En las montañas de ‘Bola de Dragón’

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Si vas a China tienes que ir a las montañas de Goku”, me dijeron. Así fue como empezamos a buscar información por internet. Las fotos que vimos eran espectaculares: colinas de una verticalidad increíble que emergían del río Li. Estaba decidido. Después de Xi’an, la siguiente parada debía ser Guìlín, ciudad que tradicionalmente ha sido el punto de partida de mochileros y viajeros ávidos de explorar estos impresionantes paisajes.

La serie manga Dragon Ball, aunque japonesa, está inspirada en una novela china, o para ser más precisos, en la novela china por antonomasia. Porque Viaje al oeste, de un autor anónimo del siglo XVI, viene a ser como el Quijote en España. Narra la mítica historia del monje Xuanzang, que a lo largo de su periplo hace amistad con tres seres inmortales: un mono llamado Sun Wukong, un duendecillo de agua al que denominan Sha Seng y un cerdo que responde por Zho wuneng. Todos juntos viajan a la India para recuperar unos textos sagrados.

En este paisaje de película llevamos tres días. Nada más llegar al pueblo de Yangshuo, del que dicen que posee los ríos y montañas más hermosos del mundo, nos subimos a una de las muchas balsas hechas de troncos de bambú y le dijimos a nuestro timonel que queríamos pasar dos horas surcando el río Li. La experiencia fue maravillosa. Después del ajetreo de las ciudades, por fin el tiempo accedía a detenerse un poco para nosotros, que enfocábamos la cámara hacia las bellas montañas azules, caprichosas formaciones kársticas que además tienen nombres deliciosos: la Montaña de la Media Luna, la Cueva del Buda Negro, el Cerro de los Cinco Dedos o el de Cabeza de Dragón.

El río Li discurría delante de nosotros con su color terroso, arrastrando cañas de bambú, algas y otros sedimentos. En las orillas se ven a los búfalos pastando tranquilamente en sus campos verdísimos, o revolcándose en el agua, juguetones. Los campesinos siguen con sus labores del campo, ajenos a nuestros ojos curiosos. Algunos llevan en sus balsas los cormoranes, las aves que les han ayudado a pescar durante más de 1.300 años. A nosotros nos parece que hemos llegado más lejos que nadie, o eso queremos creer. Soñamos que somos uno de los primeros exploradores de Yangshuo, y cuando el sol se pone y todo se envuelve en tonos anaranjados, rosas y violetas, ya no tenemos ganas de pensar en nada más. La nuestra es la última balsa que surca el río; por detrás de nosotros, la naturaleza reina. Vamos encendiendo a nuestro paso los cantos de las cigarras.

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Qin Shihuang, el emperador obsesionado por la inmortalidad

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Cuenta la leyenda que una mujer se hallaba en la ladera de una montaña, cuando de repente apareció volando un enorme dragón de los cielos. La señora se desmayó, y cuando despertó había salido el sol y estaba embarazada del que sería el primer emperador chino, Qin Shi Huangdi.

Este nombre ha pasado a la posteridad por muchas razones. Además de ser el responsable de la unificación de China, Qin Shi Huangdi subió al trono con 13 años, y fue el responsable de una de las mayores quemas de libros de la Historia, particularmente de obras literarias, filosóficas e históricas, pero respetando los tratados científicos y los de agricultura. Además, el hombre tuvo el detalle de conservar un ejemplar de cada obra quemada, que sólo era consultable por las autoridades. A este emperador se le atribuye la construcción de la Gran Muralla y el invento de la brújula.

Su gobierno fue de tipo totalitario, hecho que le granjeó muchos enemigos, de manera que lo intentaron asesinar en algunas ocasiones. El recurso del emperador fue buscar dobles que despistaran a los matarifes y guardar absoluto secreto acerca de en cuál de sus 260 palacios se encontraba. Quizás por este miedo a perder la vida el emperador pasó sus días obsesionado por la inmortalidad: organizó varias exploraciones en busca del elixir de la vida eterna, y dice la leyenda que encargó a uno de sus súbditos, al que llamaban Xu Fu, que se lo trajera, no sin antes obsequiarle con los más valiosos tesoros para ofrecérselos a los dioses. Pero más de diez años después, el preciado elixir seguía sin aparecer. Al emperador sólo le quedaba el consuelo de su tumba, que lo haría inmortal a los ojos de las civilizaciones venideras. Así, mandó construir 8.000 guerreros de terracota; un poderoso ejército a tamaño natural con caballos, carros de combate y armas auténticas que protegerían su alma. Mandó reproducir todos los ríos de China utilizando mercurio, y después lo cubrió todo con una bóveda que pretendía simular el cielo. Sólo así se quedó tranquilo.

