Carnac y sus misterios

Pablo Domínguez-Palacios

Siempre hay algo mágico en la contemplación de un monumento megalítico, en la verticalidad esbelta e imponente del menhir, que es como un guarda del lugar, aquel que te da el alto con su mirada pétrea y fría, mientras tú te amilanas a su sombra, y te preguntas quién lo puso ahí y por qué. También te lo preguntas de sus primos hermanos los dólmenes -vocablo que significa “mesa grande de piedra”, en bretón-, aunque sabes que entre sus estructuras se escondía un sepulcro, y por eso la fascinación que ejerce transita entre la curiosidad científica y la morbosa, aquella que da rienda suelta a la imaginación y hace que pienses en la piel que habitó aquellos huesos, en el hálito de vida que llenaba a aquel ser humano de temores y esperanzas. El menhir, por su parte, es más místico. El visitante intuye que tiene algún significado religioso, que es como una especie de canalizador de la energía del entorno, una señal que apunta a los cielos.

Uno de los lugares más impresionantes para contemplar con serenidad un menhir es, sin duda, Carnac, en Francia. Mi cuñado Pablo nos condujo hasta los alineamientos megalíticos de esta península del noroeste francés, que se adentra en el Atlántico mientras cuenta las leyendas y sueños de los pueblos celtas, los primeros en invadir estas tierras.

Carnac es un museo al aire libre. Hay que dedicarle tiempo, puesto que hay casi 3.000 menhires en una longitud de unos 4 kilómetros, por lo que se ha ganado el título del monumento megalítico más extenso del mundo. Aquí están los menhires más famosos, dispuestos en una línea larguísima que atraviesa los campos verdes y húmedos de la que está considerada la capital de la Prehistoria. ¿Qué significan? Podrían ser los símbolos de la espiritualidad de esos pueblos, o todo lo contrario: herramientas que sirvieran para hacer complejos cálculos astronómicos y matemáticos.

Los misterios de Carnac apasionaron incluso al gran Gustave Flaubert, el escritor francés que me hizo palpitar con su Madame Bovary en mi época del instituto. Divertido por todas las hipótesis que de este lugar se lanzaban, un día exclamó: “Carnac ha inspirado la escritura de más tonterías que piedras tiene”. Aquel día, contemplando los menhires en medio del silencio, se me ocurrió decir que quizás las piedras habían estado ahí desde siempre, y todos rieron. Pero después de todo, esta absurda hipótesis que dejé ir sin procesar siquiera no es precisamente la más descabellada. Hasta este lugar peregrinaban mujeres con problemas de fertilidad, se frotaban con la piedra o incluso se desnudaban y simulaban una escena de acoplamiento, ya que creían en el espíritu que habitaba dentro del menhir, capaz de insuflar vida. Otras leyendas cuentan que por las noches las piedras se desentierran y se acercan al mar, o que los menhires son en realidad soldados romanos convertidos en piedra por Dios. La verdad es que, mientras menos probables, más bellas son las historias…

Pablo y Elena

Pablo Domínguez-Palacios

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La batalla del bretón

Bretaña. Foto: Pablo Domínguez-Palacios

Un lugar donde el mar nunca está demasiado lejos. Esta es una de las características que definen la península de la Bretaña francesa, un lugar plagado de leyendas que disfruta de sus temperaturas suaves y clima húmedo, incluso en verano; una tierra a menudo azotada por el viento y bendecida con la lluvia, con un acervo cultural que mezcla elementos latinos y celtas. Con un pueblo, el bretón, cargado de historia -parece que llegó a Francia, procedente de Gran Bretaña, durante los siglos IV y V- y de tozudez -dicen-, que además enriquecería el territorio con una lengua propia que hoy día, desgraciadamente, está en serio peligro de extinción.

Conocí la región de la Bretaña francesa en 2008, durante un viaje en el que nos acompañaron mi hermana y mi cuñado, que fue nuestro guía e intérprete. Éramos turistas y no nos hablaron bretón, o al menos no nos percatamos. Pero me hubiera gustado. Me refiero a que cuando regresé sentí que me faltaba algo para acabar de comprender las cosas que había visto y oído, los lugares, el paisaje, la historia. Tuve que buscar por internet canciones en bretón, porque necesitaba acabar de familiarizarme con el modo en que sonaba. Sin la lengua no se puede terminar de comprender una cultura.

Michel Renouard explica en su libro Bretaña que en el caso de los bretones no hay que imaginar una invasión, puesto que se limitaron a establecerse en la zona noroeste de Francia, sin prestar atención al resto, y además sin eliminar culturalmente a las poblaciones anteriores. Irónicamente, ellos no consiguieron mantener intacto su legado: la lengua bretona la hablan sólo unas 200.000 personas de los 4.300.000 que constituyen la Bretaña francesa. Para más inri, de las que lo hablan, el 40% tiene más de 60 años: las nuevas generaciones lo desconocen, y creo que es debido a que no acaba de conquistar su espacio en la escuela, a pesar de que los alumnos pueden escoger estudiar en clases bilingües. Sólo unos pocos miles de chicos estudian totalmente en lengua bretona.

