Me despierto a las cinco y pico de la mañana en el Supai Motel de Seligman. Me he sentado fuera de la habitación, en una silla de plástico, a hacer recuento de la jornada. Huele a ceniza de cigarro, pero el hermoso día lo compensa. Tras la escapada al Gran Cañón hemos seguido la ruta 66, y ese periplo nos ha llevado hasta aquí, una pequeña localidad que parece haberse quedado congelada en la época gloriosa de los 50. En la calle principal, un café-tienda de recuerdos exhibe todo tipo de souvenirs para los peregrinos de carretera. Nosotros sólo nos dedicamos a apurar el café y a buscar la lavandería del pueblo, que aunque no sale en las guías bien se merecería un puesto en el ránking de lo decrépito.
Me tocó hacer la colada mientras Marc buscaba víveres. Iba pensando en memorables escenas de películas que ocurren en las lavanderías, pero nunca había visto una tan desangelada, tan muda, tan olvidada de la civilización. Me quedé escuchando el sonido ronco de la lavadora mientras esperaba sentada en una butaca con el asiento lleno de lamparones. Era la única que no estaba rota; lo sé porque las fui desplegando una por una, y todas tenían una grieta en el sillín, más grande o más pequeña.
Mientras pienso en estas cosas he sentido que se abría la puerta del vecino. Sale un hombre cincuentón, con el cabello largo y canoso y el torso desnudo, enfundado en unos estrechos tejanos y con barba de tres días. Apuesto a que es motero. Me dedica un “morning” lacónico, y confirma mis sospechas acercándose a una de las dos Harley Davidson que están aparcadas en la puerta. Regresa a mi lado, sin mirarme, y coge el paquete de Marlboro que hay en el alféizar de mi ventana. Parsimonioso, se enciende un pitillo y se sienta en la silla que hay libre junto a mí. Me maldigo por no fumar; es la oportunidad de entablar una conversación, pedirle un cigarro o una cerilla, comentar el recorrido que ambos hacemos, intercambiar mapas e impresiones del camino. Pero como no fumo, me contento con garabatear tonterías en el cuaderno, mientras él despliega un enorme mapa de Estados Unidos en el suelo, con la ruta 66 marcada en rosa fluorescente.
El motero saca el humo por la nariz y la boca, relajándose. Ahora estamos tan juntos que nuestros brazos se tocan, pero ambos hacemos como que el otro no existe. A mí me paraliza el miedo. A lo largo del camino he hablado con turistas, recepcionistas, excursionistas, cantantes, viajeros. Pero ahora no sé qué me pasa. Aquí lo tienes, un auténtico motero, como tú querías… Pero qué le pregunto que sea inteligente, qué decir que no quede forzado en este momento de relax…
Así estaba, absorta en mis pensamientos, cuando sale Marc de la habitación con cara de sueño. Al motero me lo espanta; veo que se levanta y se dirige hacia la moto; saca dos cascos con la banderita de Estados Unidos y los planta sobre el manillar, como trofeos. Entra en la habitación y regresa con la compañera: alta, delgada, con cara de mala leche. Ambos llevan camisetas en las que pone bien clarito: “Harley Davidson”. Por si hubiera alguna duda. La pareja se monta cada uno en una Harley, hacen rugir los motores un ratito a modo de despedida, antes de describir un semicírculo con la moto, para, finalmente, desaparecer en la carretera. Yo me quedo un momento más mirándolos en mi silla de plástico, viendo cómo se hacen pequeñitos.