Viajar en tren siempre es fascinante. Ya sean trayectos cortos o grandes periplos, un asiento junto a la ventanilla me ha invitado siempre a la ensoñación, a extasiarme con el paisaje y sentirme afortunada por el mundo que se despliega ante mis ojos. Es una vida en movimiento, un mundo circulante que no para nunca; que siempre está en movimiento aunque tú tengas que bajarte en la próxima parada. Por ello, el día que iba a encontrarme con Machu Picchu sonreí al ver el maravilloso tren azul que nos esperaba, radiante, en el andén de Ollantaytambo. Volvíamos de ver las maravillosas ruinas incas de este pueblito, situadas a casi 3.000 metros de altitud; unas espectaculares terrazas y una fortaleza que se conocen por ser el único lugar donde los conquistadores españoles perdieron una batalla.
Recuerdo la enorme roca negra tallada, las piezas encajadas como en un rompecabezas gigante que formaban una muralla hermosa, soberbia. Nos perdimos por sus recovecos y nos mareamos con tanta luz entre montañas. Mientras, pensabas en Pizarro pisando aquellas rocas pulidas, los caballos resbalando mientras Manco Inca les lanzaba encima una lluvia de flechas, lanzas y piedras. Después, fue el agua vertida a través de multitud de canales la que anegó aquellas tierras en un plan maestro que acabó obligando a los jinetes a precipitarse en retirada.
En esto pensaba cuando subimos al tren hacia Machu Picchu. Habíamos comprado unos billetes sencillos, ni en el tren de lujo ni en el que llaman “de mochileros”, queríamos reservar fuerzas porque sabíamos que nos esperaba la Ciudad Perdida y un largo camino a pie a considerable altura. El trayecto es uno de los más bonitos que un tren puede recorrer. Con amplios cristales que permiten disfrutar del paisaje, el Peru-rail te lleva a la ciudad enigmática siguiendo el Camino Inca. Vas atravesando la jungla, emborrachándote con el verde intenso del bosque, observando las orquídeas, poniendo tu mente en blanco ante el fluir cantarín del río Urubamba y el adorno perfecto de los cantos rodados. Te mece el traqueteo incesante del trenecito, y hasta deseas no llegar nunca; no al menos tan rápido, porque Machu Picchu es una promesa tan dulce… un sueño que ya tocas con los dedos en una espera deliciosa.
Después de un par de horas y otro trayecto caminando, el sueño se materializa, y te encuentras por fin en aquel lugar sagrado sintiendo toda la energía de la Vieja Montaña. Es mucho mejor que en las postales de recuerdos, mucho más bello que en las fotos de internet. Machu Picchu es una ciudad vacía que parece esperar algo. Dicen que la abandonaron con prisas, que quizás fue residencia del Inca, que sirvió de centro ceremonial y que nunca se nombra en las crónicas españolas. La ciudad, en aquel entorno tan privilegiado con toda la perfección de la naturaleza a sus pies, nunca fue advertida por los conquistadores. Quedó olvidada entre la maleza, y cuando la descubrió Hiram Bingham, el pequeño grupo de exploradores tuvo que abrirse camino por ella a machetazos. Ahora sólo la pueblan las llamas, que tranquilamente miran la puesta de sol mientras los últimos turistas se alejan. La tentación de quedarte en Machu Picchu es tan grande, que hay un fuerte dispositivo de seguridad que revisa a conciencia el Templo del Sol, los baños ceremoniales, las tumbas, las casas, la plaza Sagrada, los graneros… Está prohibido pasar la noche en la Ciudad Perdida y es inútil intentarlo, no hay dónde esconderse.
Lo que sí puede hacerse, si Machu Picchu te enamora, es mirarla desde todos los puntos de vista. Y uno verdaderamente especial es el Huayna Picchu -en quechua, la Montaña Joven-. Marc fue el único que se aventuró a esta excursión, que exige mayor esfuerzo físico. Al día siguiente, cuando todos dormíamos, dejó su cama en el agradable hotelito de Aguascalientes para visitar el Huayna Picchu el primero. Eran las cinco de la mañana, y aún no había amanecido. Cuando alcanzó la enorme puerta que guardaba la montaña, ya había personas esperando. Me contó que abrió el cerrojo y se precipitó corriendo montaña arriba, como una exhalación. Medio furioso, iba pensando que no se había levantado a aquellas horas para ir al lado de turistas. Y así consiguió llegar a la cima solo, pasando por un camino estrecho y maltrecho, escarpado y sin barandas, y corriendo llegó a su meta, y pudo observar Macchu Picchu a sus pies. Se sentó un momento a disfrutar de esa soledad conquistada. Ya había amanecido y la ciudad inca estaba despertándose entre bostezos de silencio y rumor de pájaros.
Dicen que estas ruinas tienen forma de cóndor, el animal que representaba la vida superior para esta civilización tan asombrosa. Desde el Huayna Picchu, Marc miró por última vez el yacimiento, y dice que pensó en los incas, un pueblo que aún nos asombra por sus conocimientos de astrofísica, arquitectura, geometría y matemáticas.
Dónde comer y dormir en Ollantaytambo
Dónde dormir y comer en Aguascalientes (Machu Picchu)
Bello!
Maravilloso relato. Casi no hace falta verlo para apreciar su belleza.Tal es la sensibilidad de sus líneas.