En este post sólo pensaba hablar de castillos, monolitos y leyendas celtas. Pero releyendo uno de los libros que me compré en aquel viaje y ampliando información no he podido evitar trazar paralelismos con la polémica que ahora tenemos en España con el catalán en las escuelas. Lo que intento decir es que desterrar un idioma de ellas y dejar que pase de lengua vehicular a ser una asignatura más es condenarlo a largo plazo. Habría que encontrar un justo equilibrio, puesto que, como le argumentaba ayer a un colega periodista, esto no significa que el sistema educativo actual no tenga sus fallos. Con todo, es importante dejarlo como está, que no me gustaría que a un turista curioso como yo le pasase en un futuro lo mismo que a mí en Francia, y que acabase buscando por internet, como último recurso, un poema de Ramon Llull. Nuestras lenguas peninsulares son una joya del patrimonio, pero no para que queden reducidas a piezas de museo o meras anécdotas del folklore popular.


Bretaña. Foto: Pablo Domínguez-Palacios

Foto: Pablo Domínguez-Palacios

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Foto: Pablo Domínguez-Palacios

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De cuando vi al lince en Doñana

linceNo se me había ocurrido nunca visitar Doñana hasta que en la época de Zapatero los telediarios no dejaron de recordarme que había sido siempre refugio de reyes y jefes de estado. Fue entonces cuando comencé a sentir un poco de remordimiento por no haberme interesado antes por una excursión tan cerca de casa, y me dije que algún día la haría. Esa promesa se hizo realidad durante esta Semana Santa.

Hay varias empresas que ofrecen sus servicios con diferentes itinerarios, incluyendo el de la zona norte, el de la zona sur, paseos a caballo, en barco, visitas personalizadas en jeep… En nuestro caso, éramos un grupo numeroso que salió de la aldea de El Rocío en un vehículo 4×4, con 4 horas por delante para el avistamiento de la flora y fauna. La que se deja ver, claro está.

Lo maravilloso de Doñana es que en cualquiera de las cuatro estaciones del año te ofrece algo especial. En verano, aunque incómodo por los 50 y pico grados que se pueden alcanzar en el interior del parque, es impactante ver las marismas transformadas en una gran extensión de arcilla seca y resquebrajada. En otoño, con las primeras lluvias, la marisma comienza a inundarse y atraer hasta 50.000 aves. Florece la mandrágora y afloran las setas. En invierno, la hasta ahora tímida marisma se convierte en un lago majestuoso que continúa atrayendo nuevas aves para ella y para los bosques, y dicen que es especialmente bonita la luz de esos días invernales. Nosotros, sin embargo, hemos hecho la visita asomando abril a la vuelta de la esquina, en un día lluvioso que no ofrecía grandes expectativas, pero que sin embargo consiguió deslumbrarnos con el verde que refulgía, orgulloso, sobre el campo. Es el regalo de la primavera: Doñana vestido de un verde que araña los ojos, ataviado con la explosión jubilosa del amarillo de los jaramagos, la pureza del narciso y la sencillez de las esparragueras.

Las lluvias generosas de los últimos meses han dejado caminos anegados, y obliga a los guías del parque a dar rodeos y a rediseñar el recorrido sobre la marcha. Vamos saltando sobre el agua sucia y el lodo, salpicando a nuestro paso los acebuches, estos olivos silvestres que son testigos del tiempo en el parque, y nos vamos encontrando con fresnos, alcornoques envejecidos que nos miran desde sus troncos centenarios -uno de ellos, como el olmo de Machado, partido por un rayo- y numerosas especies que nos saludan, cimbreándose, con una naturalidad pasmosa: anchusas, geranios silvestres, jaguarzos, palmitos… y la manzanilla de agua a los pies de la marisma, entre tantas y tantas.

Recortando su silueta sobre el cielo gris, no dejan de vigilarnos desde su posición privilegiada milanos, águilas y buzardos ratoneros. De vez en cuando, alguna cigüeña levanta el vuelo y nos alegra la vista con su plumaje blanco y negro, arrancando la sonrisa de los niños. Hacemos una parada técnica de pocos minutos en el Centro de visitantes José A. Valverde, y hacemos recuento de todas las aves que hemos visto: ánade real, zampullín, garceta y grajilla, somormujo, martinete, focha, calamón, grajillas y abubillas, los pequeños trigueros posados sobre el alambre, los cuervos escandalosos, la garcilla bueyera que no se separa de los équidos, los preciados moritos, la garza imperial, la canastera, la cigüeñela, que parece una cigüeña que aún no haya cumplido la mayoría de edad… Todas estas aves y las que no pudimos identificar, y al fin, cual imagen publicitaria del ecosistema, nuestros chulescos flamencos, que miraban con desdén a la lejanía haciendo sus equilibrios sobre una pata. La marisma es más bonita ahora, con la fina lluvia que me separa de ella, aunque nos mojemos, aunque no salgan bien las fotos, aunque la mayoría de animales se escondan. Pero esta estampa es bella por su simpleza, porque purifica el aire y mantiene a tus sentidos despiertos, porque es romántica y onírica a la vez.