El secreto permaneció guardado hasta la primavera de 1974, cuando tres campesinos que buscaban agua en los alrededores de Xi’An desenterraron con asombro la escultura completa de un guerrero. Hasta esta ciudad del norte hemos venido para contemplar si es verdad todo lo que dicen. Caminamos por las tres fosas y vemos guerreros soldados, oficiales, arqueros arrodillados y cabezas desparramadas. Pero lo más impresionante es que ciertamente es el retrato de un ejército real: no hay dos rostros iguales, ni siquiera coinciden los dibujos de las suelas. Tal es su realismo que sus ojos rasgados parecen no bajar la guardia mientras te desplazas por la sala. Estos curiosos guardianes de la vida de ultratumba aguardan, alertas, a que comience la batalla. Esperan la señal de su señor, que descansa dos kilómetros más al oeste, en el interior de una pirámide aún no completamente excavada, y según parece custodiada por trampas para evitar el saqueo, entre las que se incluyen ballestas que se disparan solas, muy a lo Indiana Jones.

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Suzhou: la ciudad que cautivó a Marco Polo

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En 1298, un prisionero de guerra tenía fascinados a todos sus compañeros en su cárcel genovesa. Era Marco Polo. En otro tiempo había hecho un largo viaje por tierras de Oriente, durante el que conoció al emperador de los mongoles, visitó palacios, templos dorados y minas de rubíes. Tanta fama llegó a tener, que sus coetáneos acudían a la prisión sólo para oírle hablar de aquellas maravillas.

Hay mucha leyenda en torno a estos exóticos viajes, pero parece ser que una de las ciudades que más le impresionaron fue Suzhou, surcada por canales, que al mercader le recordaban a su Venecia natal, por lo que dicen que la bautizó como “la Venecia de Oriente”. Actualmente hay que reconocer que ha perdido parte de su encanto, puesto que sólo quedan un par de ellos y el resto se ha convertido en calles transitables. No obstante, pasear por esta ciudad ya merece la pena para escaparse del bullicio de Shanghai. Suzhou propone la calma y la meditación en cualquiera de sus magníficos jardines cargados de historia.

Nosotros visitamos el Jardín del Administrador Humilde, que ocupa nada menos que más de cinco hectáreas, y te ofrece estampas muy bellas de estanques con plantas acuáticas gigantescas, pabellones, casa de té, pasarelas tortuosas y laberínticas, colecciones increíbles de bonsáis, juegos de agua y música tradicional china como banda sonora de fondo.

Por la noche paseamos por una de las vías más antiguas de la ciudad: Pingjian Lu, una callecita peatonal que bordea el canal y en la que hallas la esencia de la Suzhou de entonces. Nos detuvimos en un puestecito cualquiera y pedimos un surtido de las deliciosas húntün, unas bolas de masa que tienen formas, tamaños y colores diferentes. La cocina china tenía, aún, muchas cosas preparadas para sorprendernos. Casi te sonrojas cuando piensas en los rollitos de primavera y el arroz tres delicias que se cree que se come aquí. Una vez más, el viaje te abre los ojos. Ahora eres consciente de que al volver sabrás descubrir mejor los engaños.

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El tren más poblado del mundo

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Vamos a bordo de un tren camino de Suzhou. Viajamos al estilo chino: sin asiento asignado. En realidad no ha sido premeditado, pero como ni nuestro inglés ni el de la empleada china de la estación eran muy buenos, esto ha sido lo único que hemos podido conseguir. El trayecto sólo dura una hora y media, pero ¡qué larga! Preguntamos a dos o tres pasajeros para encontrar nuestro vagón, pero una vez allí, no sabíamos dónde ubicarnos. Somos los únicos extranjeros, y los chinos se divierten mirando nuestra cara de desconcierto. Aún buscamos como dos ilusos nuestras butacas, mientras nuestra maleta ocupa totalmente el estrecho pasillo y un empleado del tren espera pacientemente que nos apartemos para pasar con el carrito de comida.

No hay ni un asiento libre, y mucha gente está de pie como nosotros. Hay adultos y jóvenes que charlan animadamente, familias enteras con niños pequeños que sorben con parsimonia sus fideos calientes, adolescentes coquetas y bártulos, muchos bártulos. No hay sitio ni para quedarse en vertical. Cada vez que pasa el carrito con las bebidas y la sopa de noodles, nosotros nos apretujamos como podemos, casi me siento encima de los otros viajeros. Entonces lucho por convertirme en un papelillo de fumar, pienso en algo liviano y contengo la respiración… Es agotador. El carrito pasa una vez y otra y otra, tropezando con las maletas que ya no caben en los compartimentos superiores y se dejan bajo los asientos.

