Una de las experiencias más inolvidables que recuerdo del viaje a Perú fue conocer a la comunidad Willoq, en el Valle Sagrado de los Incas. Este pequeño grupo de personas, de los que dicen que son los últimos descendientes de aquella fascinante civilización que en los tiempos antiguos dominaba los territorios que ahora corresponden a Perú, el sur de Colombia, Ecuador, Bolivia, la mitad norte de Chile y el noroeste de Argentina, tiene su hogar en un rinconcito en la montaña, cerca de Cuzco -la que fue capital del imperio-, y tienen poco contacto con el mundo occidental. De hecho, este año se cumplen dos décadas de la primera visita de extranjeros a esta comunidad indígena. Aún hoy, a pesar de encontrarse a sólo 45 minutos de Ollantaytambo, es un destino poco sonado para el turismo. Sin embargo, es frecuente que nos encontremos con los hombres de Willoq en las proximidades del Camino de los Incas, el que acaba en Machu Picchu, puesto que suelen trabajar como porteadores.
Era un domingo de octubre de 2005. Cogimos un vuelo interno Lima-Cuzco, y después un autobús. Tras una parada de urgencia en la comisaría de Poroy para ir al lavabo ante la mirada divertida de los dos guardias que custodiaban aquel puesto de vigilancia desangelado en medio del camino -nos empezaba a hacer efecto el mate de coca con el que pretendíamos prevenir el mal de altura- y la visita al alegre mercado de Chinchero, aquella tarde enfilamos el abrupto camino de tierra hacia Willoq, que no hacía más que subir. Al llegar, la estampa no podía ser más impresionante: tras un recodo de la montaña, las gentes de Willoq se movían de aquí para allá, dando vida a aquella explanada perdida con sus chillonas ropas de colores. Los niños en seguida comenzaron a correr hacia nosotros, alegres porque sabían que les llevábamos pan, un alimento que ellos no pueden tener porque carecen de hornos.
Empezamos a explorar su hogar con cautela, mostrándonos prudentes y discretos, pero ellos ya habían improvisado un mercado al aire libre en una parcela donde los jóvenes juegan al fútbol. Nos pareció magia: un par de minutos y todo el campo estaba lleno de sus mantas, bolsas, gorros y cinturones de lana. Después, cuando ellos decidieron, lo recogieron todo y volvieron a sus casas, y nosotros recorrimos la zona acercándonos un poco a su vida cotidiana. Algunos nos enseñaron sus chozas por dentro: un habitáculo minúsculo con espacio para la lumbre y poco más. Afuera, las patatas almacenadas para el invierno en un agujero en la tierra, y algún cerdito correteando alrededor.
Pero lo más maravilloso son sus conocimientos ancestrales, la cultura incaica que han mantenido y transmitido a sus nuevas generaciones. Practican una religión católica mezclada con sus creencias de otro tiempo, que los han convertido en seres supersticiosos que vinculan la Virgen María con la Pachamama (madre Tierra) y a la que presentan ofrendas relacionadas con los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Van vestidos con sus ropajes rojos y negros, los colores de la semilla de la suerte, y tienen a un curandero que atiende a las embarazadas y a los enfermos sin más utensilios que su sabiduría heredada y su capacidad de psicólogo. Cuando el feto viene mal, es capaz de voltearlo con unos precisos movimientos que le hace a la madre, tumbada en una manta. En cuanto a las enfermedades, las detecta sacrificando a un cui -una especie de conejillo de indias, muy apreciado por ellos, que crían en cautividad en sus casas-. El curandero lo refriega por la barriga del enfermo, lo abre en canal, y según salgan sus vísceras, sabrá qué clase de mal padece la persona.
Hablan en quechua, con lo que comunicarse con ellos es prácticamente imposible, pero poseen la generosidad e inocencia de los pueblos de antes, y no tienen problemas en compartir sus papas y habas con desconocidos. Tienes sentimientos encontrados cuando pasas un tiempo con ellos. Te sientes agradecido, pero a la vez triste, porque te das cuenta de cuánto saber hemos perdido con el progreso, cuántas culturas se han quedado por el camino, y cómo volvemos una y otra vez a cometer los mismos errores.
Fui de Ollantaytambo a Willoq, pero a las 6: 00 de la tarde y ya estaba oscuro. La carretera es terrible. Es una pena que en una región tan vendida al turismo haya comunidades con tantas precariedades y exista tanto abuso con los aborígenes como lo que vi en Cuzco y Machu Pichu
Com sempre, GENIAL!!!! I com diu el teu «manso» no deixis d’exprèr el cervell, que en volem més.
Muy bonito chiqki. Sigue exprimiendo q nos gusta. Mandaselo a Nuri i Marcel