A lo largo del camino contemplamos la vida salvaje de las yeguas marismeñas, y vimos ciervos y gamos. Sesteaban en el bosque y miraban con recelo nuestro vehículo; eran asustadizos y se escabullían a la primera de cambio. Me acordé de algunos cervatillos que vimos en Canadá, confiados e inocentes, que, muy al contrario, dejaban que te acercases bastante si lo hacías con suavidad. Cuando ya enfilábamos el camino de regreso, vimos un corral hecho por los guardas a base de tocones partidos para que sirviera de refugio a los conejos. Estos logomorfos se miman en Doñana, porque son la comida básica del lince, que es un animal muy señorito y desdeña la mayoría de posibilidades que ofrece Doñana. El lince, el rey de este ecosistema. El protegido, el niño mimado, el que lleva tantos años debatiéndose entre la extinción y la supervivencia.

-¡EL GATO!

Un grito inusitado del conductor de nuestro vehículo y un frenazo que casi hizo golpearme con el asiento delantero obligó a ponerme en pie. Lo que vi me emocionó sobremanera. Tendido a lo largo del camino de tierra, una de las vías pecuarias por las que están autorizados a transitar estos vehículos oficiales -y las carretas durante la romería de El Rocío- se hallaba un ejemplar de lince ibérico. Parecía una esfinge egipcia impertérrita. Sólo estaba a unos cuarenta metros, y nos había visto y oído desde hacía tiempo, puesto que detecta un conejo a 250 ó 300 metros y a un cérvido de tamaño medio a una distancia de medio kilómetro. Y posee una agudeza auditiva que supera la de los perros. Entonces, ¿por qué se dejó ver?

El guía nos explicó que seguramente estaba al acecho de un conejo, puesto que durante los escasos segundos que permaneció tendido en el suelo, miraba fijamente un matorral. Luego, con mala gana, nos miró como diciendo: “me habéis espantado la comida”. Se levantó, se escurrió entre los matojos y desapareció para siempre de nuestras retinas.

No es fácil ver al lince en estas tierras. En toda la comarca quedan 70 ejemplares, y sólo el año pasado murieron 21 entre Doñana y Sierra Morena, por enfermedad, atropellos y en manos de los furtivos. Pero de vez en cuando este espacio natural de más de cien mil hectáreas te depara alguna sorpresa. Y si no, que se lo pregunten a los habitantes de Hinojos, que hace unos cinco años leyeron en prensa que la Atlántida, el continente perdido al que se refería Platón en sus textos, podría haberse situado en pleno corazón del parque natural. Varias polémicas, excavaciones y documentales después, la duda sigue sembrada.

Foto: National Geographic

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Nazca desde el aire

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Tras los colores y sabores múltiples de Cuzco, regresamos a Lima. Pasamos un día paseando por el mercado indígena, salimos de copas por el barrio de Barranco, y finalmente llegó el momento de partir a Nazca. Estábamos tan sólo a unas horas de viaje por carretera, así que dejamos un momento que nuestros anfitriones peruanos nos advirtieran de la corrupción que campa por sus anchas en el cuerpo de policía, de la gran cantidad de accidentes de avioneta que se producen al año, del estresante tráfico para salir de la ciudad, etc. En realidad les hacía mucha ilusión que saliéramos a explorar y conociéramos las famosas líneas de Nazca, pero también era divertido exagerar. Charo nos abrazó y nos despedimos por otro par de días.

Recuerdo que alquilar el coche no fue fácil, pero al final, cuatro pasajeros se acomodaban en sus asientos mientras hacia delante se extendía la Panamericana Sur, otra de esas carreteras míticas junto con la Mother Road de América o la Transiberiana. La Panamericana mide aproximadamente 25.800 kilómetros de largo, vincula a casi todos los países del continente americano y en su trazado sur acerca la región de Lima hasta la frontera con Chile. En lo que a nosotros respecta, teníamos que pasar por Cañete, Chincha, Ica y Nasca.

No habíamos hecho más que comenzar el viaje, cuando la policía nos para en medio de la autopista. Recordamos lo que nos habían dicho en Lima: “no hagáis tonterías con el coche”, “no llaméis la atención”, “os pedirán dinero”… No sabíamos qué habíamos hecho, pero poco importaba. El agente venía hacia nosotros arrastrando sus pies pesadamente por el asfalto, y de mala gana nos pide los papeles. Le enseñamos el contrato, el permiso de conducir, el seguro, los pasaportes. El tío venga a mirarnos las caras, incluso a Annette y a mí, que conteníamos la respiración con cara de no haber roto un plato. Nos pidió que abriéramos el maletero, nos abrió las bolsas, nos miró la guantera, buscó en el asiento de atrás… Y finalmente nos dejó marchar. Quizás buscaba a otra gente, quizás sólo nos hacía perder tiempo esperando una propina…

La Panamericana es una carretera en buen estado, toda asfaltada y sin tráfico excesivo. Es una ruta desértica que sin embargo está bien surtida de señales, restaurantes y gasolineras. Ahora es inevitable compararla con la carretera 66, en la que sí hay que planificar un poco las paradas para repostar. Comimos en Cañete y dormimos en Wasipunko, un hostal ecológico que nos resultó encantador: una ranchería de los años 50 reconvertida en albergue rural, comprometida con el medio ambiente y la gastronomía local; una huerta de la que coger los alimentos para la cena y una granja para deleite de los niños. Sin embargo, lo mejor, el silencio.