No esperábamos ninguna clase de compasión por parte de nuestros acompañantes, pero un joven que nos ha estado observando calladamente nos explica ahora, como puede, que nos han vendido un billete para ir de pie, pero que nos deja el suyo porque él se apea en una estación intermedia. Este gesto lo agradecemos como si nos hubieran dado de beber en medio del desierto. A todo esto yo había conseguido también un asiento que se había desocupado, lo cual mejoró nuestra situación, porque me puse la maleta entre las piernas -obligando a una señora a que quitara por fin sus pies descalzos de mi asiento mullido-, y ahora era Marc el único que obstaculizaba el pasillo. Durante unos momentos fuimos felices, pero pronto regresó el chico que había ido a por agua y el chino que iba a mi lado me dijo, riendo, que el asiento no era mío. Obviamente se lo devolví, y así seguimos, alternando ratos en pie y ratos sentados, en función de que los viajeros se levantasen para ir al baño o calentarse la sopa. A estas alturas ya hemos comprendido que esta práctica es común en China cuando se viaja en tren. Cuando van varias personas juntas, incluso para largas distancias, es frecuente que compren sólo uno o dos asientos y literas y que se las vayan dejando por turnos. El resto se apaña como puede de pie o sentados en el suelo.

Los trenes de China deben ser los más poblados del mundo, o al menos esa sensación tenemos. El espacio se aprovecha al máximo, y cuando ya parece que no sabe ni un alfiler, puede aparecer una abuelita cargada de cubos de plástico y maderas -¡a saber para qué!-, y entonces la lía. Esto parece ser demasiado hasta para ellos mismos, y la gente ríe cuando una vez más el carrito de la comida pide paso. La viejecita tiene la frente cubierta de gotitas de sudor; lleva una camisa blanca rajada y para más inri viaja con su nietecito, que ajeno al apuro de la abuela, ya se ha acomodado en su asiento con satisfacción.

Finalmente, el personal acude en su ayuda y le guarda los tablones y los cubos. Y así los últimos quince minutos transcurren algo más tranquilos a bordo de este tren, del que podría decirse que no es apto para claustrofóbicos. 

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El mirador más alto está en Shanghai

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El mirador más alto del mundo está en Shanghai. Aunque no es el rascacielos más alto del planeta, sí ostenta este récord en cuanto a su observatorio, situado en la planta 100 del Shanghai World Financial Center y con impresionantes pasarelas de cristal que recorres para ver la ciudad a tus pies. Visitamos el Pudong de noche, intentando adivinar qué edificio ganaba en altura. A ras del suelo es imposible saberlo, incluso la vista te engaña con ilusiones ópticas. Actualmente el rascacielos más alto del mundo está en Dubai, pero Shanghai, que no quiere quedarse atrás en la lista de los récords Guiness, está culminando ya las obras del que será el segundo rascacielos más cerca del cielo: la Shanghai Tower, cuyas obras acabarán en 2015.

Resulta curiosa esta competencia por la altura, este gusto por las etiquetas “el más…”, tanto derroche de soberbia… En Pudong, los ricos de la ciudad se pasean con sus bolsas de ropa de marca y sus ojos ocultos tras las gafas de sol. Pero sólo a dos paradas de metro, una vez que se cruza a la otra orilla del río, la escena ya es bien diferente: motos que circulan sin luz y transportan a tres pasajeros -sin casco, por supuesto-, conductores que se protegen del sol con una toalla sobre la cabeza, tenderos que dormitan en una butaca en el medio de la acera, torsos desnudos por doquier, transeúntes que escupen a tu lado, hedores varios. Pero como ya es el tercer día en Shanghai, esas cosas ya no te molestan, e incluso agradeces pequeños gestos de deferencia hacia ti, que no eres más que un turista desorientado, un insignificante mosquito en la ciudad más poblada del mundo.

También asombra el caos del tráfico, que me recuerda a El Cairo. En ambas ciudades tienes la sensación de que la vida humana vale muy poco; la sensación se inseguridad viene dada porque aquí no importa de qué color esté el semáforo. En cualquier momento pueden embestirte, por la izquierda o la derecha, motos silenciosas o ciclistas que circulan en sentido contrario. El tránsito de coches, motos, bicis y rickshaws prácticamente se regula a sí mismo, las normas básicas de circulación son muy laxas, y para integrarte debes hacer como ellos: lanzarte a correr por las grandes avenidas, esquivando a los vehículos o siguiendo a los autóctonos.

