibe cierto toque western en la arquitectura de sus edificios, así que parecía un buen punto de partida.

Pasamos por Cameron y su puente sobre el río Little Colorado, dejamos atrás Tuba City y Kayenta, y, por fin, vemos que la carretera se adentra en el característico desierto rojo de las películas del Oeste. Al fondo, cuando la carretera se convierte en un hilillo de plata que brilla bajo el sol de las cuatro de la tarde, vemos las primeras rocas esculpidas por la erosión, el viento y el agua. Formas caprichosas que sin embargo no nos parecen extrañas. Las hemos visto en alguna parte, no importa dónde, forman parte de nuestra memoria cinematográfica.

Estamos en plena reserva navajo, los indios que controlan la zona, a los que algunos turistas contratan tours guiados por el valle. Paseos en jeep, a pie o a caballo, pero nosotros lo recorremos con nuestro coche, parándonos aquí y allá, admirando el entorno desde todos los puntos de vista, encontrándonos con los indios que venden sus mercancías en medio del camino polvoriento, viendo cómo sale una expedición de japoneses que se pierde entre las montañas.

Hemos intentado reservar una noche en un hogan, una típica casa india hecha de adobe y madera. Despertarse en el Monument Valley, o Valle de las Rocas, como lo llamaban los primeros indios, debe ser inolvidable. Pero estamos en temporada alta, y los hogan no abundan. Preguntamos a una mujer navajo que alquila uno, y nos dice, parcamente, que está ya reservado. Que si queremos nos deja una tienda de campaña que podemos instalar junto a su tráiler-casa. Nos cierra la puerta en las narices y nos deja pensarlo. La idea nos seduce; a decir verdad, nos seduce muchísimo, pero al final decidimos pasar de largo. Dormir en el hogan tenía su gracia, pero ahora la perspectiva es hacer noche junto al grupo de turistas que se nos han adelantado.

Emprendemos la marcha hacia Flagstaff; otra vez la carretera y la soledad nos acompañan, que rompen a veces las manadas de caballos que caminan en fila junto al asfalto, con la cabeza gacha, soportando como pueden la canícula de agosto. A medio camino, nos paramos. El paisaje es demasiado abrumador, majestuoso ahora que se pone el sol; inconmensurable. Dejamos el coche al borde del camino y nos concedemos el momento romántico del viaje. Nos olvidamos de que se hace tarde y no tenemos dónde dormir, que mañana hay que madrugar para ir al Gran Cañón, que la noche en Arizona es fría y despiadada. Sienta bien esta pausa en el camino, este paréntesis para conectar con el paisaje, con la madre tierra que un día poseyeron los indios.

Ya tenemos nuestro final made in Hollywood, así que volvemos a la carretera a que nos engulla la noche. Recuerdo que pensé que el Gran Cañón no podría superar aquello. Afortunadamente, me equivocaba.

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