Al día siguiente, en el aeropuerto, la emoción te embarga cuando divisas la minúscula avioneta que te llevará por los aires. Una vez encendido el motor, la comunicación es imposible, y los cuatro nos hacemos gestos, señalamos la ventanilla y nos reímos hasta que, tras el despegue, un par de movimientos rápidos hacen que desista de mirar a mis compañeros continuamente: comienzo a marearme, y mucho. Veo las bolsas de cartón delante de mi asiento, y ahora entiendo su importancia. Trato de concentrarme en el paisaje: Nazca chiquitita tras la ventana de juguete. No se pueden hacer fotos, la avioneta se mueve bastante y el vidrio quita toda la gracia, así que hago un esfuerzo para retenerlo todo en la retina. El piloto se da la vuelta y nos dice que ahora veremos la primera figura: la ballena. ¡Increíble! Cuántas preguntas… ¿Por qué, cómo, quién?

A partir de aquí, la avioneta hace giros imposibles para acercarse a las gigantescas líneas, que desde el aire se ven perfectas: unos trapecios, un hombre-astronauta, un mono, un cóndor, una araña, un colibrí, unas manos… Unas se ven mejor que otras, y en algunas ocasiones tienes que estar muy atento, porque es fácil perdérselas. Al fin y al cabo el vuelo dura poco más de media hora, pasamos muy rápido y cuando te quieres dar cuenta, ya estás sobrevolando la siguiente, y la otra y la otra… Puede que te preguntes quiénes fueron estos artistas que crearon estos dibujos en el desierto de la pampa, unas señales de carácter astrológico o místico que quizás sólo podían ser para disfrute de los dioses.

Un golpe seco en la pista de aterrizaje te sacará de tus pensamientos, y entonces te darás cuenta de que el viaje te ha sabido a poco, que la visita es sólo el comienzo, el inicio de una búsqueda, y que ahora eres sólo un turista atrapado entre misterios.

Nazca

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Cuzco: tras los pasos del Inca Garcilaso

Tantos años escribiendo sobre el Inca Garcilaso en El Día de Córdoba y un buen día me encuentro en la ciudad en la que nació. Cuzco, la que fue capital del imperio incaico, está marcada por el paso de este célebre personaje. Su nombre aparece en las crónicas, en libros históricos, en las lápidas de los monumentos, en los cuentos y leyendas de los guías turísticos. Hijo de un capitán español y una princesa inca, este mestizo ilustre al que apodan el “príncipe de los escritores del Nuevo Mundo” tenía buenos ingredientes literarios: la sangre de los incas por sus venas, mezclada con la de su tío abuelo Garcilaso de la Vega; la historia de amor -y separación- de sus progenitores, la buena posición militar de su padre, la época que le tocó vivir y la curiosa relación que estableció entre dos ciudades tan dispares y alejadas cuando, a los 19 años, dejó su Perú natal para establecerse en Montilla (Córdoba) en casa de su tío. Fruto de ese legado, en la Casa del Inca, su morada española, ondean todavía las banderas de Perú y de los pueblos indígenas.

Cuzco es encantadora para recorrerla caminando, perdiéndose por sus calles de grandes adoquines. Es una ciudad colorida, en la que puedes tropezarte con músicos peruanos, campesinos que van acompañados por sus llamas, jóvenes de mirada inquietante que te ofrecen droga cuando cae la noche, mendigos que se acercan a la Plaza de Armas buscando en el turista su única salida a la pobreza y su callada soledad, niños que no van a la escuela para pedirte dinero o golosinas, abuelas arrugadas que parecen frágiles muñequitas, edificios señoriales, iglesias, palacios encajados en asombrosos muros de piedra…

Cuzco huele a mate, a tierra y a piedra fría, y los colores del arco iris se adivinan en las ropas, las banderas y los puestecillos callejeros. Sabe a cuy y a hornos encendidos, y suena a flauta andina. En los días que pasamos con ella tuvimos ocasión de ver danzas folklóricas, visitar la Catedral -con su Cristo de los Temblores- y buscar figuras imposibles en las paredes de asombrosos bloques de piedra unidos de manera prodigiosa. Vuelven a aparecer las leyendas de los incas y las hipótesis de extraterrestres.

En las cercanías de Cuzco, aún quedaba sorprendernos por la misteriosa arquitectura de otras construcciones: Tambomachay, templo dedicado al agua; Puca Pucara, albergue colectivo que ofrecía posada y alimentos a los viajeros; Q’enqo, templo dedicado al puma, que representa la vida presente, y Sacsayhuamán. El joven Inca Garcilaso, que se había criado devorando libros y soñando con las armas y los caballos, no fue ajeno a la belleza de estos conjuntos. En Sacsayhuamán jugaba de pequeño, explorando sus laberintos con la ayuda de un ovillo de hilo, que dejaba atado a la puerta y luego seguía, cual Teseo en el laberinto del Minotauro. Muchos años después, Garcilaso ha sido el que mejor ha descrito esta fortaleza que fue, según sus palabras, «casa del Sol, de armas de guerra, como lo era el templo de oración y sacrificios”.