Entre otras lecturas que me acompañan en este viaje se encuentra el relato del viaje a la China del escritor Vicente Blasco Ibáñez, englobado en su libro La vuelta al mundo de un novelista. Resulta muy interesante leer las descripciones que realiza de Shanghai, a la que llega en 1923, en una época en la que el país había terminado hacía unos años con la última dinastía de emperadores. Blasco Ibáñez llega a bordo de un barco surcando el río Yangtzé, el río Azul. Eso sí que era una aventura. En aquel Shanghai de principios del siglo XX pululaban cortesanas con sus vestidos floreados y sus caras de muñequitas de porcelana; frailes y sacerdotes ingleses, norteamericanos, franceses o españoles destinados a extender la propaganda católica o la protestante; cónsules, profesores, escritores, leprosos y mendigos. Sólo unos años después de su visita, la ciudad ya ostentaría el título de quinta ciudad más grande del mundo y hogar de 70.000 extranjeros.

Mucho ha cambiado Shanghai, aunque en esencia sea la misma. Ahora a nosotros se nos antoja también explorar un poco de la región del Yangtzé, así que cogemos un tren hasta Suzhou, que nos concede un respiro a la locura de la metrópoli. Comprar un billete por cuenta propia ya es en sí una hazaña, pero esta… ya es otra historia.

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1er día en Shanghai: de bruces con la censura

ImagenSi estás leyendo estas líneas es porque una persona generosa desde España me está ayudando a publicar. Una cosa que he aprendido nada más llegar a China es que librarnos de nuestro etnocentrismo es más difícil de lo que parece. Hemos llegado a un país con un control férreo de la libertad de expresión y de prensa sin acabar de creérnoslo del todo. Sabíamos que hace unos tres años el gobierno chino prohibió el acceso a las redes sociales y capó multitud de webs que consideró perniciosas, pero no le dimos suficiente importancia. Quizás pensamos que con un ordenador americano y un servidor europeo estaba todo hecho, pero nada más lejos de la realidad. Nuestro primer día en Shanghai se ha visto condicionado por una sensación de aislamiento del mundo exterior; por el desconcierto primero y la ansiedad después, ya que casi todo lo que queríamos hacer dependía de internet y la mayoría de páginas que consultábamos no estaban permitidas o la conexión era demasiado lenta. ¿Qué podía esperar de un país en el que pueden confiscarte la Lonely Planet?

“Este país te está diciendo que te olvides de internet”, me dice Marc. “Quizás es lo que tenemos que hacer”. Sí, pero ¿cómo? No se trata sólo de ‘mundo circulante’, sino que resulta difícil hallar una navegación óptima que no te deje tirado en el momento crucial. En algunos lugares con wifi gratuita te solicitan un número de móvil chino para enviarte la contraseña. En ciertos cibercafés -y no encontrarás muchos- te pueden pedir un DNI chino para entrar, lo cual nos excluye a los extranjeros. En el Starbucks conseguí que un amable camarero me dejara su número de teléfono, y así conseguí enviar un mail, pero después de eso los problemas continuaron.

Mi preocupación residía en que sólo teníamos reservada la habitación las dos primeras noches en Shanghai. A partir de ahí, dependíamos de los portales de reserva online. Ahora, por ejemplo, son las cuatro de la mañana y no he conseguido reservar nada, así que me toca amanecer en la ciudad sin saber hoy dónde voy a dormir.

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Shanghai tiene dos caras. La más moderna, representada por el Bund y los rascacielos de Pudong, y la más tradicional, la de los barrios más alejados del centro. Se ha llegado a decir de esta ciudad que era la París de Oriente o la Nueva York de China. Aunque efectivamente destaca por su modernidad, las comparaciones son odiosas.

Lo primero que visitamos fue la People’s Square, una plaza de enormes dimensiones que era como una isla rodeada de un tráfico infernal. Allí se encuentra el museo de Shanghai y pueden verse las siluetas de los rascacielos de Pudong recortadas sobre el cielo turbio. No en vano parece que 18 de las 20 ciudades más contaminadas del mundo están en China, y en eso Shanghai no es una excepción. El gobierno chino es consciente de ello, y parece que alguna medida está tomando en este sentido, puesto que si bien Shanghai es una jungla de asfalto donde el peatón no tiene ninguna prioridad y los cláxones no descansan, curiosamente casi todas las motos son eléctricas.

En nuestra primera jornada turística nos dedicamos a deambular, tomándole el pulso a una urbe que huele fuertemente a especias, con ese olor tan característico de Asia. Por la noche es más intenso, y si te pierdes por los callejones confundes los aromas de las cocinas, la basura y la humedad. No te cruzas con occidentales hasta que no paseas por la concesión francesa, con sus boutiques más chics y galerías comerciales de artesanía y recuerdos. Cenamos en Sichuan Citizen, un local de moda de comida típica sichuanesa, y sólo allí escuchamos acento español.

