A medida que me voy haciendo mayor, compro menos souvenirs en los viajes. Poco a poco te vas dando cuenta de que los recuerdos más preciados son los gratuitos, los que te asaltan de manera improvisada, los que se generaron fruto del azar. Por eso, cuando hace unos días escribí sobre Chaouen me vino a la mente una anécdota que vivimos durante nuestra estancia en aquel tranquilo pueblecito de Marruecos.
Como éramos un grupo numeroso -ocho personas- a veces nos separábamos, y así cada uno hacía lo que le apetecía en el momento -esta libertad es una regla de oro cuando se viaja en grupo-, experimentábamos cosas diferentes y luego, al reencontrarnos, nos contábamos las vivencias de unos y otros. Un día nos separamos por sexos. Los chicos fueron a darse un baño al hammam, mientras nosotras preferimos pasear por las callejuelas y seguirle la corriente a los niños. Uno de los pequeños que nos seguía era Elías. Despierto y vivaz, nos hacía reír con sus ocurrencias. Su madre observaba nuestros juegos desde una ventana con una serena sonrisa en la cara. De repente se le ocurre algo, le dice algo a Elías que no entendemos, y en seguida el niño nos traduce y nos dice que nos invita a merendar a su casa.
Al principio nos desconcertamos, debatimos unos segundos si es apropiado, si nos intentarán vender algo -uno de nosotros ya pagó el pato, por turista, volviendo de una casa particular con una alfombra de pelo de camella sobre su hombro-; nos preguntamos si romperemos alguna regla social que no conocemos, sobre todo si rechazamos lo que nos ofrezcan, pero finalmente seguimos a Elías por la callejuela, subimos al piso por una empinada escalera y nos hallamos, sin saber muy bien por qué, ante la sincera sonrisa de Rachida, que nos abre la puerta.
Era una casa minúscula, con poca luz. Allí se apelotonaban los otros seis hermanos de Elías, todos mucho más pequeños que él, menos Mohamed, el primogénito, que ya tiene 17 años y es el orgullo de la familia. Rachida nos hace sentar y se mete en la cocina de juguete con los críos agarrados a su falda. Elías se sienta con nosotros y nos cuenta cosas de Chaouen, de su familia, de lo que estudia en el colegio. Mientras, Mohamed nos mira desde otra habitación con el pudor propio de los chicos de su edad.
Rachida ha vuelto con té recién hecho y bizcocho. Comienza una dificultosa conversación con nosotras, en la que ella toma la iniciativa, pronuncia dos o tres frases mirándonos con sus ojos negrísimos, y luego espera pacientemente a que su Elías, que ya estudia español en la escuela, nos las traduzca. Nos habla de las dificultades de la vida en Marruecos, aunque su voz no suena lastimera ni sentimental. Sonríe, y nosotros adivinamos que son muy pobres, aunque ella no lo dice. Elías se lo pasa en grande, sintiéndose importante mientras sus hermanos pequeños lo miran embelesados, y por fin le llega el turno a Mohamed, que asiente cuando su madre explica que quiere terminar sus estudios en España. Luego murmura una excusa y sale de la estancia.
Su madre, entonces, me mira a mí. Señala el anillo que tengo en mi mano derecha, y me pregunta si estoy casada. Niego con la cabeza, puesto que en aquel momento sólo tenía en mis dedos una alianza que había recibido por mi cumpleaños. Rachida vuelve a sonreír y me pregunta si no me querría casar con su Mohamed. Mis amigas ríen, pero yo intuyo que hay algo de tristeza en sus palabras, y simplemente le digo que no, que tengo pareja. Insiste un poco más, pidiéndome que me lo lleve a España, que él estudia mucho y es “un buen muchacho”, pero al final lo único que la convence es mi edad. Con 25 años, definitivamente, era demasiado mayor para su hijo.
Seguimos hablando aún un rato más, mientras los pequeños se pelean, se tiran del sofá y trepan hasta el regazo de Rachida. Como se hace tarde, nos despedimos de la familia, que los hombres ya nos deben estar buscando. Allí, en la puerta de la casa de huéspedes, nos encontramos todos. Relajados, bien limpios y pulidos, aún con los cabellos mojados tras el baño turco, nos preguntan que por dónde andábamos. Les explicamos un poco por encima nuestra historia, pero ellos no nos prestan mucha atención: están orgullosos de su aventura en el hammam, que seguro que les pareció mucho más interesante. Al fin y al cabo, sólo pudimos explicar los hechos, pero las sensaciones, la emoción, la ternura hacia aquella familia desconocida, forma parte de ese tipo de recuerdos que no necesitan palabras.
No hay nada como dejar de ser turista para convertrse en viajero, a la vuelta siempre eres alguien diferente al que partió.
Hola, Noelia!
Esa es la idea 😉 Lo que sí me parece importante es no forzar las cosas. A veces veo reportajes de viajes en televisión que me ponen enferma, por eso yo muchas veces prefiero quedarme al margen y, simplemente, limitarme a observar. La verdad es que no es fácil dejar de turista cuando viajas con tan poco tiempo, pero se hace lo que se puede. Supongo que una de las claves es tu propia mirada… Un beso, guapa!
Otra historia q no me habías contado. Leer algo tuyo siempre resulta atractivo por esa forma q tienes de narrar lo q acontece en el día a día.
Siempre le sacas jugo a estos paseos por el mundo. No porque tengas suerte, sino por ver con ojos sensibles q no pierden detalle de estas otras formas de vivir q buscamos con el hecho de viajar.