Cuzco

Cuzco

Cuzco

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Huayna Picchu: atalaya privilegiada de la Ciudad Perdida

Viajar en tren siempre es fascinante. Ya sean trayectos cortos o grandes periplos, un asiento junto a la ventanilla me ha invitado siempre a la ensoñación, a extasiarme con el paisaje y sentirme afortunada por el mundo que se despliega ante mis ojos. Es una vida en movimiento, un mundo circulante que no para nunca; que siempre está en movimiento aunque tú tengas que bajarte en la próxima parada. Por ello, el día que iba a encontrarme con Machu Picchu sonreí al ver el maravilloso tren azul que nos esperaba, radiante, en el andén de Ollantaytambo. Volvíamos de ver las maravillosas ruinas incas de este pueblito, situadas a casi 3.000 metros de altitud; unas espectaculares terrazas y una fortaleza que se conocen por ser el único lugar donde los conquistadores españoles perdieron una batalla.

Recuerdo la enorme roca negra tallada, las piezas encajadas como en un rompecabezas gigante que formaban una muralla hermosa, soberbia. Nos perdimos por sus recovecos y nos mareamos con tanta luz entre montañas. Mientras, pensabas en Pizarro pisando aquellas rocas pulidas, los caballos resbalando mientras Manco Inca les lanzaba encima una lluvia de flechas, lanzas y piedras. Después, fue el agua vertida a través de multitud de canales la que anegó aquellas tierras en un plan maestro que acabó obligando a los jinetes a precipitarse en retirada.

En esto pensaba cuando subimos al tren hacia Machu Picchu. Habíamos comprado unos billetes sencillos, ni en el tren de lujo ni en el que llaman “de mochileros”, queríamos reservar fuerzas porque sabíamos que nos esperaba la Ciudad Perdida y un largo camino a pie a considerable altura. El trayecto es uno de los más bonitos que un tren puede recorrer. Con amplios cristales que permiten disfrutar del paisaje, el Peru-rail te lleva a la ciudad enigmática siguiendo el Camino Inca. Vas atravesando la jungla, emborrachándote con el verde intenso del bosque, observando las orquídeas, poniendo tu mente en blanco ante el fluir cantarín del río Urubamba y el adorno perfecto de los cantos rodados. Te mece el traqueteo incesante del trenecito, y hasta deseas no llegar nunca; no al menos tan rápido, porque Machu Picchu es una promesa tan dulce… un sueño que ya tocas con los dedos en una espera deliciosa.

Después de un par de horas y otro trayecto caminando, el sueño se materializa, y te encuentras por fin en aquel lugar sagrado sintiendo toda la energía de la Vieja Montaña. Es mucho mejor que en las postales de recuerdos, mucho más bello que en las fotos de internet. Machu Picchu es una ciudad vacía que parece esperar algo. Dicen que la abandonaron con prisas, que quizás fue residencia del Inca, que sirvió de centro ceremonial y que nunca se nombra en las crónicas españolas. La ciudad, en aquel entorno tan privilegiado con toda la perfección de la naturaleza a sus pies, nunca fue advertida por los conquistadores. Quedó olvidada entre la maleza, y cuando la descubrió Hiram Bingham, el pequeño grupo de exploradores tuvo que abrirse camino por ella a machetazos. Ahora sólo la pueblan las llamas, que tranquilamente miran la puesta de sol mientras los últimos turistas se alejan. La tentación de quedarte en Machu Picchu es tan grande, que hay un fuerte dispositivo de seguridad que revisa a conciencia el Templo del Sol, los baños ceremoniales, las tumbas, las casas, la plaza Sagrada, los graneros… Está prohibido pasar la noche en la Ciudad Perdida y es inútil intentarlo, no hay dónde esconderse.

Lo que sí puede hacerse, si Machu Picchu te enamora, es mirarla desde todos los puntos de vista. Y uno verdaderamente especial es el Huayna Picchu -en quechua, la Montaña Joven-. Marc fue el único que se aventuró a esta excursión, que exige mayor esfuerzo físico. Al día siguiente, cuando todos dormíamos, dejó su cama en el agradable hotelito de Aguascalientes para visitar el Huayna Picchu el primero. Eran las cinco de la mañana, y aún no había amanecido. Cuando alcanzó la enorme puerta que guardaba la montaña, ya había personas esperando. Me contó que abrió el cerrojo y se precipitó corriendo montaña arriba, como una exhalación. Medio furioso, iba pensando que no se había levantado a aquellas horas para ir al lado de turistas. Y así consiguió llegar a la cima solo, pasando por un camino estrecho y maltrecho, escarpado y sin barandas, y corriendo llegó a su meta, y pudo observar Macchu Picchu a sus pies. Se sentó un momento a disfrutar de esa soledad conquistada. Ya había amanecido y la ciudad inca estaba despertándose entre bostezos de silencio y rumor de pájaros.

Dicen que estas ruinas tienen forma de cóndor, el animal que representaba la vida superior para esta civilización tan asombrosa. Desde el Huayna Picchu, Marc miró por última vez el yacimiento, y dice que pensó en los incas, un pueblo que aún nos asombra por sus conocimientos de astrofísica, arquitectura, geometría y matemáticas.