La percepciones que tengo vienen determinadas por el hecho de que aquí todo es muy diferente. Que no puedas comunicarte en inglés hace que cualquier pequeño gesto cotidiano sea una aventura, algo tan nimio como comprar un bote de champú u orientarte en un mapa. Todo resulta difícil, lejano, ajeno. Y esa sensación de extrañeza te repele y te seduce a partes iguales.

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China, el despertar del dragón

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Hemos llegado a China un poco por casualidad. Por una serie de razones que se fueron concatenando, hemos aterrizado en Shanghai. Hoy ha sido uno de esos días de transición en los que vas desgastando las horas de tanto usarlas. En los aeropuertos los segundos cuentan y los minutos se alargan. El día es infinito; la noche, un duermevela confuso tejido de vagas ensoñaciones, dolor de cabeza, calor y frío, voces lejanas, pasos, trasiego, silencio, añoranzas.

Hemos intentado dormir en el aeropuerto de Moscú, en un vano intento de sacarle partido a la escala de 10 horas que nos ha dejado tocados para el resto del viaje. Moscú es centro neurálgico de numerosos vuelos internacionales, algo que se ve, por ejemplo, en la cantidad de usuarios que pasan la noche en sus zonas habilitadas. Como si de un campamento de refugiados se tratara, los viajeros se acomodan sobre la moqueta, sacan sus esterillas y mantas, y allí, con el canturreo martilleante de los anuncios por megafonía, se abandonan al sueño. Nosotros no íbamos tan bien preparados: el aire acondicionado estaba demasiado alto y el suelo nos pareció excesivamente duro para nuestras espaldas. Así que pronto entramos en ese estado de irritación propio del cansancio, la fatiga y la desorientación: ya no sabíamos qué hora era en España, ni tan siquiera si nos tocaba dormir o comer.

Sobrevolar el espacio aéreo tampoco es que fuese demasiado agradable. Entre chinos que parecían utilizar nuestros asientos como sacos de boxeo y rusos borrachos -y vomitones-, finalmente acabé por conseguir cerrar los ojos. Cuando desperté, el dragón estaba allí. Shanghai nos guiaba hasta el aeropuerto de Pudong con sus constelaciones de luces pequeñitas, especialmente bellas en esta noche de húmeda y cálida. Líneas rectas, diagonales, curvas sinuosas por donde circulan, aún a estas horas, el tráfico rodado de la metrópoli, y poliedros altivos que dibujaban las industrias, los comercios y el dinero de la ciudad más cosmopolita de China. Era el espinazo de neón del dragón, que parecía dormir en la negrura de su cueva.

Para algunos analistas, este dragón es símbolo de un crecimiento económico digno de admiración; para otros, es una bestia que en poco más de una década podría acabar de engullir a Occidente.

Ahora me vence el sueño. Mañana, con el fulgor del día, veremos si hacemos salir a la criatura de su madriguera para que brille para nosotros.

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Mohamed se quiere casar

06-04-19 Viatge a Marroc (9)

A medida que me voy haciendo mayor, compro menos souvenirs en los viajes. Poco a poco te vas dando cuenta de que los recuerdos más preciados son los gratuitos, los que te asaltan de manera improvisada, los que se generaron fruto del azar. Por eso, cuando hace unos días escribí sobre Chaouen me vino a la mente una anécdota que vivimos durante nuestra estancia en aquel tranquilo pueblecito de Marruecos.

Como éramos un grupo numeroso -ocho personas- a veces nos separábamos, y así cada uno hacía lo que le apetecía en el momento -esta libertad es una regla de oro cuando se viaja en grupo-, experimentábamos cosas diferentes y luego, al reencontrarnos, nos contábamos las vivencias de unos y otros. Un día nos separamos por sexos. Los chicos fueron a darse un baño al hammam, mientras nosotras preferimos pasear por las callejuelas y seguirle la corriente a los niños. Uno de los pequeños que nos seguía era Elías. Despierto y vivaz, nos hacía reír con sus ocurrencias. Su madre observaba nuestros juegos desde una ventana con una serena sonrisa en la cara. De repente se le ocurre algo, le dice algo a Elías que no entendemos, y en seguida el niño nos traduce y nos dice que nos invita a merendar a su casa.

Al principio nos desconcertamos, debatimos unos segundos si es apropiado, si nos intentarán vender algo -uno de nosotros ya pagó el pato, por turista, volviendo de una casa particular con una alfombra de pelo de camella sobre su hombro-; nos preguntamos si romperemos alguna regla social que no conocemos, sobre todo si rechazamos lo que nos ofrezcan, pero finalmente seguimos a Elías por la callejuela, subimos al piso por una empinada escalera y nos hallamos, sin saber muy bien por qué, ante la sincera sonrisa de Rachida, que nos abre la puerta.