Machu Picchu

Machu Picchu3

Desde el Huayna Picchu

Subida al Huayna Picchu

Dónde comer y dormir en Ollantaytambo

Dónde dormir y comer en Aguascalientes (Machu Picchu)

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Willoq: los últimos descendientes de los incas

Mercado improvisado en Willoq

Una de las experiencias más inolvidables que recuerdo del viaje a Perú fue conocer a la comunidad Willoq, en el Valle Sagrado de los Incas. Este pequeño grupo de personas, de los que dicen que son los últimos descendientes de aquella fascinante civilización que en los tiempos antiguos dominaba los territorios que ahora corresponden a Perú, el sur de Colombia, Ecuador, Bolivia, la mitad norte de Chile y el noroeste de Argentina, tiene su hogar en un rinconcito en la montaña, cerca de Cuzco -la que fue capital del imperio-, y tienen poco contacto con el mundo occidental. De hecho, este año se cumplen dos décadas de la primera visita de extranjeros a esta comunidad indígena. Aún hoy, a pesar de encontrarse a sólo 45 minutos de Ollantaytambo, es un destino poco sonado para el turismo. Sin embargo, es frecuente que nos encontremos con los hombres de Willoq en las proximidades del Camino de los Incas, el que acaba en Machu Picchu, puesto que suelen trabajar como porteadores.

Era un domingo de octubre de 2005. Cogimos un vuelo interno Lima-Cuzco, y después un autobús. Tras una parada de urgencia en la comisaría de Poroy para ir al lavabo ante la mirada divertida de los dos guardias que custodiaban aquel puesto de vigilancia desangelado en medio del camino -nos empezaba a hacer efecto el mate de coca con el que pretendíamos prevenir el mal de altura- y la visita al alegre mercado de Chinchero, aquella tarde enfilamos el abrupto camino de tierra hacia Willoq, que no hacía más que subir. Al llegar, la estampa no podía ser más impresionante: tras un recodo de la montaña, las gentes de Willoq se movían de aquí para allá, dando vida a aquella explanada perdida con sus chillonas ropas de colores. Los niños en seguida comenzaron a correr hacia nosotros, alegres porque sabían que les llevábamos pan, un alimento que ellos no pueden tener porque carecen de hornos.

Empezamos a explorar su hogar con cautela, mostrándonos prudentes y discretos, pero ellos ya habían improvisado un mercado al aire libre en una parcela donde los jóvenes juegan al fútbol. Nos pareció magia: un par de minutos y todo el campo estaba lleno de sus mantas, bolsas, gorros y cinturones de lana. Después, cuando ellos decidieron, lo recogieron todo y volvieron a sus casas, y nosotros recorrimos la zona acercándonos un poco a su vida cotidiana. Algunos nos enseñaron sus chozas por dentro: un habitáculo minúsculo con espacio para la lumbre y poco más. Afuera, las patatas almacenadas para el invierno en un agujero en la tierra, y algún cerdito correteando alrededor.

Pero lo más maravilloso son sus conocimientos ancestrales, la cultura incaica que han mantenido y transmitido a sus nuevas generaciones. Practican una religión católica mezclada con sus creencias de otro tiempo, que los han convertido en seres supersticiosos que vinculan la Virgen María con la Pachamama (madre Tierra) y a la que presentan ofrendas relacionadas con los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Van vestidos con sus ropajes rojos y negros, los colores de la semilla de la suerte, y tienen a un curandero que atiende a las embarazadas y a los enfermos sin más utensilios que su sabiduría heredada y su capacidad de psicólogo. Cuando el feto viene mal, es capaz de voltearlo con unos precisos movimientos que le hace a la madre, tumbada en una manta. En cuanto a las enfermedades, las detecta sacrificando a un cui -una especie de conejillo de indias, muy apreciado por ellos, que crían en cautividad en sus casas-. El curandero lo refriega por la barriga del enfermo, lo abre en canal, y según salgan sus vísceras, sabrá qué clase de mal padece la persona.

Hablan en quechua, con lo que comunicarse con ellos es prácticamente imposible, pero poseen la generosidad e inocencia de los pueblos de antes, y no tienen problemas en compartir sus papas y habas con desconocidos. Tienes sentimientos encontrados cuando pasas un tiempo con ellos. Te sientes agradecido, pero a la vez triste, porque te das cuenta de cuánto saber hemos perdido con el progreso, cuántas culturas se han quedado por el camino, y cómo volvemos una y otra vez a cometer los mismos errores.

willoq

willoqEn las proximidades de Chinchero

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Lima: el damero de Pizarro

Cuentan las crónicas que cuando Francisco Pizarro llegó a Lima la bautizó como Ciudad de los Reyes. Para algunos autores, su nombre proviene del aymara y significa “flor amarilla”. A mí la metáfora que más me gusta es la que relaciona a Lima con un gigantesco tablero de ajedrez, un conjunto de solares perfectamente armonizados que debían distribuirse alrededor de la Plaza Mayor, puesto que Pizarro, si la leyenda es cierta, decidió con un rápido trazado de su espada sobre la arena dónde se ubicaría la plaza, el Cabildo y la Catedral. Como en un juego de tronos ambientado en el siglo XVI, Lima vio nacer las primeras casas en las cercanías del río Rímac. Su destino era convertirse en el poderoso centro comercial de las colonias españolas, de modo que después de la fundación de la ciudad, los conquistadores siguieron desperdigándose por el territorio americano. El damero de Lima no era suficiente para los aventureros de ultramar, que continuaron representando su juego de estrategia en el tablero del Nuevo Mundo, que parecía infinito.

El primer encuentro con Lima lo recuerdo brumoso y triste. Pisamos suelo peruano un día de finales de octubre de 2005, a las cinco y media de la mañana, un tanto desorientados por el largo vuelo, las horas de retraso y el sueño tantas veces interrumpido. Era mi primer viaje transatlántico, así que aquella fría bienvenida gris y aletargada del aeropuerto, aderezada con un poco de lluvia que apenas calaba, no me importó en absoluto. Sí, estaba emocionada.

Mientras la van nos conducía por Lima, miraba absorta la que me pareció una de las zonas más deprimidas de la ciudad: un paisaje desolado sin tráfico ni transeúntes, la basura en las playas, casitas abandonadas con sus fachadas de colores gastándose al sol en tonos rosa, azul y verde limón, que sin embargo no me parecieron alegres. Un poco más adelante, las grandes avenidas con multitud de bares, clubes, centros comerciales anunciados con luces de neón, una estética de moteles de carretera.

Como ciudad de contrastes que es, Lima también nos enseñó, orgullosa, sus barrios residenciales: el señorío de Miraflores, los jardines con su césped cortadito y las rotondas perfectas, los apartamentos de diseño con los serviciales señores porteros, los restaurantes especializados en ceviche, la otrora prestigiosa playa de la Herradura y el famoso Puente de los Suspiros, donde dicen que van todos los enamorados.

Cuando paseas por Lima vas siempre con un ojo puesto en tu espalda. Sobre todo cuando tu anfitriona te cuenta los casos de secuestro a plena luz del día, y recela de los taxistas “no oficiales”, y te lleva a cambiar los dólares a un señor “de confianza”, y hace que nos espere el vehículo en la puerta y nos prohíbe explorar la ciudad más allá de los barrios alegres y bellos de los limeños de bien, y cuando te confiesa que lleva un spray de autodefensa en el bolso. Pero, por encima de ello, te acabas de convencer cuando dejas atrás el Puente de los Suspiros y de pronto un guardia armado te grita desde las alturas que adónde vas. Y tú le dices que a dar una vuelta, y él te contesta, con semblante serio, que por ese camino que llevas se va a la playa, y que no es segura. Hay un momento de indecisión, un breve silencio seguido de un rápido proceso democrático, y al final, la mayoría decide que no vale la pena comprobar qué clase de macarras tienen conquistada esta orilla del océano.

Así las cosas a la hora del almuerzo me encontré sentada en un restaurante con un pisco-sour en la mano. Esta bebida, estandarte de la cocina del oeste sudamericano, es un cóctel explosivo que puede llevar licores, lima, sirope, clara de huevo y angostura. Nunca sopeso las consecuencias que pueda tener el alcohol en mi pobre estómago inexperto, pero en esta ocasión, verdaderamente se me fue la cosa de las manos, y al poco rato ya me sentía extraña en mi propio cuerpo. Me pregunté a mí misma qué hacía allí tan lejos de casa. Me dio una llantina tan fuerte que me tuve que regresar al hotel. Migrupo, compuesto principalmente por Jordi y Nuri, Marcel y Annette y Charo -Marc tuvo que hacerme forzosa compañía-, continuó esa tarde explorando edificios coloniales y ruinas, mientras yo sollozaba estúpidamente entre sábanas inmaculadas con olor a suavizante industrial.

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Lorca, un año y medio después del terremoto

Lorca es una ciudad de casi cien mil habitantes. Es el segundo municipio más extenso de España; tiene una peculiar Semana Santa que está declarada Fiesta de Interés Turístico Internacional, es el pueblo que atesora el mayor número de yacimientos arqueológicos de la región de Murcia; un buen lugar para salir de senderismo y al que después regresar para degustar el chato murciano. También es dueña de un hermoso castillo –parador nacional– y de una sinagoga que cuenta con el valor de no haber sido “profanada” por otros cultos diferentes al hebreo, ya que fue sepultada y posteriormente rescatada en perfectas condiciones. Sin embargo, mucha gente pensó en Lorca por primera vez cuando la tierra tembló, hace ahora un año y medio, y su nombre encabezó portadas y telediarios.

A pesar de que las ayudas llegaron con un año de retraso, pese a que muchas familias vivieron una tragedia cuando se vieron en la calle y que cientos de escolares tuvieron que continuar sus estudios en otro centro porque el suyo quedó inutilizado tras el seísmo, Lorca ha vuelto ya a la normalidad sin aspavientos, resignada a explicar a los nuevos turistas las historias del terremoto; doliéndose del destrozo en su patrimonio -el campanario de la iglesia de San Diego, el Palacio de Guevara, la iglesia de Cristo Rey, el Convento de San Francisco…-, anestesiada ya ante la vista de los apuntalamientos que continúan sosteniendo muchos edificios y resuelta a pasear por el castigado barrio de la Viña mirando de frente a los solares vacíos. Ahora el drama continúa en las familias que aún están de alquiler porque no han podido volver a sus casas. Bloques enteros se vinieron abajo con los dos seísmos, y algunos parece que no se volverán a construir, al menos con las mismas características que antes. Cuando por fin la ayuda llegó, muchos propietarios manifestaron a su comunidad de vecinos que no estaban dispuestos a hacer el piso de nuevo; preferían vivir con sus padres y dedicar el dinero a otra cosa. Así que ahora algunos han encontrado una pequeña ilusión en la esperanza de iniciar un proyecto nuevo, mientras otros siguen de alquiler o de prestado y al pasar por su calle de toda la vida continúan viendo los escombros. ¿Cómo poner de acuerdo a toda una comunidad de vecinos? Todo indica que este panorama, si no hay quien lo regule, dará para largo.