Era una casa minúscula, con poca luz. Allí se apelotonaban los otros seis hermanos de Elías, todos mucho más pequeños que él, menos Mohamed, el primogénito, que ya tiene 17 años y es el orgullo de la familia. Rachida nos hace sentar y se mete en la cocina de juguete con los críos agarrados a su falda. Elías se sienta con nosotros y nos cuenta cosas de Chaouen, de su familia, de lo que estudia en el colegio. Mientras, Mohamed nos mira desde otra habitación con el pudor propio de los chicos de su edad.

Rachida ha vuelto con té recién hecho y bizcocho. Comienza una dificultosa conversación con nosotras, en la que ella toma la iniciativa, pronuncia dos o tres frases mirándonos con sus ojos negrísimos, y luego espera pacientemente a que su Elías, que ya estudia español en la escuela, nos las traduzca. Nos habla de las dificultades de la vida en Marruecos, aunque su voz no suena lastimera ni sentimental. Sonríe, y nosotros adivinamos que son muy pobres, aunque ella no lo dice. Elías se lo pasa en grande, sintiéndose importante mientras sus hermanos pequeños lo miran embelesados, y por fin le llega el turno a Mohamed, que asiente cuando su madre explica que quiere terminar sus estudios en España. Luego murmura una excusa y sale de la estancia.

Su madre, entonces, me mira a mí. Señala el anillo que tengo en mi mano derecha, y me pregunta si estoy casada. Niego con la cabeza, puesto que en aquel momento sólo tenía en mis dedos una alianza que había recibido por mi cumpleaños. Rachida vuelve a sonreír y me pregunta si no me querría casar con su Mohamed. Mis amigas ríen, pero yo intuyo que hay algo de tristeza en sus palabras, y simplemente le digo que no, que tengo pareja. Insiste un poco más, pidiéndome que me lo lleve a España, que él estudia mucho y es “un buen muchacho”, pero al final lo único que la convence es mi edad. Con 25 años, definitivamente, era demasiado mayor para su hijo.

Seguimos hablando aún un rato más, mientras los pequeños se pelean, se tiran del sofá y trepan hasta el regazo de Rachida. Como se hace tarde, nos despedimos de la familia, que los hombres ya nos deben estar buscando. Allí, en la puerta de la casa de huéspedes, nos encontramos todos. Relajados, bien limpios y pulidos, aún con los cabellos mojados tras el baño turco, nos preguntan que por dónde andábamos. Les explicamos un poco por encima nuestra historia, pero ellos no nos prestan mucha atención: están orgullosos de su aventura en el hammam, que seguro que les pareció mucho más interesante. Al fin y al cabo, sólo pudimos explicar los hechos, pero las sensaciones, la emoción, la ternura hacia aquella familia desconocida, forma parte de ese tipo de recuerdos que no necesitan palabras.

hamman
06-04-19 Viatge a Marroc (10)

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Chaouen, el laberinto azul

Chaouen

Hace unos años, mi única referencia sobre la bonita Chefchaouen, en Marruecos, quedaba reducida al vago recuerdo de que una tía mía nació allí. Quizás su nacimiento en este singular pueblecito situado entre las montañas del Rif sea meramente anecdótico, pero lo cierto es que cuando lo visité sentí que alguna vinculación tenía con aquel paisaje natural y humano.

ChefchaouenShifshawen en árabe, Chaouen en francés- recuerda a la Alpujarra granadina, a las callejuelas sinuosas de los pueblos blancos en Málaga y Cádiz, a un pasado no muy lejano en el que los niños jugábamos en las calles, y a la costumbre andaluza de abrir las puertas de tu casa al visitante, aunque lo acabes de conocer. Algunas de estas sensaciones ya saben a añoranzas de un pasado que va distanciándonos del sentimiento de hermandad propio de los pueblos. Chaouen era como una Andalucía morisca, una reminiscencia de una época en la que aún no desconfiabas de los extraños y sabías el nombre de tus vecinos.

Éramos un grupo de ocho personas que viajábamos en dos coches particulares. Unos habían venido cruzando España desde la lejana Barcelona, y ya acusaban el cansancio de tantos kilómetros y el tedio de la carretera. Yo me incorporé en Córdoba, y los últimos integrantes, en Sevilla. En Algeciras cogimos un ferry y cruzamos el Estrecho. Fue a bordo del barco donde vivimos la primera anécdota del viaje, cuando uno de nuestros compañeros fue a echarle un ojo al coche -nunca supimos qué clase de presentimiento le movió a eso- y descubrió con sorpresa que la policía se lo estaba requisando, puesto que aquella matrícula le constaba como coche robado. Afortunadamente, llegó a tiempo antes de que se llevaran el coche del ferry, y pudo sacarlos de su error…

Una vez en Tánger, Marruecos se nos presentaba en toda su plenitud, así que el trayecto hasta Chaouen fue totalmente… auténtico. Los carteles estaban en árabe y no nos aclarábamos con aquellas carreteritas de montaña. Juan y Albert eran los que se aventuraban con el francés, y así conseguimos llegar hasta nuestro destino, deteniéndonos de vez en cuando para ver el paisaje.

El azul chillón de las paredes de Chaoen, junto con el entorno y la hospitalidad de sus gentes, nos cautivó enseguida. No quisimos ver nada más. Nos quedamos en una casa típica con grandes dormitorios donde pasábamos la noche casi todos juntos. Estaba regentada por un español muy amable, que no se enteraba de mucho porque andaba siempre aletargado por efecto de los porros. El último día tuvimos que insistir varias veces para que nos cobrara, pero a pesar de eso, acertó a pedirnos que una parte de su paga se la diésemos nosotros mismos a Fatima, la señora que cocinaba y arreglaba la casa. Decía que de su mano no aceptaba estos extras monetarios.

En Chaouen es habitual que la gente fume hachís sin esconderse. No está prohibido, y para los autóctonos es un pasatiempo habitual, además de una fuente de ingresos importante que alimenta a familias enteras. Por las calles es normal que te ofrezcan el producto, incluso los camareros de los restaurantes, tras la comida, te preguntan si quieres probarlo, como si de un chupito de orujo se tratara. Sin embargo, la sensación no es de inseguridad o de mal ambiente, sino que se da por hecho que es algo natural. En otros países nos han ofrecido droga y la experiencia ha sido totalmente diferente.

A la salida del país, sin embargo, sí que puede ser un poco incómodo. Registran los vehículos para cerciorarse de que no transportas droga, y unos perros adiestrados dan vueltas y vueltas olfateando maletero, puertas, ruedas y bajos.

Chaouen fue fundada en 1471 por Moulay Ali Ben Rachid. Considerada una ciudad santa por las montañas que la rodean, permaneció protegida contra las incursiones extranjeras y prosperó gracias a la llegada de refugiados musulmanes llegados de España. Es una ciudad alegre y sencilla que invita a pasear por su medina y a curiosear entre sus interesantes tiendecitas de alfombras, lámparas árabes y especias, que vas descubriendo mientras te adentras en el laberinto azul de sus calles estrechas y limpias, que tiñen la pendiente de las laderas de color añil. Los niños, inocentes y risueños, te siguen a todas partes y quieren jugar. Las madres te sonríen desde sus atentas posiciones, relajadas pero vigilantes, y los viejos del lugar se dan cita en la plaza del olivo centenario, donde se sientan al sol en hilera, apoyados en un bastón, y se distraen seguramente mirando a los forasteros.

No existen los ruidos típicos de las ciudades ni la incomodidad del tráfico. Chaouen es un remanso de paz sin vehículos, en el que el sonido del agua te acompaña y te lleva hasta el lavadero del pueblo, un pintoresco enclave donde cada día se reúnen las mujeres a hacer su colada como antaño, pidiéndole prestada el agua al río. Todo se encuentra camino de la fuente de Ras el Má, alrededor de la cual se fundó la ciudad.

Si se visita las zonas de telares, donde artesanos locales te abren las puertas de su taller y te muestran cómo trabajan para confeccionar sus alfombras, es posible que obsequien a las mujeres con pulseras hechas de lana. No hay que rechazarlas, se sienten insultados si no las coges. No hay por qué comprar, tampoco. Pero obviamente si hacen alguna venta se pondrán muy contentos…

Hay muchas cosas que ver, aunque el pueblo se pueda recorrer en poco tiempo de una punta hasta la otra. La alcazaba, las mezquitas y minaretes, las puertas de la ciudad, los baños, edificios neoárabes, la iglesia de san Antonio Abad y, por supuesto, sus restaurantes, que puede ser toda una explosión para los sentidos: pan de sémola, té moruno, mermeladas, queso fresco y miel, pastas, deliciosos zumos y dátiles. En las grandes gasolineras, además, se da un sorprendente fenómeno: son los mejores lugares para una buena mariscada.

Yo volvería sin pensármelo. Porque quisimos tranquilidad sin pasarnos aquellos días de manera errante, se nos quedaron muchas buenas excursiones por hacer. Pero así siempre queda la promesa de un regreso soñado.