Para colmo, la sospecha de la mala gestión de las ayudas persigue al gobierno regional. Algunas voces han denunciado que parte de las ayudas recibidas de la Unión Europea se han quedado “para tapar agujeros” y no han llegado a los damnificados. Otros trasladan el problema al gobierno central, criticando que le dejara al de Murcia la papeleta de tener que sufragar la mitad de los gastos de la reconstrucción. Mientras, un 30% de los comercios de la ciudad están cerrados, dos institutos todavía sin iniciar las obras y además continúan los derrumbes como consecuencia del terremoto.

Más afortunados han sido nuestros amigos Pedro y Marihuertas, que tras un período en casa de los padres y otro breve de alquiler, han podido regresar a su casa tras unas obras de enjundia. A él el primer terremoto le pilló trabajando, pero no sintió nada. A ella, en casa, y cuando vio que sus muebles se movían y se caían los objetos, cogió a sus dos hijas y salió a la calle, donde les alcanzó el segundo seísmo. “Mamá, no hables más del terremoto, que me entrarán otra vez ganas de llorar”, le pide Rocío. Marihuertas sonríe levemente; a los adultos tampoco nos gusta recordar cosas desagradables. Pero hoy tenía ganas de sacar a relucir el nombre de Lorca, donde siempre me he sentido tan bien acogida, y por eso tenía que decir algo que allí es toda una obviedad: que no todo se ha arreglado en Lorca, ni mucho menos. Que queda aún mucho por hacer. Y por denunciar.

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Un viaje por el universo Piazzolla

Tango (Cia CobosMika) from CLUC on Vimeo.

Hacía tiempo que teníamos compradas las entradas para el espectáculo de danza al que asistimos ayer en el SAT!, el teatro de Sant Andreu, que se está convirtiendo en una de las salas alternativas más importantes de Barcelona para las artes escénicas. Fue inevitable recordar las crónicas y críticas de danza que escribía hace varios años; un día se me ocurrió comentar que hice mis pinitos como aspirante a bailarina, y a partir de entonces se me asignó -con gran regocijo por mi parte- esta tarea. Anoche se me acumulaban estos pensamientos mientras las luces se apagaban y los músicos aparecían en escena: dos violines y una viola; un violoncello, un piano y un contrabajo. Junto a ellos, tres personas sentadas inmóviles en sus sillas.

Tango se anunciaba como un homenaje a Astor Piazzolla, una propuesta que idónea ahora que se cumplen 20 años de la muerte del compositor. Cuando hay una efeméride así es normal que músicos, coreógrafos, cantantes o incluso escritores insistan en inspirarse en la figura en cuestión, algunos de manera más acertada que otros: siempre hay quien lo presenta de manera forzada. En el caso de la compañía CobosMika, me pareció que realmente lo estaban homenajeando de verdad, puesto que la música del maestro es la auténtica protagonista del espectáculo. Los bailarines se enfrentaron, durante 60 minutos, a la difícil tarea de dotar de contenido al universo Piazzolla, pero su puesta en escena no eclipsaba las notas poéticas, pasionales o sentimentales del maestro. Un ejemplo de ello fue el hecho de que los bailarines esperasen sin mover un músculo hasta que acabó la primera pieza que interpretan los músicos. Así, los primeros minutos del espectáculo dejan que el imaginario del artista se esparza por la sala, además de conseguir de esta manera crear expectación.

Una vez que los tres bailarines entran en escena, los movimientos se suceden rápidos, ágiles, perfectamente coordinados. A veces tienes la impresión de que te hablan de amistad, otras veces ves el paso del tiempo, la vida que fluye cuando los bailarines cruzan de un lado a otro el escenario; pero, por encima de todo, tienes la certeza de que hay, como casi siempre, una historia de amor. Con una escenografía desnuda y un vestuario sencillo a más no poder con el que pasarían desapercibidos entre los transeúntes, como si quisieran conectar con aquellos toques de improvisación típicos del jazz que Piazzolla quería reflejar en sus obras, los tres bailarines nos ofrecen solos, paso a dos y paso a tres mientras sus movimientos se inspiran en el teatro, las artes marciales -recuerdan a la capoeira- o el tango, aunque en estos últimos eché en falta que no se detuvieran más.

Ahora acabo estas líneas apurando las horas del fin de semana, soñando con el próximo espectáculo mientras pienso en soledad y escribo acompañada por la lluvia. Como hubiera cantado Piazzolla si estuviese tocando ahora Los paraguas de Buenos Aires, “Pienso en quien vuelve hacia su casa / y en la alegría del frutero /y, en fin, lloviendo en Buenos Aires sigue, / yo no he traído ni paraguas, llueve, llueve.»

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