06-04-19 Viatge a Marroc (32)

Chaouen

Chaouen

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Ciudades flotantes y fantasmas de la Bretaña

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Voy a contar un cuento. Existe una leyenda de origen celta, recuperada por el folklore bretón, que narra la historia de la ciudad de Ys, de la que decían que era el lugar más bello del mundo. Construida por expreso capricho de la bella princesa Dahut, que era el ojito derecho de su padre, la joven fue muy explícita con sus deseos: quería una ciudad en medio del mar. El rey la tuvo que complacer, y se construyeron cúpulas, tejados y puertas de bronce que parecían emerger de las aguas. Con el tiempo, esta magnífica ciudad se convirtió en un punto de encuentro de excesos: fiestas, bailes y lujuria, en el que la princesa jugó el papel principal, puesto que no encontró otro pasatiempo mejor que danzar cada tarde escondida tras una máscara, encandilar cada vez a un marinero y llevarlo a su alcoba. Pero la cosa no acababa aquí, sino que la princesa de bucles dorados, cual mantis religiosa que se despertarse al despuntar el alba, acababa asistiendo a la muerte de su amante, cuando la máscara negra se deslizaba de su rostro y venía a parar a la garganta del marinero, que moría asfixiado. Dahut obsequiaba al mar con cientos de cadáveres, y éste le devolvía los presentes en forma de riquezas. Hasta que un día Dahut se enamoró. Llegó a Ys un jinete desconocido, y cuando le pidió las llaves de la ciudad, la princesa no pudo negarse. Justo cuando estaba robando las llaves del cuello de su padre el rey, que dormía, una ola gigantesca se abalanzó sobre la ciudad, y este fue el principio del fin de Ys, que se llevó consigo a la princesa, pero no al rey, que logró escapar de las aguas y fundar otra ciudad. Cuentan los bretones que otra ciudad famosa por su belleza, París, se llama de este modo porque “Par Ys” en bretón significa “Como Ys”, y dicen que cuando París sea sumergida emergerá la antigua Ys…

Aunque esta misteriosa ciudad se relacione actualmente con otra localidad de la costa bretona, Pouldavid, en la bahía de Douarnenez, donde dicen que a veces el viento trae el sonido de las campanas de la vieja Ys, yo me la imagino con la apariencia del Mont Saint-Michel, porque leyendo aquella historia -que algunos explican como una metáfora del triunfo de Dios sobre el druidismo y los poderes oscuros- no se viene a la cabeza ciudad más parecida. Cuando la visité -se encuentra ya marcando la frontera entre Bretaña y Normandía– no podía creer lo que veía: una ciudad de cuento que se elevaba sobre el nivel del mar como una isla flotante y cuya vida cotidiana se regía por las mareas. Recuerdo, cuando llegamos aquel día, la silueta de sus torres esbozándose apenas a través de la neblina. Hacía un poco de frío con aquella brisa que nos traía una lluvia juguetona. Nos hicimos unas fotos con aquella estupenda aparición de fondo, una ciudad hermosa y perfecta que se completaba con la imagen idílica de unas vaquitas pastando en sus faldas.

En Bretaña las leyendas, la magia y los duendes están por todas partes, y quizás por eso los oriundos de la zona están acostumbrados a lidiar con una curiosa situación: el hecho de que, cuando sube la marea, la ciudad se rodea de mar por todas partes y, como en la leyenda, las olas barren todo, incluso los coches aparcados en la lengua de tierra que nos lleva a ella. Así nos lo avisan las señales: ojo, peligro, después de la hora X, su vehículo puede que ya no esté…

Aparte de ciudades mágicas que le echan un pulso al mar, de rocas prehistóricas y de las leyendas que cuentan las madres bretonas a sus hijos, la Bretaña francesa tiene también bosques encantados, como aquel en el que se cree que está la tumba del mago Merlín y la fuente de la eterna juventud, unos parajes por los que se evocan las historias del rey Arturo y donde dicen que se buscó -sin resultados, que sepamos- el Santo Grial. Pero además, una vuelta por estas tierras depara también importantes ciudades y enclaves pintorescos como la ajardinada Vannes, las milenarias piedras del dolmen de la isla de Gravinis, el enorme menhir de Dol-de-Bretagne o la animada y festiva Rennes.

Y dejo para el final otra ciudad que destaca por su belleza, la corsaria Saint-Malo, donde nació Chateaubriand. El que fuera pionero del romanticismo francés tampoco se libró de cuentos y leyendas. Él mismo escribió que veía pasearse a un fantasma por el castillo en el que se crió: un hombre con pata de palo seguido del fantasma de un gato. Nos fuimos de Saint-Malo sin visitar la tumba del escritor, a la que solo se puede acceder cuando baja la marea. Él lo habría encontrado de muy mal gusto, sí, aunque está acostumbrado a los desprecios. A su tumba vino un día Sartre para bajarse la bragueta y orinarse sobre su lápida en el nombre de la izquierda. Estos existencialistas…

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